Gilbert K. Chesterton, el famoso apologista católico, era gran amigo de George Bernard Shaw, el célebre dramaturgo, aunque Shaw, que era agnóstico, tenía serios problemas con la fe de Chesterton en Dios y, sobre todo, con su decisión de hacerse católico romano. De hecho, cuando se enteró de que Chesterton se había hecho católico, le escribió una carta expresando su decepción.
Fiel a su estilo colorido, Shaw terminaba aquella carta describiendo una visión que tenía de Chesterton yendo a confesarse:
“Vas a tener que ir a confesión la próxima Pascua, y el espectáculo – el confesionario, tu figura corpulenta arrodillada – me parece increíble, monstruoso, cómico… Ahora, sin embargo, me estoy volviendo personal (¿cómo podría ser sincero de otra manera?).”
A pesar de estas diferencias, siguieron siendo grandes amigos. Se respetaban profundamente y se valoraban mutuamente. De hecho, en un momento dado, Chesterton sintió la necesidad de defender a Shaw de algunos cristianos bienintencionados que lo atacaban por ser agnóstico. Y escribió en su defensa:
“Hay una verdad fundamental en la que nunca he estado en desacuerdo con él, ni por un momento. Sea lo que sea, nunca ha sido un pesimista ni un derrotista en cuestiones espirituales. Al menos está del lado de la Vida. Todo está mal en él, excepto él mismo.”
Sospecho que muchos de nosotros tenemos amigos así, personas que ya no caminan con nosotros por el sendero de la fe explícita. Desde un punto de vista cristiano, casi todo está mal en ellos, excepto ellos mismos. No son ateos confesos ni agnósticos declarados, pero tampoco encajan en la descripción de un cristiano practicante. Rara vez van a misa, ignoran en gran medida la enseñanza de la Iglesia sobre la sexualidad, rezan solo en momentos de crisis, piensan que quienes vamos a la iglesia somos ingenuos y están tan metidos en la vida presente que apenas reflexionan sobre Dios, la Iglesia o la eternidad.
Y, sin embargo, irradian vida, a veces de un modo que nos desafía. Hay algo en ellos que es muy correcto, incluso inspirador y que da vida. Puede que sean agnósticos prácticos o “ateos eclesiales”, pero su presencia suele traer energía positiva, bondad, amor, inteligencia, alegría y buen humor a un lugar.
No se entienda mal: esto no significa (como sugiere una idea simplista y bastante común hoy) que los que van a la iglesia y tratan de seguir sus normas sean ingenuos e inmaduros, y que los que no van y se hacen sus propias reglas sean los iluminados y maduros. No. No hay nada de iluminado en apartarse de la Iglesia, pensar que uno está “más allá” de ella, vivir fuera de sus normas o creer que un enfoque apasionado en esta vida justifica descuidar la otra. Eso es un fallo en la religiosidad, y muchas veces también un fallo en la sabiduría y la madurez.
En pocas palabras: la energía maravillosa que vemos en tanta gente buena que ya no va a la iglesia es exactamente eso, energía maravillosa, pero no hay que confundirla con profundidad.
Por ejemplo, pienso en muchos músicos populares talentosos que logran que la gente baile. Eso no es poca cosa; incluso es algo de Dios. Bailamos demasiado poco y con frecuencia llevamos el espíritu demasiado pesado. Pero eso no nos da permiso para confundir esa energía juguetona (“Ob-la-dee, Ob-la-da, la vida sigue”) con sabiduría o profundidad. Es algo precioso hacer que la gente baile, llevar alegría a un lugar, levantar el ánimo de las personas para que disfruten un poco más de la vida. Pero no es todo, ni lo más hondo. Es lo que es: algo bueno en sí mismo, pero solo eso.
Ahora bien, está del lado correcto de las cosas. Está del lado de la vida. Ayuda a traer energía divina a un lugar, y eso necesita ser bendecido. Por eso, como cristianos, debemos bendecir a nuestros buenos amigos agnósticos “eclesiales” y dejarnos bendecir por ellos.
También por eso deberíamos ser más cuidadosos al usar frases como “cultura de la vida” o “cultura de la muerte”. Dios es el autor último de todo lo bueno, ya sea que esa bondad, luz, energía, color y calor aparezca dentro de una iglesia o fuera de ella. Y dondequiera que esa energía sea buena, ahí hay “cultura de la vida”, aunque tal vez también lleve consigo algunos elementos de “cultura de la muerte”.
Richard Rohr dice que no todo puede arreglarse o curarse, pero sí debe nombrarse adecuadamente. Lo que está mal, está mal, y debe llamarse mal; pero lo que es bueno, es bueno, y debe llamarse bueno. Yo miro a algunos de mis amigos “paganos”, su energía, su calor, lo que aportan a un lugar, y eso me levanta el corazón. Todo está mal en ellos, excepto ellos mismos. Dios también creó su alegría y su calidez. No van a la iglesia, y eso no está bien; pero a menudo están del lado de la vida y su fe implícita me ayuda a mí a seguir estando en el lado correcto de las cosas. Y eso sí que está bien.