María, maestra de seguimiento incondicional

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   María es la perfecta cristiana, la seguidora y discípula perfecta de su Hijo. Por eso, se convierte, para todos, en modelo y principio activo de seguimiento evangélico, de fe y de docilidad. Su vida, como recuerda san Ambrosio1, “pasó a ser norma para todos”, especialmente para cuantos en la Iglesia son llamados a vivir la virginidad.

    Conocemos la importancia bíblica del nombre propio. No es sólo un distintivo, una especia de contraseña, un elemento exterior para ‘identificar’ a alguien, distinguiéndolo de los demás. El nombre propio, en sentido bíblico, es como el doble de la persona; es la persona misma, hecha inteligible; expresa la verdadera vocación de alguien; es una profecía en acción de lo que la persona es y tiene que ser, en el designio amoroso de Dios.

Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos.     Ahora bien, se puede decir que, en el Evangelio, a María se le ‘dan’ tres nombres distintos. Desde luego, el de María -o Myriam o Mariam-(Lc 1, 27; etc.). Pero también el de “llena de gracia” (=kejaritomene); y el de “creyente” (=”la que ha creído”). Ella es, por definición, la llena de gracia (Lc 1, 28), la colmada de dones por Dios, la extraordinariamente amada, la que “ha encontrado gracia a los ojos de Dios” (Lc 1, 30), la que se ha dejado mirar amorosamente por Dios y ha acogido libremente su amor. Ella es, también por definición, “la creyente”, la que ha recibido el mensaje y ha creído en él, pronunciando su Fiat de adhesión incondicional a la voluntad de Dios sobre ella (Lc 1, 38). Isabel sabe muy bien cómo se llama su prima. Pero no la llama por ese nombre conocido, sino que le dice: “Bienaventurada tú, “la creyente” (=la que ha creído), porque todo lo que se te ha dicho, de parte del Señor, se cumplirá en ti” (Lc 1, 45).

    “El mensajero saluda, en efecto, a María como "llena de gracia"; la llama así, como si éste fuera su verdadero nombre. No llama a su interlocutora con el nombre que le es propio en el registro civil: "Myriam" (María), sino con este nombre nuevo: "llena de gracia"2. “El participio hace aquí las veces de un nombre propio; incluso la carencia de artículo subraya el carácter de apelación nominal que tiene aquí el participio”3. “El ángel sustituye el nombre de María por el título de kejaritomene: es ‘su nombre nuevo’, el nombre con el que es reconocida en el designio de Dios, revelado en el mensaje”4. “Aquí, faltando el nombre, la palabra kejaritomene es nombre propio”5.

    También, como acabamos de decir, se llama a María “la creyente”.  Este nombre la define, porque expresa su actitud vital. Por eso, el Catecismo de la Iglesia afirma, con toda razón: “La Virgen María realiza de la manera más perfecta la obediencia de la fe. En la fe, María acogió el anuncio y la promesa que le traía el ángel Gabriel… Por esta fe, todas las generaciones la proclamarán bienaventurada…Durante toda su vida, y hasta su última prueba, cuando Jesús, su Hijo, murió en la cruz, su fe no vaciló. María no cesó de creer en el ‘cumplimiento’ de la palabra de Dios. Por todo ello, la Iglesia venera en María la realización más pura de la fe"6.

    María es, de este modo, modelo acabado y principio activo de toda forma de vida cristiana. La fe, la esperanza y la caridad, que son las tres actitudes básicas de todo verdadero cristiano, tienen en María una relevante ejemplaridad. Ella las vive en un grado excepcional, a lo largo de toda su existencia, y las enseña a vivir. "La Virgen María -nos recuerda Pablo VI- ha sido propuesta siempre por la Iglesia a la imita­ción de los fieles no precisa­mente por el tipo de vida que ella llevó y, tanto menos, por el am­biente sociocultural en que se desarrolló, hoy día supera­do casi en todas partes, sino porque en sus condiciones concretas de vida, ella se adhirió total y responsablemen­te a la voluntad de Dios; porque acogió la palabra y la puso en práctica; porque su acción estuvo animada por la caridad y por el espíritu de servicio; porque, es de­cir, fue la primera y la más perfecta discípula de Cristo: lo cual tiene valor universal y permanen­te"7.

    "En su vida terrena, continúa diciendo Pablo VI, realizó la perfecta figura del discípulo de Cristo… y encarnó las bienaventu­ranzas evangéli­cas… Por lo cual, toda la Iglesia… encuentra en ella la más auténtica forma de la perfecta imitación de Cristo"8. Y el Concilio añade: "La Iglesia, en la Santísima Virgen, ya llegó a la perfección" (LG 65). "En la Santísi­ma Virgen, la Igle­sia admira y ensalza el fruto más espléndido de la re­dención y la contempla gozosamente como una purísima imagen de lo que ella misma, toda entera, ansía y espe­ra ser" (SC 103).

    Llamada con una especial vocación, por designio amoroso del Padre, responde con toda fidelidad a esa llamada, y coopera con todas las fuerzas de su ser -también biológicamente- a la realización histórica del plan salvador de Dios. Mantiene, a lo largo de toda su vida, su adhesión incondicional. Por su docilidad activa y por su absoluta fidelidad a la vocación, se convierte en modelo, en garantía y en estímulo permanente de auténtica fidelidad.

