Retirar la tensión de la comunidad

Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos.Energía que no transformamos, energía que transmitimos. Esa es una frase que oí primeramente de Richard Rohr y señala un desafío central para todos los adultos maduros. He aquí su expresión cristiana:

Lo central para que entendamos cómo somos salvados por Jesús es una verdad expresada por la frase Jesús es el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo. ¿Cómo somos salvados por medio de los sufrimientos de Jesús? Obviamente, eso es una metáfora. Jesús no es un carnero, así que necesitamos desentrañar la realidad que hay detrás de la metáfora. ¿Qué inspiró a la primera generación de cristianos a usar la imagen de un cordero que sufre para explicar lo que Jesús hizo por nosotros y cómo el sufrimiento de Jesús quita nuestros pecados? ¿Había una deuda por el pecado que solamente el propio sufrimiento de Dios podía cancelar? ¿Fue el perdón de nuestros pecados una forma de transacción divina y privada entre Dios y Jesús?

Estas preguntas no tienen una respuesta fácil, pero esto debe decirse más y más: aun cuando algo de esto es misterio, nada de ello es mágico. Se admite que hay misterio aquí, algo que se sitúa más allá de lo que podemos explicar adecuadamente por pensamiento racional, pero no hay nada de magia aquí. Las profundas verdades que se sitúan algo más allá de nuestras capacidades racionales no niegan nuestra racionalidad; sólo la reemplazan de modo análogo a como la teoría de la relatividad de Einstein empequeñece las matemáticas de la escuela primaria.

Así, concediendo algún misterio, ¿qué podemos desentrañar de la metáfora que presenta a Cristo como el cordero de Dios que quita los pecados del mundo? Además, ¿cuál es el desafío para nosotros?

Aquí está el origen histórico de esta imagen: En tiempos de Jesús, en el judaísmo, había algunas prácticas rituales de expiación (reconciliación) en relación a los corderos. Algunos corderos eran sacrificados en el templo como ofrenda a Dios por nuestros pecados, mientras otros eran empleados como “chivos expiatorios”. El ritual de los chivos expiatorios funcionaba así: Una comunidad se juntaba con la intención de participar en un ritual para mitigar las tensiones que existían entre ellos a causa de sus debilidades y pecados. Imponían simbólicamente sus tensiones, sus pecados, sobre el cordero (que iba a convertirse en su chivo expiatorio) con dos símbolos: una corona de espinas clavada en la cabeza del cordero (haciendo que sintiera su dolor) y una colgadura púrpura sobre el lomo del cordero (simbolizando su responsabilidad corporativa de cargar él esto en vez de todos ellos). Después echaban al cordero fuera del templo y fuera de la ciudad, desterrándolo para que muriera en el yermo. La idea era que al investir al cordero con su dolor y pecado, y desterrarlo para siempre de su comunidad, su dolor y pecado también eran quitados, desterrados para morir con este cordero.

No cuesta ver cómo pudieron transferir fácilmente esta imagen a Jesús después de su muerte. Mirando el amor que Jesús mostró en su sufrimiento y muerte, la primera generación de cristianos hicieron esta identificación. Jesús es nuestra víctima expiatoria, nuestro cordero. Cargamos nuestro dolor y pecado sobre él y lo empujamos fuera de nuestra comunidad para morir. Nuestro pecado se marchó con él.

Pero, pero… ellos no entendieron esto como un acto mágico con el que Dios nos perdonara porque Jesús murió. No. Sus pecados no fueron quitados porque Jesús aplacara de algún modo a su Padre. Fueron quitados porque Jesús los absorbió y transformó, semejante a la manera como un purificador de agua aparta del agua la suciedad, las toxinas y los venenos al absorberlos.

Un purificador de agua funciona así: Recibe agua contaminada con suciedad, impurezas y venenos, pero se guarda esas toxinas en sí mismo y emite sólo el agua purificada. Así también con Jesús. Recibió odio, lo mantuvo dentro, lo transformó y lo devolvió hecho únicamente amor. Recibió amargura y devolvió dulzura; maldiciones, y devolvió bendiciones; celos, y devolvió afirmación; asesinato, y devolvió perdón. En verdad, recibió todas las cosas que son la causa de tensión en una comunidad (nuestros pecados), las mantuvo en sí y devolvió sólo paz. Así, quitó nuestros pecados, no por medio de magia divina, sino al absorberlos, al comerlos, al ser nuestra víctima expiatoria.

Además, lo que hizo Jesús, como dice Kierkegaard tan maravillosamente, no es algo que nosotros deberíamos admirar; es algo que necesitamos imitar. N.T. Wright, en su reciente libro Broken Signposts,  compendia el desafío de esta manera: “Tanto si lo entendemos como si no -si nos gusta o no, lo que la mayoría de nosotros no hace ni hará- lo que el amor tiene que hacer es no sólo afrontar el malentendido, la hostilidad, la suspicacia, la conspiración y finalmente la violencia y el asesinato, sino de alguna manera, a través de todo ese horrible asunto, atraer sobre sí mismo el fuego del mal supremo y agotar su poder. … Porque es el amor el que toma lo peor que el mal puede hacer y, absorbiéndolo, lo derrota”.

Energía que no transformamos, energía que transmitimos. Existe una profunda verdad aquí sobre cómo necesitamos ayudar a retirar la tensión de nuestras familias, comunidades, iglesias y sociedades.