Presentar a Pablo como el evangelizador perseguido equivale sencillamente y llanamente a describir una figura impregnada y determinada por el evangelio que, de forma clara o solapada, se halla siempre bajo el signo de la persecución. El mismo lo definió como «el poder de Dios destinado a la salvación del hombre» (Rom 1,16). Y fue dicho poder el que impregnó toda su personalidad gigante hasta el extremo de lograr la identificación con él: «no vivo yo, es Cristo que vive en mi» (Gal 2,20). La fuerza salvífica de Dios se encarnó en él, le transformó, se convirtió en el principio determinante de su ser y su quehacer.

Perseguido por sus antiguos correligionarios, cuya hostilidad frente al evangelio se centró en las personas que lo encarnaban con toda su pureza y exigencias. Como lo había hecho él mismo antes de encontrarse con Cristo: «os echarán de la sinagoga, pues llega la hora en que todo el que os quite la vida, pensará prestar un servicio a Dios» 0n 16,2). Es el retrato vivo de Pablo como perseguidor del evangelio, antes de encontrarse con él, y como perseguido del evangelio, después de su conversión. Había caído en la apostasía de su religión, y cómo todo apóstata merecía la muerte. El libro de los Hechos de los Apóstoles narra las intrigas, insidias, persecuciones e intentos de eliminar a Pablo. Le ocurrió en Antioquía de Pisidia, en Iconio, en Listra, en Tesalónica, en Jerusalén, en Cesárea… (Hch 13,45.50; 14,5.19; 17,5; 21,27; 25,3).
Es odiado por los judeocristianos. El entusiasmo suscitado por la persona de Jesús entre sus contemporáneos continuó después de él. Muchos judíos se hicieron cristianos o medio cristianos. Aceptaban la fe que él predicaba; pero la mayoría exigía simultáneamente la fidelidad absoluta a la ley de Moisés. Les llamaban judeocristianos. Si no hay peor mentira que una verdad a medias esto se verifica en nuestro caso. Naturalmente, estos judeocristianos de vía estrecha odiaban a Pablo porque encarnaba la predicación de la libertad cristiana; porque se oponía a un nuevo yugo de servidumbre, el de la ley, que tantos años había pesado sobre él asfixiando su espíritu. Se convirtieron en verdaderos perseguidores de Pablo. Incluso llegaron a organizar una comisión allí donde Pablo había luchado con mayor sacrificio y éxito, como en Corinto y en Galacia. Le negaban su categoría de apóstol, que hubiese «visto» al Señor… (ICor 9,1ss).
Pablo se crecía ante ese tipo de perseguidores. Frente a ellos anuncia su pensamiento más bello y profundo: «el hombre se justifica ante Dios por la fe, sin las obras de la ley» (Rom 3,28; Gal 3,lss). Esto significa que la paz con Dios, su amistad, la justificación, la reconciliación, la santificación… -términos que expresan la misma realidad— se obtiene por la fe. Al añadir «sin las obras de la ley» entiende que estas no son el complemento de la fe -como si la fe fuese insuficiente y necesitase ser completada por ellas-sino el fruto y exigencia ineludible de la misma.
A ellos va dirigida también la ironía más fina, que fue utilizada magistralmente por el apóstol: «no tenemos la osadía de igualarnos ni de compararnos con algunos que se recomiendan a si mismos»; «no me juzgo nada inferior a esos superapóstoles» «esos tales son unos falsos apóstoles, unos trabajadores engañosos, que se disfrazan de apóstoles de Cristo»; «el mismo Satanás se disfraza de ángel de la luz» «se glorían según la carne»; «son fatuos que esclavizan, devoran, roban, se engríen, os abofetean»; «en nada he sido inferior a esos superapóstoles» (2Cor 10,12; 11,5.13.14.18.19-20).




