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Los sacramentos: La confirmación

Gonzalo Fernandez Sanz, cmf -
Una vez confirmado comienza la guerra. Por fuera todo sigue como siempre. Pero en alguna parte debe esconderse el Espíritu recibido.

    Me llamo fulano de tal. Soy hijo de mi padre y de mi madre. Nací en un lugar y en una fecha. Mi grupo sanguíneo es el universal. Si quiere, le digo también el código genético. Yo, cuando me pongo, lo digo todo. ¡Ah, se me olvidaba! De profesión soy «ungido». Perdone, ¿ha dicho usted que es ungido? Sí, ungido, como suena. Y eso, ¿qué quiere decir? Pues, muy fácil, ungido quiere decir cristiano. ¡Haber empezado por ahí, hombre!

El confirmando, que hoy tiene por lo general entre catorce y dieciocho años, antes de convertirse en «ungido» ha seguido un camino catecumenal. A veces lo ha hecho porque sus padres se han empeñado en que remate como Dios manda la obra empezada en el bautismo. Otras, porque sus amigos han tirado de él o de ella. En algunos casos, es el fruto de una decisión. Si hubiera nacido en Grecia habría recibido el sacramento de niño juntamente con el bautismo y la eucaristía. Aquí, hace cuarenta años, el obispo lo habría confirmado antes de la primera comunión. Pero hoy las cosas han cambiado. Su catequista le ha dicho que es el sacramento que sirve para «confirmar», con la libertad propia del joven, el bautismo recibido de pequeño. Y que por eso requiere tomárselo en serio y estar un par de años repasando la fe y, por supuesto, asistir todos los viernes a las reuniones. A él le parece que en el fondo se trata de una estrategia de la Iglesia para repescarlo en la difícil travesía de la adolescencia.

Llega el día. El catecúmeno, en una ceremonia larga y llena de cantos pentecostales, es sellado con el crisma que el obispo consagró el día de jueves santo. El gesto, unido a la imposición de manos, se acompaña con estas misteriosas palabras: «Recibe por esta señal el don del Espíritu Santo». Ungido para siempre. Cuando llega a casa, después de haber recibido un centenar de abrazos, se lleva las manos a la frente para comprobar si la unción ha alterado la tersura de su piel. En los días previos le han dicho hasta la saciedad que a ver qué pasa después, que «son muchos los confirmados y pocos los decididos». Se agobia un poco. Sin saber por qué se acuerda de Jesús. Se lo imagina de pie en la sinagoga de su pueblo. Y escucha las palabras de Isaías que está leyendo en voz alta: «El Espíritu del Señor está sobre mí; me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva». Otra vez la palabrita. El lunes, cuando llega al instituto, vuelve a llevarse la mano a la frente. La ducha de la mañana ha liquidado los últimos restos del crisma. Comienza la guerra. Por fuera todo sigue como siempre.  En alguna parte debe de esconderse el Espíritu recibido.

Cada uno va a lo suyo. ¿Por dónde intercalar una buena nueva? mañana repasar los rostros de la gente. En las comisuras de algunos labios nota un rictus de tristeza. No recuerda muy bien el texto, pero en la ceremonia de ayer una compañera leyó algo, no sé, creo que de una carta de San Pablo, que decía más o menos que donde hay Espíritu hay amor, alegría, paz,paciencia y un montón de cosas por el estilo. Empieza por poco. Se limita a preguntar a uno de los más solitarios qué tal le ha dado el fin de semana. Deja que le cuente.

Por la noche, en casa, coge el nuevo testamento que le regalaron cuando empezó el catecumenado. Busca en el índice temático. Sí, el texto era del capítulo quinto de la carta a los Gálatas. ¿O sea que ungido quiere decir también vivir según el Espíritu? Repasa los versículos anteriores y cae en la cuenta de que casi todos, empezando por él, viven según la carne. Esto de la carne debe de significar «a su bola» poco más o menos. Suerte que San Ambrosio viene en su ayuda: «Recuerda que Dios Padre te ha marcado con su signo, Cristo Señor te ha confirmado y ha puesto en tu corazón la prenda del Espíritu». No entiende del todo, pero se siente confortado. Un misterio está en marcha.
    
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