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Lealtad y patriotismo revisitados

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano) -

En un reciente artículo publicado en la revista America, Grant Kapian, expresando su opinión sobre el desafío de la resurrección, hace este comentario: “A diferencia de las anteriores comunidades en las que el vínculo entre los miembros se forja a través de aquellos a quienes excluye y usa como chivos expiatorios, la gratuidad de la resurrección permite una comunidad modelada por perdonados-perdonadores”.

Lo que está diciendo, entre otras cosas, es que mayormente formamos la comunidad por demonización y exclusión, esto es, conectamos unos con otros más en base a aquello en lo que estamos en contra y odiamos que en base  a aquello en lo que estamos a favor y juzgamos de gran valor. La cruz y la resurrección -y el mensaje de Jesús en general- nos invitan a una madurez más profunda con la que somos invitados a formar comunidad  unos con otros en base al amor y la inclusión más bien que sobre el odio y la demonización.

¿Cómo usamos de chivo expiatorio, demonizamos y excluimos de manera que formemos comunidad unos y otros? Algunos antropólogos, particularmente  René Girard y Gil Baille, nos han hecho algunas buenas observaciones sobre cómo el uso de chivo expiatorio y la demonización funcionaron en tiempos antiguos y cómo funcionan ahora.

En resumen, aquí está cómo trabajan: Hasta que no podemos conseguir un cierto nivel de madurez, tanto personal como colectivo, formaremos siempre la comunidad por chivo expiatorio. Imaginaos esta situación: Algunos de nosotros (familia y colegas) vamos de comida. Casi siempre habrá tensiones divisorias entre nosotros: choques de personalidad, celos, heridas del pasado, y diferencias religiosas, ideológicas y políticas. Pero éstas pueden permanecer soterradas y podemos gozar juntos de una agradable comida. ¿De qué manera? Hablando sobre otra gente con la que no congeniamos, despreciamos, tememos o encontramos particularmente rara o excéntrica. Mientras los demonizamos haciendo hincapié en lo terribles, malos, raros o excéntricos que son, nuestras propias diferencias se escabullen admirablemente bajo la superficie y formamos lazos de empatía y mutualidad entre unos y otros. Demonizando a otros, encontramos sociedad entre nosotros. Por supuesto, eres reacio a excusarte e ir al baño por miedo a que, en tu ausencia, tú podrías ser muy bien la nueva vianda  del menú.

Además, hacemos que también en nuestras vidas individuales se mantenga la balanza. Si somos honrados, todos probablemente tenemos que admitir la tendencia que tenemos a afirmarnos reprochando a algún otro nuestras  ansiedades y malos sentimientos. Por ejemplo: Salimos de casa una mañana y, por diversas razones, empezamos a sentirnos de mal genio, agitados y enfadados. Muy probablemente, no tardaremos demasiado en fijar esa inquietud en algún otro, inculpándolo, consciente o inconscientemente, de nuestro mal sentimiento. ¡Nuestra sensación es que, si no fuera por esa persona, nosotros no estaríamos sintiendo estas cosas! ¡Algún otro tiene la culpa de nuestra agitación! Una vez que hemos hecho esto, empezamos a sentirnos mejor porque acabamos de hacer a algún otro responsable de nuestro dolor. Como un colorido comentario sobre esto, me gusta citar  a un amigo que ofrece este axioma: Si las dos primeras personas con que te encuentras por la mañana son irritantes y duras para tratar con ellas, hay una gran probabilidad de que seas tú la que resulta irritante y dura de  trato.

Tristemente, vemos que esto tiene lugar en el mundo, en conjunto. Nuestras iglesias y nuestra política prosperan en esto. Tanto en nuestras iglesias como en nuestras comunidades municipales, tendemos a formar comunidad a nuestro propio modo demonizando a otros. Nuestras diferencias no tienen que ser tratadas ni nosotros tenemos que tratar de las cosas que ayudan a causar esas diferencias, porque podemos culpar de nuestros problemas a algún otro. No raramente, grupos eclesiales se juntan haciendo esto, los  políticos son elegidos haciendo esto, y las guerras son justificadas y hechas sobre esta base; y los ricos y sanos conceptos de  lealtad, patriotismo y afiliación religiosa entonces vienen a ser perjudiciales, porque ahora se arraigan viendo las diferencias principalmente como una amenaza más que viéndolas como trayendo una más completa revelación de Dios en nuestras vidas.

Por supuesto, a veces lo que es diferente plantea una verdadera amenaza, y esa amenaza tiene que ser combatida. Pero, incluso entonces, debemos continuar mirando dentro de nosotros mismos y examinando lo que en nosotros podría ser cómplice causando esa división, odio o celos, que ahora están siendo proyectados sobre nosotros. La amenaza positiva debe ser combatida, pero la mejor manera de hacerlo es como Jesús hizo frente a las amenazas, a saber, con amor, empatía y perdón. Demonizar a otros para crear comunidad entre nosotros no es el modo de Jesús ni el modo de la madurez humana.

La lealtad a uno mismo, la lealtad a la religión de uno, la lealtad al país de uno y la lealtad a los valores morales de uno deben estar basadas en lo que es bueno y preciado en la familia, comunidad, religión, país y principios morales de uno, y no en el miedo y los sentimientos negativos hacia otros.

La lección que hay en Jesús, especialmente en su muerte y resurrección, es que la genuina religión, la genuina madurez, la genuina lealtad y el genuino patriotismo se basan en dejarnos ser formados con amplitud de miras por lo que no emana de nuestra propia condición.    

    
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