Tercera semana de Adviento

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Domingo III (Coincide este año con el inicio de las fechas especiales, inmediatas a la Navidad: hoy, 17 de diciembre)

Ve, Señor de mi vida, delante de mí allanándome el camino. Ábreme todas las puertas. Dame los tesoros ocultos de la vida. Quiero conocerte, Hacedor de la paz. Que se abra al fin la tierra y brote la salvación, y con ella germine la justicia. Con tus propias manos distribúyela, y que alcance para todos. Consérvanos en el amor vigilante, para que podamos recibir la misericordia, la sorpresa, la… ¡qué se yo! de tu Hijo que se acerca. Oh Padre, hazme sentir y saborear que dentro de mí eres más real que la vida misma. Convénceme, sin violentarme, que eres el único valor por el que merece la pena luchar hasta morir para poseerlo. Entonces te buscaré, Señor, en la noche. Vigilaré por ti en cada momento, hasta que mi espera se convierta en espléndida aurora, en la que llegas para consolarnos. Oirán los sordos la Palabra que Tú pronuncias y nos regalas. Ya sin oscuridad, los ojos ciegos verán al que ha sido colocado en unas pajas. Los pobres se gozarán con ese Dios tan pequeñito que ha venido a visitarles. Indignidad y opresión serán borradas de la tierra. Con tus propias manos arrancarás al inocente del dominio de aquellos que con iniquidad compraron la justicia. Por eso hoy… hoy quisiera no odiar en mi corazón a los hermanos. Quisiera no vengarme ni guardar rencor contra los hijos de mi pueblo. Quisiera amarlos como a mí mismo me amo (cf. Lv 19, 18). Y fomentar la vida, que será siempre mejor que sembrar la muerte. Y cambiar yo la metralleta de mis manos por un frágil trozo de pan, para compartirlo precisamente con aquel a quien iba a dispararle y convertirnos ambos a la vez en seres humanos con un poco de amor que compartir e intercambiar… Mi querido Dios tan pequeñito, colocado en un pesebre, quisiera hoy, ¡siempre!, quisiera no odiar en mi corazón a los hermanos.

Lunes III (18 de diciembre)

Se me agranda mucho más el deseo de rezar y de adorar, tanta es ya la cercanía. Has cargado con nosotros desde el vientre materno; desde las entrañas nos has llevado contigo. Hasta el final, hasta nuestra vejez y nuestras canas, Tú seguirás siempre siendo el mismo: el que nos sostiene, el que nos guía y el que a todos nos libera. Dios de esta manera, acércanos tu victoria; que tu salvación no tarde. Además de amarnos, qué paciente has sido con nosotros. Qué incapaz de airarte o de enfadarte. Si jamás nos olvidaste, si te preocuparte por cada uno de nosotros en un trabajo que nunca tuvo tregua, ahora…, ahora mismo como un niño indefenso, recostado en un pesebre donde comen animales, te pones de nuevo a nuestra disposición. Nuestros ojos pueden verte, Señor, y nuestras manos acariciarte, y con nuestros labios podemos confesarte y pedirte, Sabiduría salida de la boca del Padre, que vengas a enseñarnos el camino de la salvación. Ven pronto, Señor. ¡Ven, Salvador! Cuántas veces nos hemos dejado arrastrar por desordenados impulsos, Adonai querido, Pastor de nuestra casa. Y cuántas, ese proceder errado nos apartó de tu camino. Por jugar y jugar, nos hicimos indignos de la vida. Por eso, ven ya a liberarnos; quema en la zarza ardiente en la que te has manifestado, quema en ella tantos kilómetros de error acumulados. Que llegue ya el momento, Señor de nuestra vida, de que este desorden de muerte acabe, y que comience el tiempo de tu Reino. Que llegue para nosotros -y lo vivamos- tu tiempo, oh Dios. Cárganos de nuevo con infinita paciencia y ternura sobre tus hombros. Y a ese Hijo tuyo tan querido, nos lo regalas de nuevo y nos dices que lo busquemos, desvalido, recostado en pajas de pobreza.

Martes III (19 diciembre)

Quiero abajarme y sentarme en el polvo de la pobreza. Quizás, Niño mío, encuentre así tu cuna. Quiero callar. Quiero olvidarme de mis pensamientos, preocupaciones y trabajos, a ver si en el silencio escucho tu voz, tu llanto de recién nacido, y oigo además el canto de ángeles y pastores que te dan la bienvenida y a mi me anuncian que ya has llegado… No quiero en este día estar airado con nadie, a ver si la paz que necesito -tu paz, Niño mío- me cubre con su sombra y cura todas mis heridas. No lo sé, Niño mío, no sé lo que debo hacer para encontrarme contigo, y tengo miedo a perderme por el camino. Niño mío, ven tú y llévame de la mano al Hogar del que tú has llegado, que aunque eres aún muy niño, yo estoy aún más desamparado. No tardes ya. Ven pronto, Señor. Sé mi tierra de sosiego. Tranquilízame, y dime que la orfandad nunca más será posible en nuestras vidas. Ah, sin vanidad ni jactancia lo digo: ¡qué ganas tengo de que llegues y nazcas en mi casa! Pensé arreglarla, pero no he podido. No está muy en orden ni segura, pero arde ya un humilde fuego que he encendido para recibirte. Quiero que habites mi casa y la hagas nueva, y enciendas tu fuego en mí para que pueda ver a Dios que a buscarme llega. Sí, vendrá mi Salvador. Mi Dios débil, entra ya. Mi corazón se siente libre, mi vida protegida; mis ojos beben de tu luz; mi sueño lo reclino en tus manos portentosas. Tu canto de amor acuna mi fatiga. Noche de verdad para mí de paz y amor, pues Tú así me cuidas.

