Testigos de la resurrección y de la vida

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Se ha insistido -demasiado unilateralmente- en la muerte de Cristo como misterio de salvación para nosotros. Olvidando o no poniendo suficientemente de relieve que esa muerte es de verdad 'salvadora', justamente porque no termina en muerte, sino en resurrección. San Pablo nos advierte con toda seriedad y convencimiento: "Si Cristo no ha resucitado, vuestra fe es vana; estáis todavía en vuestros pecados. Por tanto, también los que murieron en Cristo perecieron. Si solamente para esta vida tenemos puesta nuestra esperanza en Cristo, ¡somos los más dignos de compasión de todos los hombres" (1 Cor 15, 17-19).
Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos.
La muerte de Cristo ha sido, de hecho, la condición histórica necesaria, imprescindible, para nuestra salvación. Pero es la resurrección la que ha convertido la muerte en misterio de vida y de salvación. Cristo murió para resucitar. Y, en su muerte-resurrección, nos hace morir-resucitar. Y resucitar no es volver a la vida de antes, sino iniciar el estado perfecto y definitivo de la existencia eterna. Por eso, toda la escolástica acogió y sostuvo la definición-descripción que de la eternidad había ofrecido Boecio: "La posesión perfecta y simultánea -toda a la vez- de una vida interminable"1.

La muerte, en sentido cristiano, es un proceso de configuración con Cristo en su misma muerte, para llegar a la configuración real con él en su resurrección. Por eso, no obedece sólo a una ley de la naturaleza humana, esencialmente mortal, ni es simplemente efecto de un desgaste físico del organismo, sino que obedece también a una exigencia del bautismo, por el que fuimos sumergidos en la misma muerte redentora de Cristo, con el fin de llegar a vivir su misma resurrección gloriosa. Y el religioso es el cristiano que, por medio de la profesión de los consejos evangélicos, ha 'radicalizado' en sí mismo el misterio de la muerte de Cristo, intentando vivir ya, desde ahora, según las exigencias de la vida futura, como "hijo de la resurrección" (Lc 20, 36). Por eso, se convierte en un testigo fehaciente de Cristo muerto y resucitado, afirmando -sobre todo con el testimonio de la propia existencia- que el  Cristo resucitado es el mismo Cristo crucificado. Y que nosotros moriremos como él murió y porque él murió, y también resucitaremos como él resucitó y porque él resucitó. Su resurrección no es sólo modelo y causa formal de la nuestra, sino también su principio activo y su causa eficiente.

"Tradicionalmente, se ha considerado al religioso como un 'hombre muerto', que revive con especial radicalidad la muerte-anonadamiento de Jesús. Una visión más justa -desde la mejor teología- pone también y, sobre todo, el acento en la resurrección de Jesús y presenta al religioso como  un 'hombre resucitado', que vive la vida nueva y celeste de Cristo, anticipando de alguna manera el reino consumado… Por la consagración total de su persona y, de una manera especial, por la vivencia de la virginidad y de la vida comunitaria, en la medida en que éstas son auténticas, el religioso anticipa aquí y ahora, en esta etapa terrena, la condición futura del reino"2. El Concilio lo expresó con estas palabras: "Como el Pueblo de Dios no tiene aquí ciudad permanente, sino que busca la futura, el estado religioso, por liberar mejor a sus seguidores de las preocupaciones terrenas, cumple también mejor, sea la función de manifestar ante todos los fieles que los bienes celestes se hallan ya presentes en este mundo, sea la de testimoniar la vida nueva y eterna conquistada por la redención de Cristo, sea la de prefigurar la futura resurrección y la gloria del reino celestial" (LG 44). Sólo de este modo, la vida religiosa se convierte en un "signo clarísimo del reino de los Cielos" (PC 1).

Creer en Cristo da a todo su verdadero sentido. Y, por eso, lo ilumina todo. Transforma los problemas en misterios; y el misterio es un problema que tiene solución, aunque no acertemos a ver qué solución tiene. La fe en Cristo no suprime el dolor, pero quita el carácter absurdo del mismo, afirmando que, asumido en el mismo dolor de Cristo, deja de ser absurdo porque ya tiene un sentido. Por eso, el creyente en Jesús es un enemigo declarado del absurdo y un profeta apasionado del sentido. La misma muerte, que es el mayor enigma que tiene el hombre, queda definitivamente iluminado y 'resuelto' en la muerte-resurrección de Jesús. "El máximo enigma de la condición humana es la muerte. El hombre sufre con el dolor y con la disolución progresiva del cuerpo. Pero su mayor tormento es el temor a la desaparición completa… La fe cristiana enseña que la muerte corporal…será vencida… Dios ha llamado y llama al hombre a unirse a él con la total plenitud de su ser en la perpetua comunión de la incorruptible vida divina. Y ha sido Cristo resucitado el que ha ganado esta victoria para el hombre, liberándole de la muerte con su propia muerte" (GS 18).

