En una conferencia a la que asistí, un psiquiatra contó esta historia. Una mujer fue a verle profundamente angustiada. Su sufrimiento tenía que ver con la última conversación que tuvo con su marido antes de que él muriera. Contó que habían disfrutado de un matrimonio feliz durante más de treinta años, con apenas alguna pequeña discusión. Pero una mañana discutieron por una tontería (ni siquiera recordaba exactamente por qué). La pelea terminó con enfado, y él salió de casa dando un portazo para ir al trabajo… donde murió de un infarto ese mismo día, sin que pudieran volver a hablar.
¡Qué mala suerte! Treinta años sin un incidente parecido, y justo ahora esto: haber terminado su última conversación enfadados. El psiquiatra, con un toque de humor, le aseguró que toda la culpa era de su marido, por haber elegido morirse en ese momento tan inoportuno y dejarle a ella con la culpa.
Más en serio, le preguntó: “Si tu marido estuviera aquí ahora, ¿qué le dirías?”. Ella respondió que le diría que, después de todos los años que habían pasado juntos, aquella pequeña discusión no significaba nada, que su amor era muchísimo más grande que aquel momento tonto. Él le aseguró que su marido seguía vivo en la comunión de los santos y que, de alguna manera, estaba allí con ellos. Entonces le dijo: “¿Por qué no te sientas en esta silla y le dices lo que acabas de contarme? Dile que vuestro amor fiel borra por completo aquella última conversación. Incluso podéis reíros juntos de la ironía de la situación”. ¿Una fantasía? No.
Como cristianos, creemos en una doctrina que nos invita a pensar que seguimos en contacto vivo y consciente con quienes han muerto. Esa doctrina, la Comunión de los Santos, forma parte de nuestro Credo y se celebra de forma especial dos veces al año: en la fiesta de Todos los Santos y en la de Todos los Fieles Difuntos.
Entre otras cosas, esta doctrina nos invita a rezar por los difuntos. No es raro que algunas personas se resistan, diciendo que Dios no necesita que le recordemos que sea misericordioso o perdone. Y tienen razón. Pero ésa no es realmente la razón por la que rezamos por nuestros seres queridos fallecidos.
El verdadero sentido de orar por los muertos es mantener el contacto con ellos: seguir en comunicación consciente, conservar viva la relación de amor, cerrar asuntos pendientes, pedir perdón, perdonar, agradecer, recordar el “aire especial” que dieron al mundo mientras vivían y, de vez en cuando, brindar simbólicamente con ellos.
Nuestra fe en la comunión de los santos, entre otras cosas, nos da una segunda oportunidad. Y eso es un gran consuelo. Porque, seamos sinceros, todos somos imperfectos en nuestras relaciones. No siempre estamos tan presentes como deberíamos; a veces decimos cosas en un momento de enfado que dejan heridas profundas; traicionamos la confianza de mil maneras; y casi siempre nos falta la madurez o la seguridad para expresar el cariño y la valoración que nuestros seres queridos merecen. Ninguno de nosotros lo hace del todo bien.
Al final, todos perdemos a alguien de una forma parecida a aquella mujer: con asuntos pendientes, con mal momento. Siempre hay palabras que debimos decir y no dijimos, y cosas que nunca deberíamos haber dicho y sin embargo dijimos.
Pero ahí es donde entra la fe. No somos los primeros a los que les pasa. En el momento del arresto, juicio y muerte de Jesús, casi todos sus discípulos le abandonaron. También allí el momento fue malo. El Viernes Santo fue “malo” mucho antes de volverse “bueno”. Pero —y aquí está la clave— los cristianos no creemos que en esta vida todo vaya a tener un final feliz ni que siempre estaremos a la altura. Creemos que la plenitud y la felicidad nos llegan a través de la redención de lo que ha salido mal, incluso de lo que ha salido mal por nuestras propias debilidades.
G. K. Chesterton dijo una vez que el cristianismo es especial porque, gracias a la comunión de los santos, hasta los muertos tienen voz. En realidad, tienen más que una voz: todavía pueden escucharnos.
Así que, si has perdido a alguien con quien quedaron cosas sin resolver, si sientes que hubo tensión, o que no estuviste lo bastante presente, o que nunca expresaste como querías tu cariño y tu aprecio… no es demasiado tarde. Aún puedes hacerlo.
Y cuando tengas esa conversación “pendiente”, no tengas miedo de reírte un poco al recordar cómo la fragilidad humana suele enredar hasta nuestras mejores intenciones.