    María es consagrada por Dios-Trinidad ya en el primer momento de su ser, no sólo con ausencia total de pecado, sino en plenitud de gracia, por haber sido creada y predestinada a ser, en el tiempo, la Madre del Hijo único de Dios. Recibe una nueva consagración con la gracia de la Maternidad divina y ella misma “se consagró enteramente, como esclava del Señor, a la Persona y a la obra de su Hijo, subordinada a él y juntamente con él, sirviendo con la gracia de Dios omnipotente al misterio de la redención" (LG 56).

    Revivió, como nadie, el mismo misterio de proexistencia de su Hijo, no viviendo para sí misma, sino para los demás, es decir, para Dios y para los hombres, expresando y traduciendo este misterio -lo mismo que Jesús- en su virginidad-pobreza-obediencia. El Concilio advierte que los consejos evangélicos tienen la capacidad de “configurar más al cristiano con el género de vida, virginal y pobre,  que Cristo Señor escogió para sí y que abrazó su Madre, la Virgen” (LG 46).

    Presidió maternalmente la Comunidad-Familia de Nazaret, Evangelio vivo de comunión y de amor y modelo de toda verdadera Comunidad. Y, después de la Ascensión del Señor, esperó con los Apóstoles y discípulos, en oración, la Venida del Espíritu en Pentecostés.

    En unión indisoluble con el Espíritu Santo y enteramente subordinada a él, realizó el misterio de la Encarnación del Verbo. Y, con él, prolonga místicamente ese mismo misterio, a lo largo de los siglos, en la Iglesia entera y en cada uno de sus hijos. De este modo, vive y realiza una auténtica misión apostólica, evangelizadora y santificadora.

    El Código de Derecho Canónico llama a María “exemplum et tutamen omnis vitae consecratae:  modelo y defensa, ejemplar y amparo de toda vida consagrada” (can. 663, 4)

    Juan Pablo II, en la exhortación apostólica Vita Consecrata, destaca y describe, son singular complacencia, la profunda relación de María con la vida consagrada. Vale la pena citar sus palabras literales, aunque -por razón de brevedad- no sean íntegras.

    “No se puede negar, además, que la práctica de los consejos evangélicos sea un modo particularmente íntimo y fecundo de participar también en la misión de Cristo, siguiendo el ejemplo de María de Nazaret, primera discípula, la cual aceptó ponerse al servicio del plan divino en la donación total de sí misma. Toda misión comienza con la misma actitud manifestada por María en la anunciación: ‘He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra’ (Lc 1, 38)” (VC 18).

    “La Virgen María, modelo de consagración y seguimiento. María es ejemplo sublime de perfecta consagración, por su pertenencia plena y entrega total a Dios. Elegida por el Señor, que quiso realizar en ella el misterio de la Encarnación, recuerda a los consagrados la primacía de la iniciativa de Dios. Al mismo tiempo, habiendo dado su consentimiento a la Palabra divina, que se hizo carne en ella, María aparece como modelo de acogida de la gracia por parte de la criatura humana… La Virgen es maestra de seguimiento incondicional y de servicio asiduo… La vida consagrada la contempla como modelo sublime de consagración al Padre, de unión con el Hijo y de docilidad al Espíritu, sabiendo bien que identificarse con ‘el género de vida en pobreza y virginidad’ (cf LG 46) significa asumir también el género de vida de María. La persona consagrada encuentra, además, en la Virgen una Madre por título muy especial… Está llamada con Juan a acoger consigo a María Santísima (cf Jn 19, 27), amándola e imitándola con la radicalidad propia de su vocación y experimentando, a su vez, una especial ternura materna. La Virgen le comunica aquel amor que permite ofrecer cada día la vida por Cristo, cooperando con él en la salvación del mundo. Por eso, la relación filial con María es el camino privilegiado para la fidelidad a la vocación recibida y una ayuda eficacísima para avanzar enm ella y vivirla en plenitud” (VC 28).

    La exhortación concluye invocando a María, “disponible en la obediencia, intrépida en la pobreza y acogedora en la virginidad fecunda” (VC 112).


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  • San Ambrosio, De virginibus, II, 2, 15: PL 16, 222.
  • Juan Pablo II, Redemptoris Mater, 25 de marzo de 1987, nº 8.
  • Cándido Pozo, S.I., María en la obra de la salvación, BAC, Madrid, 1974, pp. 215-216.
  • J. P. Audet, L’Annonce à Marie, en "Revue Biblique" 63 (1956) 359.
  • M. Zerwick, Analysis philologica Novi Testamenti graeci, Romae,  1953, p. 427
  • Catecismo de la Iglesia Católica, Madrid, 1992, nn. 148 y 149.
  • Pablo VI, Exhort. Apost. Marialis Cultus, del 2 de febrero de 1974, PPC, Madrid, 1974, p. 51, n. 35.
  • Pablo VI, Proclamación de María como Madre de la Iglesia, en la clausura de la III Sesión del Concilio, 21 de noviembre de 1964.

    

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