La muerte ha dejado de ser un absurdo, para convertirse en un misterio. No es el final, sino el verdadero principio de la vida verdadera y definitiva. Tampoco es, propiamente, una separación de nuestros seres queridos, sino una nueva forma de encuentro y de comunión viva con ellos, ya desde ahora, y la esperanza cierta de volver a gozar para siempre de su compañía (cf GS 18).

Esa misma fe nos asegura, con certidumbre inviolable -con total certeza, aunque no nos acompañe ni la evidencia ni el sentimiento-, que seremos nosotros mismos quienes viviremos; nosotros, cada uno de nosotros en persona, sin posible suplantación por parte de nadie, y también sin posible duda, con absoluta conciencia de nosotros mismos. La famosa y antiquísima teoría de la reencarnación, que data del siglo VI antes de Cristo, no es sólo una herejía, sino que es uno de los mayores absurdos que ha podido forjar la mente humana. Carecer de la conciencia de sí mismo, es no ser uno mismo. La 'reencarnación' supone la negación total de la persona humana, porque niega absolutamente su identidad, al suponer su total alteración.

Miguel de Unamuno, el buscador apasionado de la inmortalidad, fue también un apasionado pensador en la realidad cruda e ineludible de la muerte. Para él, la única cuestión verdaderamente humana, que engloba y supera todas las demás, es la cuestión de la supervivencia personal después de la muerte. Sus preguntas se hacen angustiosas y radicales: "Y mi yo, mi conciencia propia, ¿qué es de ella? ¿Qué es de mí, no de  mi materia? Si yo desaparezco del todo, si desaparece mi conciencia personal, con ella desaparece para mí el mundo… Imposible parece que haya gentes que vivan tranquilamente creyendo que vuelve su personal conciencia a la nada"3.


  • S. Boecio, De consolatione philosophiae, V, prosa 6: PL, 63, 858: "Interminabilis vitae tota simul et perfecta possessio"; cf. Santo Tomás, Summa Theol., 1, 10, 1.
  • S. Mª Alonso, C.M.F., La vida religiosa en proceso de renovación: El religioso de hoy y de mañana, en "La utopía de la vida religiosa", Madrid, 1985, 2ª ed., pp.127-128. El card. Godfried Danneels, Arzobispo de Malinas (Bruselas), afirmó en la II Asamblea Especial para Europa del Sínodo de los Obispos (1-X-1999 a 23-X-1999) sobre el tema: "Jesucristo vivo en su Iglesia, fuente de esperanza para Europa": "La más eficaz predicación actual sobre la resurrección es la virginidad consagrada" [SEB9 -5.10.1999- 9-12] Synodus Episcoporum Boletin (SEB).
  • M. de Unamuno, Diario íntimo, Madrid, 1978, 4ª ed., pp. 122-123. La angustiosa preocupación por la inmortalidad personal marca toda la reflexión filosófica y existencial de Unamuno, hasta convertirse para él en la única cuestión verdaderamente interesante y decisiva. En 1905, escribía: “Cada día creo menos en el cuestión social, y en la cuestión política, y en la cuestión estética, y en la cuestión moral, y en la cuestión religiosa, y en todas las otras cuestiones que han inventado las gentes para no tener que afrontar resueltamente la única verdadera cuestión que existe: la cuestión humana, que es la mía, y la tuya, y la del otro, y la de todos… La cuestión humana es la cuestión de saber qué habrá de ser de mi conciencia, de la tuya, de la del otro y de la de todos, después de que cada uno de nosotros se muera. Todo lo que no sea encarar esto, es meter ruido para no oírnos. Y ve aquí por qué tememos tanto a la soledad y buscamos los unos la compañía de los otros” (M. de Unamuno, Soledad, Espasa-Calpe, Madrid, 1968, 5ª ed., pp. 33-34).

    

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