No hay ninguna duda, la nuestra no es la sociedad de las comunicaciones, sino la de las interrupciones. Hay muchas ocasiones en las que “más” es “menos”. Da la sensación de que, en materia de telecomunicaciones, estamos llegando a tal extremo. Durante un tiempo, cuando alguien telefoneaba a otro al móvil, arrancaba con una disculpa: “Perdona que te llame al móvil, pero…”. Eran tiempos en los que el móvil guardaba cierta semejanza con el busca, tan habitual entre el colectivo médico, que sólo se utilizaba en casos de urgencia. Con el tiempo, nuestro móvil ha dejado de ser un número privado para convertirse en uno al que puede llamarse a cualquier hora y por cualquier razón, por baladí que ésta sea. Antes, el móvil sonaba poco. Ahora, no deja de hacerlo. Esta cuestión ha provocado un sinnúmero de interrupciones de nuestras más cotidianas actividades. El móvil suena cuando paseamos, cuando conducimos, cuando hacemos deporte, cuando trabajamos, cuando estamos sentados a la mesa, cuando acudimos a desahogar nuestras necesidades físicas y, lo más grave, cuando charlamos con otra persona. No quisiera parecer retrógrado, pero se está perdiendo la educación. No sólo por llamar tanto, también por responder cuando no toca.
Estamos comiendo con un amigo, suena su móvil y éste, sin
Los psicólogos y sociólogos advierten de la aparición de una nueva patología: la ansiedad de no “estar localizable”. Prueben a salir, entre semana, a la calle sin su teléfono móvil y dense un paseo de una hora. Les aseguro que a las personas víctimas de la localización permanente les invadirá una extraña sensación: “Nadie sabe dónde estoy”, “¿Habrá alguien llamándome ahora?”, “¿A ver cuántas llamadas perdidas encuentro en mi móvil?”. La
comunicación por la comunicación, independientemente de su contenido. Poco importa lo que tengan que decirme, el caso es que alguien tenga algo que contarme. Nuestra identidad se desdibuja un poco más. Ya no es “pienso, luego existo”. Sino: “Respondo, luego existo”.
Este singular hecho de nuestro tiempo ha aumentado su calado en la sociedad a raíz de los avisos sonoros de correo electrónico, SMS, agendas portátiles, las PDA o blackberrys de turno. Muchas personas son susceptibles de ser localizadas en un mismo lugar por cinco sistemas a la vez. Algunos programas de correo electrónico ofrecen incluso reclamos sonoros en los que una voz de un yanqui al que nunca conoceremos dice: “You’ve got maaaail” (con una voz casi insultante, tonadilla típica del “que no te enteeeeras”).

Las interrupciones afectan no sólo a la comunicación oral, sino también a la capacidad de concentración. Mientras escribía este artículo en mi ordenador, tenía abierto el Outlook. La campanita ha sonado dos veces. ¿Creen que he tenido el arrojo de no pasar del Word al Outlook para saber quién me escribía? Es casi imposible. Hay que ser un maestro de meditación trascendental para lograrlo. El móvil ha sonado tres veces, y me han enviado dos SMS. No podía concentrarme, así que he optado por apagar móvil y correo electrónico para completar el artículo.
Lo mismo sucede en las empresas. Resulta muy complicado mantener la concentración durante más de diez minutos en una sola tarea, pues en tal lapso de tiempo, varios estímulos se colarán reclamando nuestra atención inmediata.

Mi amiga comenzaba a obsesionarse por estar localizable en tiempo real. Maldita palabra. La comunicación en tiempo real está convirtiendo en irreal al tiempo. Desintegrándolo y privándolo de su consistencia. El tiempo ha dejado de ser tiempo para pasar a ser presente. Sólo presente. Y el presente es ingestionable si no se planifica.
Se añoran los tiempos en los que a uno no lo podían localizar hasta llegar a su casa o a la oficina, cuando no era tan sencillo alterar un plan o una cita. Vivimos quedando y “desquedando”, para volver a quedar y deshacer la cita, o la hora y lugar del encuentro. La modificación continua de la agenda tiene un efecto dominó que conviene conocer. Si yo altero la agenda de otra persona, ésta, a su vez, deberá avisar a otra con la que quedó, quien, a su vez, quizá precise cambiarle la hora a alguien, que, a su vez, avisará a otra y, así, sucesivamente. Es fantástico poder avisar de la cancelación imprevista de una reunión. Pero lo que tenía que ser una ventaja se ha convertido en vicio. Antes, cuando a uno se le citaba para algo que le interesaba mucho, si se había comprometido con alguien (por menos importante que fuese), al no poder avisarle, se mantenía la cita. Y no pasaba nada, las cosas salían igual.





