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¿Quién va al infierno y quién no?

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) -

El infierno nunca es una desagradable sorpresa que espera a una persona básicamente feliz. Ni es necesariamente un fin predecible para una persona infeliz y amarga. ¿Puede ir al infierno una persona feliz y de buen corazón? ¿Puede ir al cielo una persona infeliz y amarga? Todo eso depende de cómo entendamos el infierno y cómo leamos el corazón humano.

Una persona que está luchando honestamente por ser feliz no puede ir al infierno, ya que el infierno es la antítesis de una lucha honesta por ser feliz. El infierno, en palabras del papa Francisco, “es querer estar distante del amor de Dios”. Aquel que desee sinceramente amor y felicidad nunca será condenado a una eternidad de alienación, vaciedad, amargura, ira y odio (que son los que componen el fuego del infierno), porque el infierno es querer no estar en el cielo. Así pues, no hay nadie en el infierno que esté anhelando verdaderamente otra oportunidad de enmendar las cosas como para ir al cielo. Si hay alguien en el infierno es porque esa persona desea verdaderamente estar alejada del amor.

Pero ¿puede alguien querer de hecho estar alejado del amor de Dios y del amor humano? La respuesta es compleja porque nosotros somos complejos: ¿Qué significa desear algo? ¿Podemos desear algo y no desearlo, todo al mismo tiempo? Sí, porque hay diferentes niveles a la psique humana; y, consecuentemente, el mismo deseo puede estar en conflicto consigo mismo.

Nosotros podemos querer algo y no quererlo, todo al mismo tiempo. Esa es una experiencia común. Por ejemplo, observa un niño que acaba de ser castigado por su madre. En ese momento, el niño es capaz de odiar amargamente a su madre, aun cuando, a otro nivel más iniciado, lo que desea más desesperadamente es de hecho el abrazo de su madre. Pero, hasta que acabe el enfado, él desea  estar distante de su madre, aunque  su más profundo deseo es estar con su madre. Conocemos el sentimiento.

El odio, como sabemos, no es lo contario del amor, sino simplemente una modalidad de la pena del amor, y así este tipo de dinámica es aplicable perennemente en la desconcertante, compleja y paradójica relación que   millones de nosotros tenemos con Dios, la iglesia, unos con otros y con el amor mismo. Nuestras heridas no son mayormente nuestras propias faltas, sino el resultado de un abuso, una violación, una traición o alguna traumática negligencia en el círculo del amor. Sin embargo esto no les  impide hacernos cosas raras. Cuando somos heridos en el amor, entonces, como un niño reprendido y enfadado que quiere distanciarse de su madre, nosotros también durante un tiempo, quizás durante toda la vida, dejamos de querer el cielo porque sentimos que hemos sido tratados injustamente por él. Es natural que mucha gente quiera estar distante de Dios. El niño acosado en el patio de juego que identifica a sus acosadores con el círculo interior de “los aceptados” querrá comprensiblemente estar distante de ese círculo, o quizás incluso  hacerle violencia.

Sin embargo, eso se da a un cierto nivel del alma. A un nivel más profundo, nuestro último anhelo aún es estar dentro de ese círculo de amor que en tal momento odiamos aparentemente, odiamos porque sentimos que hemos sido injustamente excluidos de él o violados por él, y por eso estimamos que es algo de lo que no queremos formar parte. En consecuencia, alguien puede ser muy sincero de alma, y aun así, por las heridas profundas causadas a su alma, ir por la vida y morir queriendo estar distante de lo que ella percibe como Dios, amor y cielo. Pero no podemos hacer un juicio simplista aquí.

Necesitamos distinguir entre lo que queremos explícitamente en un  determinado momento y lo que, en ese mismo momento, queremos implícitamente (de hecho). Con frecuencia no son lo mismo. El niño  reprendido quiere aparentemente distanciarse de su madre, aun cuando a otro nivel él lo quiere desesperadamente.
Mucha gente quiere distanciarse de Dios y las iglesias, aun cuando a otro nivel no lo desean. Pero Dios lee el corazón, reconoce la falsedad que se  esconde en un enfurruñamiento o una rabieta, y juzga en consecuencia. Por eso no deberíamos ser tan rápidos en llenar el infierno con todos aquellos que parecen querer distanciarse del amor, la fe, la iglesia y Dios. El amor de Dios puede rodear, empatizar, deshacer y curar ese odio. Nuestro amor debería hacerlo también.

La esperanza cristiana nos pide creer cosas que van contra nuestros instintos y emociones naturales, y uno de estos es que el amor de Dios es tan poderoso que, exactamente como hizo en la muerte de Jesús, puede descender al infierno mismo y exhalar allí amor y perdón en las almas más heridas y más endurecidas. La esperanza nos pide creer que el triunfo final del amor de Dios será cuando Lucifer mismo se convierta, retorne al cielo y el infierno esté finalmente vacío.
¿Pura fantasía? No. Esa es la esperanza cristiana; es lo que muchos de nuestros grandes santos creyeron.

Sí, hay un infierno; y, dada la libertad humana, hay siempre una radical posibilidad para cualquiera; pero, dado el amor de Dios, quizás alguna vez estará completamente vacío.
 

    
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