Quizá, en su forma ideal, la inocencia podría describirse como un corazón humano despojado de ego y lujuria, algo parecido a lo que James Joyce describe en Retrato del artista adolescente, cuando su protagonista, el joven Stephen, ve a una chica medio desnuda en la playa y, en lugar de sentirse movido por el deseo sexual, se conmueve únicamente por un asombro y una admiración abrumadores.
De manera más práctica, el fallecido Allan Bloom, en El cierre de la mente moderna, sugiere que, en última instancia, la inocencia es castidad, y que la castidad es más que un concepto sexual. Para Bloom, debe haber una “castidad” en toda nuestra experiencia, es decir, debemos experimentar las cosas solo si, y solo cuando, somos capaces de vivirlas de tal manera que conservemos nuestra integridad. En pocas palabras, perdemos la inocencia cuando experimentamos algo de forma que nos “desintegra”, es decir, que de algún modo quiebra nuestra integridad. Y podemos desintegrarnos de muchas maneras: moral, psicológica, emocional, espiritual y físicamente.
Bloom sugiere que hoy la mayoría de nosotros carecemos de castidad y ya estamos, en cierto modo, desintegrados. Esto, afirma, no se manifiesta en primer lugar en el aumento de las crisis emocionales o del abuso de drogas y alcohol, sino más comúnmente en una cierta muerte del alma que nos deja (en sus palabras) “eróticamente lisiados”, sin fuego en los ojos y sin mucho sentido de lo sublime en el corazón o en los sueños.
Además, la inocencia adulta debe distinguirse de la inocencia natural de un niño. Para un adulto, la inocencia ya no puede ser ingenuidad. Debe ser algo que podríamos llamar acertadamente segunda ingenuidad o pos-sabiduría. Hay una gran diferencia entre la niñez —la inocencia espontánea del niño que se basa en parte en la falta de experiencia y de conocimiento— y la infancia espiritual, que es la pos-sabiduría de un adulto informado y experimentado que vuelve a asumir la mirada maravillada del niño.
¿Cómo definió Jesús la inocencia? Señaló dos cosas: el corazón de un niño y el corazón de una virgen. “Si no os hacéis como niños, no entraréis en el Reino de los Cielos”, y “El Reino de los Cielos se parece a diez vírgenes que esperaban al esposo”.
Para Jesús, el corazón de un niño es aquel que está fresco, receptivo, lleno de asombro, y que aún no contiene la dureza y el cinismo que se enquistan en nosotros por las heridas o el pecado. Y para Él, el corazón de una virgen es aquel capaz de vivir con paciencia ante la falta de consumación, sin exigir una sinfonía acabada, sabiendo que, como el niño, muchas de las cosas que desea profundamente no pueden alcanzarse todavía.
El corazón del niño es aquel que aún confía en la bondad; el corazón de la virgen es el que no pone a prueba a su Dios.
En su novela El ángel de piedra, Margaret Laurence describe a una mujer, Hagar Shipley, que un día, tras oír a un niño llamarla vieja bruja, se mira en el espejo y se sorprende y espanta por lo que ve. Apenas reconoce su propio rostro. Lo que ve la asusta. No es solo un rostro envejecido; también se ha vuelto frío y sin vida, carente de entusiasmo e inocencia. Se pregunta cómo pudo suceder esto, porque ella aún se imagina a sí misma como una persona atractiva, amable, íntegra. Pero el espejo le muestra la amarga verdad: ha perdido al niño que había en ella, ha perdido su inocencia.
Esto puede pasarnos a todos, y de hecho nos ocurre a todos en distintos momentos de la vida. Nunca debemos perder el deseo de recuperar la inocencia. Eso sería una de las enfermedades más graves de todas.
Annie Dillard escribió una vez:
“La inocencia no es privilegio de los bebés ni de los cachorros, y mucho menos de las montañas y las estrellas fijas, que no tienen ningún privilegio en absoluto. No la hemos perdido; el mundo es mejor que eso. Como cualquier otro don del espíritu, está ahí si lo deseas, gratis, solo tienes que pedirla, como han recalcado palabras más poderosas que las mías. Es posible perseguir la inocencia como los sabuesos persiguen a las liebres: con determinación, impulsados por una especie de amor, saltando arroyos, gimiendo y perdidos por campos y bosques, girando en círculos, saltando setos y colinas, con los ojos abiertos de par en par, dando voz, sin saberlo, al anhelo más profundo e incomprensible, una llama enraizada en el corazón, y ese canto resonando desde las montañas.”
Estas palabras son un recordatorio conmovedor de que uno de los pilares más profundos de una vida sana (y feliz) es la inocencia; si no su logro, al menos su deseo. Así como un niño sano anhela vivir la experiencia del adulto, un adulto sano anhela el corazón de un niño. Perder el deseo de inocencia es perder el contacto con el alma. De hecho, perder el deseo de inocencia es perder el alma, y perderlo del todo es una de las señales de que se habita en el infierno.