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¿Por qué consumimos tanto?

Gonzalo Fernandez Sanz -
    Basta entrar en un hogar medio. Todas las habitaciones están llenas de cosas. Algunas comenzaron siendo apetecidas. La mayoría acaban estorbando porque con el paso del tiempo se ha visto que no eran necesarias. El cuarto de los niños rebosa muñecas y cochecitos por todas partes. En un ángulo, sobre una mesita ingeniosamente encajada entre el armario y la ventana, está el ordenador y la cadena de música. En el salón se amontonan las cintas de vídeo y las botellas de licor. El armario del dormitorio principal parece una exposición de trajes, abrigos, camisas, faldas y pantalones. Y no digamos el frigorífico: medio supermercado yace en las bandejas. Hay que hacer acopio de alimentos. Nunca se sabe si pronto se declarará una guerra.

Sin consumo se para la máquina

La radio y la televisión interrumpen a menudo sus programas para lanzar un idéntico mensaje: «Compre, compre más, no sea tímido. Nosotros le vendemos lo que quiera: un coche con «airbag» lateral, un yogur dietético, un champú vitaminado, una casa con aislamiento térmico, un frigorífico de última generación, un viaje para dos personas al Caribe». ¿Quién puede resistir tantas invitaciones insinuantes? En el fondo, todos nos prometen la felicidad. Al cabo de un par de horas de televisión uno acaba medio convencido de que no puede ser feliz sin suscribir una póliza de seguros en Bankinter, sin beberse una Coca-Cola iría y sin llevar un reloj Viceroy en la muñeca.

Estamos desde hace algunas décadas en la era del consumo. La economía quedaría paralizada si el consumo «se comportase» mal. Para ganar hay que producir. Y para seguir produciendo hay que vender. Y para vender hay que consumir. La cosa parece que no tiene vuelta de hoja. Sin embargo, no siempre fue así. Los que ahora tienen más de cincuenta años vivieron en carne propia las penurias de la posguerra. El deterioro económico producido por los tres años de contienda civil fue tan enorme que hasta 1953 no recuperamos la renta per cápita que temamos en 1935. Hace sólo unos treinta años eran muchos los españoles que vivían en la escasez. En bastantes hogares podían verse todavía planchas de hierro, agua en baldes y lebrillos, alpargatas, papel de periódico para envolver. Se trataba de no gastar todo lo que se ganaba para ahorrar unas pesetas y poder adquirir algún producto estrictamente necesario. Ahorrar era el sueño dorado.

Pero pronto empezaron a cambiar las cosas. El despegue económico necesitaba más de consumo que de ahorro. Se pusieron de moda las ventas a plazos. Con ellas se podía gastar lo no ganado todavía: «Compre ahora, pague después». De esta manera se elevó notablemente el nivel de vida de la mayoría de los trabajadores. Muchos pudieron adquirir una casa propia y hasta un vehículo utilitario. Bastantes, sin embargo, quedaron en la cuneta. Todavía hoy se calcula en ocho millones el número de personas pobres en España.

Tenemos más pero no somos más felices

En estas tres últimas décadas han cambiado muchas cosas. Hoy se consume mucho más que ayer, pero también ha aumentado la ansiedad. Nunca «acabamos de estar satisfechos. El que tiene una casa aspira a comprarse una segunda vivienda en la playa. El que díspone de coche sueña con poder cambiarlo por un nuevo modelo. Dentro de nosotros hay un fondo que no se satisface nunca. Es como si una voz interior nos dijera: «Adelante, seguro que si consigues tal cosa serás feliz». La ansiedad está servida. Oscar Wilde decía que podía resistir todo excepto la tentación. El deseo exacerbado mina nuestro equilibrio personal y hasta nuestra capacidad de disfrute. Tener más no equivale a ser más feliz.

La mentalidad tradicional consideraba que el ahorro era una virtud y las deudas un auténtico peligro. Hoy tendemos a disponer de los objetos antes de haberlos ganado. Se nos hace más difícil la capacidad de sacrificio y de altruismo. Desarrollamos tanto el ansia de tener que acabamos dejando a un lado otros valores que con seguridad nos harían irás felices: la amistad, la obra bien hecha, la entrega a los demás, la oración.

Por otra parte, un alto nivel de consumo introduce una brecha cada vez más grande entre los países ricos y los pobres. Nuestro bienestar se basa, en buena medida, en la explotación de los países no desarrollados y en la destrucción de muchos ecosistemas. Si toda la población mundial viviera nuestro i derroche sería imposible asegurar la supervivencia del planeta. Estamos llamados a distar pero no a rellenar nuestro vacío a base de cosas. Galbraith lo decía con una parabolilla ingeniosa: «Cuando alguien tiene un piso vacío hace bien en amueblarlo. Pero seguir metiendo muebles y más muebles hasta que el suelo se venga abajo es del género estúpido; y además una provocación intolerable a quienes siguen con el piso vacío y a quienes ni siquiera tienen piso».

¿Por qué consumimos tanto? Porque no hemos aprendido a ser felices viviendo lo esencial. Jesús decía que donde está nuestro tesoro allí está nuestro corazón. Basta.     
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