Uno no sabe hasta dónde puede llegar la maldad en el corazón del ser humano. ¡Qué poco respeto a la vida propia y a la vida de los demás! ¡Cuánto odio albergamos en el corazón! ¡Qué incapaces somos de impedir que el odio crezca y se acumule hasta desbordarse en los demás! El mensaje de este domingo es: ¡Misericordia!
Dividiré esta homilía en tres partes:
- El amor herido por la infidelidad y la idolatría
- La parábola del Padre y los dos hijos
- La misericordia es grande
Amor herido por la infidelidad y la idolatría
Hoy la primera lectura del Éxodo, capítulo 32, nos dice que el pueblo de Dios fue infiel a la Alianza con Dios: se construyó un ídolo y lo adoró –siguiendo el mal ejemplo de los pueblos vecinos.
La reacción de Dios fue terrible: “Déjame –le dijo a Moisés– que encienda mi ira contra ellos y los aniquile”. La reacción de Dios no es la de un policía que castiga cuando se conculca una ley. La reacción de Dios es de celos, de amor herido. Moisés -como buen amigo de Dios- trata de serenarlo y le recuerda su promesa de amor primero: “Acuérdate de Abraham, de Isaac, de Jacob… a quienes juraste por ti mismo… amor eterno”. Dios vuelve en sí, se retracta y renueva su amor.
Esta reacción divina se comprende cuando reconocemos que Dios es amor. Su amor por nosotros es tan profundo que, cuando no es correspondido, podemos compararlo con nuestros “celos” ante la infidelidad. En el Antiguo Testamento, la infidelidad del pueblo de Israel provoca en Dios una reacción apasionada, no de castigo legalista, sino de un amor herido que anhela ser correspondido y que, aun así, siempre se muestra misericordioso
El amor de Dios hacia su pueblo es “pasión”, es pasional. Si el domingo pasado nos decía la Palabra de Dios: ¿quién puede entender la mente del Señor? Hoy debemos preguntarnos: ¿quién puede comprender el corazón apasionado de Dios por su pueblo, por cada uno de nosotros?
La parábola del Padre y sus dos hijos
La parábola del hijo pródigo nos revela este amor en todo su esplendor: el padre, al ver regresar a su hijo arrepentido, no le reprocha ni le castiga, sino que corre a su encuentro y lo abraza con alegría.
Incluso cuando el hijo mayor se muestra celoso y no comprende la misericordia del padre, este le recuerda que su amor es incondicional para ambos. Así, la parábola nos enseña que el amor de Dios es apasionado y misericordioso, capaz de superar cualquier rechazo o infidelidad, siempre dispuesto a acoger y perdonar.ç
La misericordia es grande
En medio está la figura del Padre-Madre. Es la comprensión, es el ámbito de la Libertad más que de la Ley, es la Esperanza en las capacidades del ser humano, aun en las situaciones más perdidas. Más todavía, la figura del Padre queda muy iluminada cuando se interpreta a la luz del pastor que pierde una oveja y abandona a las noventa y nueve por buscarla o a la luz del ama de casa, que pierde una dracma y, olvidada de los otras nueve, se dedica a barrer la casa y a buscar la único dracma perdida. La exagerada actuación del pastor y del ama de casa indican que para ellos la oveja o la dracma perdidos no sólo tenían un valor pecuniario, sino auténticamente afectivo.
Así es el Padre de la Parábola. Siente profundo afecto y amor por el Hijo. Y como ama, lo espera todo. El Padre sabe que, al volver, el hijo ya será distinto. Y se le puede revestir y tratar como a un príncipe.
Esta parábola admite muchas lecturas. Cada comunidad cristiana ha de dejarse llevar por el Espíritu que inspira la palabra oportuna. A mí se me ocurre pensar en nuestros jóvenes, tan –como dicen algunos–extraviados. Están pasando la experiencia del Hijo pródigo. Lo que necesitan es ver al Padre-Madre en lontananza. Recordar que en casa del Abbá se está mejor. De ahí lo importante que son las experiencias religiosas en la infancia, en la adolescencia. La Iglesia debería cuidar esta etapa con todo el esmero. Porque después… cuando estén perdidos… solo querrán ser encontrados.