Miércoles III (20 diciembre)

Brota un Niño como una pequeña semilla, y en ese capullo asoma el rostro de Dios para los hombres y mujeres de la tierra. La Virgen oyó que concebiría y daría a luz a este hijo, no por obra de varón, sí por la del Espíritu. ¿Qué pensaría ella de todo este misterio que el ángel le comunicaba? Ah, pero el ángel esperaba una respuesta y no se iba. De lo que responda María dependerá la salvación de cuantos infelizmente estábamos condenados a morir y sin remedio. En sus manos se pone nuestra suerte. Si consiente, seremos liberados. Pero ¿y si dijera no, si dijera que no entiende lo que Dios le anuncia, o que está hecha un lío y que, por eso, busque a otra mujer? Si tú, María, dijeras que no, ¿qué nos pasaría? Gracias, Virgen Madre. Gracias, porque dijiste que “sí” a lo que Dios te proponía. “Sí”, aunque apenas nada comprendías. Sierva te hiciste y te decidiste a obedecer. Te fiaste de Dios aunque nada comprendías. Por tu “sí”, por tu breve y humilde respuesta afirmativa, pudimos nosotros ser llamados de nuevo a la vida. ¡Gracias, Virgen Madre nuestra, María! Esperábamos con ansia tu respuesta, y no nos defraudaste. Gracias, Virgen Madre, María, por haber dicho con tanta generosidad: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según su palabra”. Que nosotros, como tú, Señora, entreguemos nuestras vidas al soplo de Dios que así nos llama. Que elijamos la Luz, que elijamos la Verdad, que elijamos la Vida, que elijamos la Alegría. Y que demos, como tú, María, el gran salto de la fe, para amar sin ser amados, dar sin querer recibir, invitar sin ser invitados, abrazar sin pedir ser abrazados… Sencillamente como tú, María.

Jueves III (21 diciembre)

“No temáis, dentro de cinco días vendrá a vosotros el Señor”. Si queréis, puedo contaros lo que Dios ha hecho conmigo. Felices los que oyen y creen, porque todo creyente concibe y engendra en sí mismo la Palabra de Dios, y reconoce su obra. Ojalá en todos nosotros haya un alma como la de María y su espíritu, para que también nosotros podamos alegrarnos en dios y glorificarlo, como ella lo hizo. Porque si corporalmente no hay más que una madre de Cristo, en cambio, por la fe, Cristo es el fruto de todos, pues todos recibimos la Palabra de Dios y todos, por eso, proclamamos la grandeza del Señor y nos alegramos en Dios nuestro Salvador. Si obramos en nuestra vida justa y religiosamente, Cristo vuelve a nacer par todos, para el mundo. Se convierte en Emmanuel, es decir: en “Dios-con-nosotros”. Es Sol, es Luz, Justicia que ilumina, Consuelo y Fortaleza, Pañuelo inmenso para enjugar todas las lágrimas. Apresúrate, Señor Jesús, y no tardes. Ven pronto, Señor. ¡Ven, Salvador! Ven y juega un rato, Señor, conmigo. Que me sienta en mi hogar cuando, interrumpiendo el juego, me digas: “a dormir” e inmediatamente me ponga a descansar en tu regazo. Al despertar, encontraré escrita la palabra amor en todas partes, porque de verdad el amor habrá echado raíces en el corazón las personas. “Ven, luz verdadera. Ven, vida eterna. Ven, misterio escondido. Ven, tesoro sin nombre. Ven, luz sin declive. Ven, despertador de los dormidos…” (San Simón el Nuevo Teólogo).

Viernes III (22 diciembre)

No me ha abandonado nunca el Señor. Dueño mío, nunca te has olvidado de mí. “¿Es que puede una madre olvidarse de su criatura, no conmoverse por el hijo de sus entrañas? Pues, aunque ella se olvide, yo no te olvidaré”. Y a continuación, me enseñas las palmas de tus manos, y descubro que mi nombre en ellas está tatuado. Nunca me has defraudado, Padre mío. Defiendes mi causa y me salvas siempre. A cada instante perdonas mil ingratitudes. Borras y te olvidas de cobardías e indecisiones mías. Acabas con mis miedos y culpas… Heme aquí, sin palabra, ante tu bondad. Desearía entregarte todo el afecto de mi corazón y darte gracias sinceras con todo mi ser. Hazme humilde y obediente. Acógeme para salvarme. Soy tu siervo: ámame. Que sea como un niño, tan pequeño, Padre mío, que tengas que inclinarte para recogerme; y tan débil, que no tengas más remedio que ponerme al lado y en el mismo pesebre de tu Hijo. Ojalá que no sólo hoy y en esta hora de intimidad, sino cada día y en cualquier momento de mi vida, el afecto de mi corazón fuera siempre para ti. Que esta Navidad inspire en todos un sentimiento de vida incontenible, sea motivo de encuentro con nosotros mismos, nos enseñe a querer de verdad a los hermanos y nos empuje a gozar de las maravillas que nos rodean y que Dios nos ha dado. “Rey de las naciones y Deseado de los pueblos, Piedra angular de la Iglesia, tú que haces de dos pueblos uno solo, ven y salva al hombre que formaste del barro de la tierra”.

