Es una manera de expresar mi pequeñez ante un servicio tan valioso y necesario en esta época tan secularizada. Soy débil y limitado. Me entrego con todo lo que soy y con todo lo que tengo. Como la viuda que ha echado sus moneditas en el templo, ha echado de lo que necesitába de lo que tenía para vivir (cf. Lc 21,4), me eligió como soy al servicio de Jesucristo. Como San Pablo, doy gracias al Señor que me ha revestido de fortaleza y me ha considerado digno de confianza al colocarme en el ministerio sacerdotal (cf. lTim 1,12). Todo esto es puramente por su amor y su misericordia.
Consciente de lo que soy y de lo que tengo, intento estar con y en Jesucristo, la vid verdadera (cf. Jn 15,1). Procuro beber siempre de él, fuente de la savia espiritual y misionera, mediante la oración personal, la lectura y la meditación de su Palabra. El es la fuente del agua viva. Él es el sumo sacerdote, el único digno de serlo y yo participo de su sacerdocio (cf. 1 Pe 5,1).

De esta manera, me siento llamado a ser sacerdote profético para denunciar tres tipos de injusticia en este mundo contemporáneo, sobre todo en Indonesia: la injusticia en la política, en la economía y la degradación cultural. Opto por los más oprimidos en todos los sentidos, y por promover una política educativa que vaya impregnando poco a poco en los opresores una cultura evangélica. En Indonesia, se necesita un sacerdote profeta, pedagógico y catequético. Es necesario formar a la gente para que viva y actúe según los valores evangélicos. Soy demasiado pequeño para llegar a ese sacerdocio. Por eso, necesito la ayuda del Señor para responderle: ¿qué quieres que haga yo tan pequeño como soy?




