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Temor a perder una oportunidad

Ron Rolheriser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) -

A un niño le resulta duro tener que irse a la cama a mitad de una noche, cuando el resto de la familia está aún celebrando algo. Nadie quiere irse a la cama mientras todos los demás están todavía despiertos. Nadie quiere perderse la vida.

Recordad cómo de niños, cansados e incapaces de mantener los ojos abiertos, aún luchabais contra cualquiera que tratara de llevaros a la cama. Exhaustos o no, no queríais perderos nada. No queríais saliros e ir a dormir mientras seguía habiendo tanta vida.

En realidad, nunca vencemos ese obstáculo. Esa resistencia es congénita y aún nos ronda en nuestros lechos de muerte.

Una de nuestras más dolorosas ansiedades es provocada por la sensación de que siempre estamos perdiendo una oportunidad de algo. Esto es también uno de nuestros mayores temores sobre la muerte. Para la mayoría de la gente, la tristeza y la oscuridad de morir vienen no tanto del temor de lo que podrían encontrar en la otra vida, el juicio y el castigo, sino de un temor a la aniquilación. Además, el temor aquí no es tanto que se perderá su identidad personal (aunque ese es un temor real) sino más bien que se les apartará de toda vida de la que han sido parte. La tristeza se halla en tener que dejar marchar, en saber que la vida seguirá ahora sin nosotros, en ser llevados a la cama mientras la fiesta continúa. Y esto está profundo en nuestro interior, tanto que encontramos difícil imaginarnos cómo incluso puede el mundo continuar sin nosotros.

 Sin embargo, esto no es señal de que haya algo malo en nosotros, alguna neurosis que necesite remedio o alguna cuestión moral o religiosa que necesite atención. Es la condición humana, pura y simple, y Dios es el artífice de eso. En resumen, estamos hechos para ser parte de un tejido, no el contenido de simples hilos en su aislamiento.

Tenía yo veintitrés años cuando vi morir a mi padre en una habitación del hospital. Él era joven aún -sesenta y dos años- e idealmente debería haber tenido aún algunos años por delante. Pero, estaba muriendo, él lo sabía, y a pesar de una fe que le dio algún alivio, estaba profundamente triste a causa de ello. Con lo que luchaba en su muerte no era con algún temor a la otra vida o algunas compensaciones que aún necesitase hacer en esta vida. Nada de eso. No había ningún asunto sin acabar con Dios, ni asuntos religiosos y morales todavía por arreglar. Tampoco había malsanos temores de la otra vida. Su único asunto inacabado tenía que ver con esta vida, y lo que él seguiría perdiendo en términos de (en sentido figurado) ser llevado a la cama temprano mientras la fiesta aún seguía. Además, para él, la fiesta estaba a todo ritmo. Sus hijos adultos estaban justo empezando a establecer sus vidas y darle nietos, y la mitad más joven de su familia estaba preparándose activamente para entrar en sus vidas adultas. No iba a estar con ellos para ver cómo cambiaba todo esto, ni iba a estar con ellos para ver a la mayoría de sus nietos. Más importante aún, tenía una esposa, un alma gemela, a la que dejaría. No era una buena noche para ser enviado a la cama temprano.

Más allá de todo esto, aún tenía sus propios hermanos, vecinos, amigos, una parroquia, negociados cívicos, equipos deportivos y otras incontables conexiones vivificantes, y era consciente, no sin enorme dolor, de que todas estas cosas estaban a punto de fenecer, al menos a este lado de la eternidad.

¿Por qué no debería haber estado triste? Verdaderamente, ¿por qué ninguno de nosotros debería estar triste cuando estamos enfrentándonos a una muerte de cualquier clase, cuando están llevándonos a la cama mientras el resto de la vida aún está siguiendo?

Somos constitutivamente comunitarios. Hasta Dios mismo dijo cuando creó la familia humana: No es bueno para nadie estar solo. Importa mucho ser parte de una familia y una comunidad, parte del tejido de la vida, y un tejido se compone de múltiples hilos. Siendo así, resulta comprensiblemente triste siempre que nuestro particular, frágil y solitario hilo está siendo tirado fuera del resto del tejido. No es extraño que los niños pequeños no quieran ser llevados a la cama mientras todos los demás aún continúan con la noche.

Además, esto no es sólo cierto por la tristeza que experimentamos cuando nos enfrentamos a nuestras muertes. La misma dinámica es operativa cuando arrostramos las diferentes mini-muertes que nos acosan mientras envejecemos, perdemos nuestra salud, nos jubilamos, nos despiden de los trabajos, perdemos a personas a quienes amamos, malogramos matrimonios, estamos geográficamente fuera de lugar, o de cualquier otra manera somos empujados fuera de la principal corriente de vida hacia los márgenes.

De igual modo, puede ser útil saber que nada está mal aquí. Morir es duro. Dejar marchar es duro. Ser empujado a un lado es duro. Desaparecer de la vida es particularmente duro. Por eso a los niños pequeños no les gusta que los lleven a la cama.

    
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