Sábado III (23 diciembre)

Precisamente hoy, cuando se enfría cada vez más el corazón de la humanidad, surge una voz casi imposible que nos grita a todos: “Vendad los corazones desgarrados”. Y es que, a pesar de todo lo que pasa, la Esperanza persiste en un mundo incoherente como el nuestro, a causa de la ferocidad que hemos impreso a la vida y a las cosas. Se nos recomienda, sin embargo, que la justicia brotará. “No apaguéis el Espíritu”, esa voz repite. Sí, precisamente cuando la sociedad ha perdido la inocencia, cuando Dios mismo -cansado y derrotado- pareciera haberse retirado a un rincón perdido del planeta, surge sin embargo “un hombre enviado por Dios para dar testimonio de la LUZ”. Un rayo de esperanza, un mensajero de la alegría para cuantos sufren. De nuevo, entonces, aflora la inocencia. Es como si Dios regresara desde aquel rincón remoto al que se había retirado, decidido a encararse con el horror, y vencerlo haciéndose débil y pequeño. Los humanos volvemos a recobrar la certidumbre de la belleza. Disponemos de una NAVIDAD definitiva y permanente, para celebrar la existencia del bien. La bondad se reactiva y vuelve a actuar con eficacia. Intentamos querernos, y no destruir, y ser mejores. Vuelve a latir la presencia del amparo frente al desamparo, y se impone la bondad frente a la maldad. La vida se afirma, nacida en mil pesebres ignorados… Pero…, es ADVIENTO todavía, ¡tenemos aún bastante que esperar! Vuelve, Señor, vuelve desde donde estés. Vuelve para acoger todas nuestras esperanzas y hacerlas realidad. Ayúdanos a descubrir qué somos y para qué vivimos.

Y en esta víspera, ya casi presencia, no me resisto a añadir algo más todavía a lo ya escrito. Y os pregunto: ¿os habéis imaginado a la Virgen durante el embarazo? Y sobre todo, cercano ya el parto, ¿cómo hablaría la Virgen con la criatura que llevaba dentro? Nueve meses, ¿qué pasó eneros nueve meses?, ¿cómo los viví? ¡Qué largos, pero qué cortos a la vez! Todos clamaban por el Mesías y a mí me crecía dentro. ¡Qué fácil, Niño mío, le fue al bueno de Gabriel decirme que eras hombre y Dios a la vez!, ¡qué fácil! Pero para mí, mil preguntas se clavaron en mis entrañas. A ver si no, ¿quién podría responderme? Y otra vez Gabriel, entre pícaro, serio y burlón, me dijo: “Por favor, Señora, use pues la fe”. Sí, me pedía que fuera madre más que de carne, de fe. De vez en cuando… ¡No, no! De vez en cuando, no; sino siempre que José me miraba, me decía: “¿Cómo estás, María? Y Él, el niño, ¿cómo está el niño? Y yo le respondía: “Yo esperando y el niño ardiendo a todo arder, que me quema mucho y que ya le quiero ver”. Hijo mío, Jesús, ¡cómo son las cosas! Mientras los hombres se preguntaban dónde está Dios, yo lo llevaba -te llevaba- de paseo por los montes, saltando de alegría camino de la casa de Isabel. Y te pregunto, vida mía, te pregunto: “Cuando yo respiro, ¿respiras tú? Cuando bebo, ¿bebes tú también? Qué Dios tan sencillo eres que, dentro de mía, apenas pesas lo que un cantarillo vacío. Y dime: “¿Sostengo yo tu sangre o tú la mía cuando me alimento?”. ¡Ay, Dios de mi vida, qué espera! Qué intensa y larguísima espera (no de nueve meses, sino de siglos) para poder tenerte en nuestros brazos, anidado por completo en nuestras vidas. Soy pobre, vida mía, pero Tú lo serás mucho más, porque Dios se hace pobre de verdad para poder acariciar, sin humillarlos, a tantos pobres y pedidos que en el mundo hay. Cuando siento cómo saltas de gozo dentro de mí, pienso: “En un mundo tan triste ¿te dejarán ser feliz? Pequeño mío, ¿cómo podrás librar a tantos esclavos, a tantos descorazonados y descorazonadas de ser y de vivir? Temo que no será fácil, mi amor, que no te será fácil ser Salvador. Bueno, pero para cuando llegues, estoy amasando el pan tierno que -recién hecho- compartiremos los dos.