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Nuestro pecado más común

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) -

Clásicamente, el Cristianismo ha catalogado siete pecados como “mortales”, significando que casi todo lo demás no virtuoso que hacemos toma su raíz, de alguna manera, en una de estas congénitas tendencias. Estos son los odiosos siete pecados: orgullo, codicia, lujuria,  envidia, gula, ira y pereza.

En la literatura espiritual, los tres primeros -orgullo, codicia y lujuria- se llevan la mayor parte de la tinta y la atención. El orgullo es presentado como la raíz de todo pecado, el primordial desafío que Lucifer hace a Dios, como repetido por siempre en nuestras propias vidas: ¡No serviré! La codicia  es vista como la base para nuestro egoísmo y nuestra ceguera hacia otros; y a la lujuria se le ha dado frecuentemente suma notoriedad, como si el sexto mandamiento fuera el único.

No niego la importancia de estos, pero sospecho que el pecado que más comúnmente nos  aflige y no es muy mencionado en la literatura espiritual es la ira, esto es, la cólera y el odio.  Me aventuro a decir que la mayoría de nosotros obramos, aunque inconscientemente, por ira, y esto se muestra en nuestro constante criticismo de otros, en nuestro cinismo, en nuestros celos de otros, en nuestra amargura y en nuestra incapacidad de alabar a otros. Y a diferencia de la mayoría de nuestros otros pecados, la ira es fácil camuflarla y racionalizarla como virtud.

A cierto nivel, la ira se racionaliza frecuentemente como indignación justificada sobre las flaquezas, la estupidez, la egolatría, la codicia y las faltas de otros: ¡Cómo no voy a estar furioso con lo que veo todos días! Aquí la ira se muestra en nuestra contante irritación y en nuestra rapidez en corregir, criticar y hacer una cínica advertencia. Por lo contrario, somos muy remisos en alabar y afirmar. Entonces la perfección viene a ser el enemigo de lo bueno; y, ya que nada ni nadie es perfecto, estamos siempre en actitud crítica y vemos esto como una virtud más bien que como lo que de hecho es, a saber, una incipiente ira e infelicidad dentro de nosotros mismos.

Pero nuestro infeliz cinismo no es aquí el problema más gordo. Más seriamente, con demasiada frecuencia se hace gala de la ira como virtud divina, como rectitud, como profecía, como una sana y divinamente inspirada militancia por la verdad, por la causa, por la virtud, por Dios. Y así, nos definimos como “santos guerreros” y “vigilantes defensores de la verdad”, tomando justificación en la popular (aunque falsa) opinión de que los profetas son gente airada, en apasionado fuego por Dios.

Sin embargo, hay una distancia casi infinita entre la verdadera ira  profética y la ira de que hoy comúnmente se hace gala como profecía. Daniel Berrigan, en sus criterios con relación a la profecía, expone (y acertadamente) que un profeta es alguien que hace un voto de amor, no de alienación. La profecía se caracteriza por el doliente amor que busca reconexión, no por la agresiva ira que causa separación.

Y el amor no es generalmente lo que más caracteriza a la así llamada ira profética en nuestro mundo de hoy, especialmente por lo que pertenece a Dios, a la religión y la defensa de la verdad. Veis esto en sus peores formas en el extremismo islámico, en el que, en nombre de Dios, se pone el manto de Alá a toda clase de  odio, violencia y asesinato al azar. Blaise Pascal capta bien esto en  su Pensees, donde escribe: “Los hombres nunca hacen el mal  tan completa y alegremente como cuando lo hacen por convicción religiosa”. Se equivoca en una cosa: la mayoría no lo hacemos alegremente, sino airadamente. Uno sólo tiene que leer en  nuestros periódicos las cartas al director, escuchar la mayoría de nuestras cadenas de radio o escuchar cualquier debate sobre política, religión o moralidad, para ver que el odio feroz y la ira se justifican en terrenos morales y divinos.

Se da algo así como una sana ira profética, una ardiente respuesta cuando los pobres de Dios, la palabra de Dios o la verdad de Dios es difamada, abusada o descuidada. Hay importantes causas y fronteras que defender. Pero la ira profética es una ira que emana del amor y la empatía, y siempre, sin hacer caso del odio que encuentra, aún muestra amor y empatía, como una amorosa madre ante un hijo beligerante. Jesús, en su debido tiempo, muestra esta clase de ira, pero su ira es antitética a casi todo lo que hoy se disfraza como ira profética, donde el amor y la empatía están tan claramente ausentes.

Alguien dijo una vez que pasamos la primera mitad de la vida luchando con el sexto mandamiento y luego pasamos la segunda mitad de la vida luchando con el quinto mandamiento: ¡No matarás! Vemos esto ilustrado en la famosa parábola del Hijo Pródigo, su hermano mayor y su pródigo padre. El hijo pequeño está fuera de la casa de su padre con todas consecuencias, luchando por entero con las seductoras energías de la juventud. El hermano mayor está también fuera de la casa de su padre con todas consecuencias, no por pecado, sino por luchar con ira.

De niño, fui catequizado para confesar los “malos pensamientos” como pecaminosos, pero entonces los malos pensamientos eran  definidos como pensamientos sexuales. Mientras envejecemos -sugiero yo- podríamos continuar confesando “malos pensamientos”, pero ahora esos “malos pensamientos” tienen que ver con la ira.

Un cínico -se dice- es alguien que se ha rendido, ¡pero no se ha callado! Es también alguien que ha confundido uno de los siete pecados mortales, la ira, con la virtud.           

    
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