“Dios se comporta en los salmos de maneras que no se le permiten en la teología sistemática.”
Esa frase de Sebastian Moore puede parecer provocadora, pero toca un punto clave: hoy muchos se alejan de los salmos porque les incomodan sus palabras sobre odio, violencia, guerra o patriarcado.
Sin embargo, durante siglos los salmos han sido el centro de la oración judía y cristiana. Están en el corazón del Oficio Divino (la oración diaria de la Iglesia), se cantan en las vísperas, los rezan cada día millones de personas y los monjes los han repetido durante siglos como parte esencial de su oración.
¿Por qué entonces el rechazo? Algunos se preguntan: “¿Cómo puedo orar con textos que hablan de destruir enemigos o glorificar la guerra en nombre de Dios?” Otros critican su tono patriarcal, y hay quien simplemente dice: “¡Ni siquiera son buena poesía!”
Puede que los salmos no sean poesía refinada, y es cierto que expresan violencia, ira y deseos de venganza. Pero eso no los hace inadecuados para la oración. Más bien al contrario.
Una definición clásica dice que orar es “elevar la mente y el corazón a Dios.” Pero muchas veces no lo hacemos de verdad. En lugar de mostrarle a Dios lo que realmente sentimos, tratamos de esconderlo y decimos lo que creemos que Él quiere oír. No le mostramos nuestro enojo, nuestras dudas ni nuestras frustraciones.
Y justamente eso es lo que los salmos hacen: no esconden nada. Son oración porque expresan con honestidad lo que pasa en el corazón humano.
A veces nos sentimos agradecidos y alegres, y los salmos nos dan palabras de alabanza. Otras veces estamos cansados, enfadados o decepcionados, y los salmos nos ayudan a decirlo sin miedo: “¿Por qué callas, Señor? ¿Por qué estás lejos de mí?” Dios no se escandaliza de nuestros sentimientos; al contrario, quiere que se los confiemos.
También nos ayudan cuando sentimos culpa o necesidad de empezar de nuevo: “Lava mi corazón, dame un espíritu nuevo.” Y cuando la vida pesa o la fe tambalea, los salmos nos recuerdan que podemos llevarlo todo ante Dios, incluso nuestra rebeldía.
Los salmos son una escuela de oración porque recogen toda la gama de nuestras emociones humanas y las ponen en manos de Dios.
Pero a veces nos cuesta orar así. Nos incomodan sus imágenes fuertes o sus palabras duras. O simplemente nos da miedo reconocer nuestros sentimientos más oscuros: celos, ira, deseo de venganza. Entonces nuestra oración se vuelve artificial, mientras que los salmos nos enseñan a ser sinceros.
La escritora Kathleen Norris lo resume bien:
“Si rezas con regularidad, no hay manera de hacerlo perfectamente. No siempre pensarás cosas santas ni te sentirás bien. Te acercas a los salmos con todos tus estados de ánimo y, aunque te sientas fatal, cantas igual. Descubres entonces que los salmos no niegan tus verdaderos sentimientos, sino que te ayudan a expresarlos ante Dios.”
Las frases bonitas que dicen cómo deberíamos sentirnos nunca sustituyen la fuerza realista de los salmos, que muestran cómo realmente nos sentimos.
Quien ora a Dios sin reconocer su propia ira, tristeza o deseo de justicia, quizá escribe postales inspiradoras, pero aún no ha aprendido a orar de verdad.




