En una de sus primeras novelas, James Carroll ofrece esta conmovedora escena: Un joven está en la sala de partos observando cómo su esposa da a luz a su bebé. Es un parto difícil y ella está en peligro de muerte. Mientras él observa el proceso, siente un conflicto profundo: Ama a su esposa, le agarra de la mano y ora desesperadamente para que no muera. Sin embargo, el inminente alumbramiento de su hijo y el peligro de la muerte de su esposa se confabulan para volverle plenamente consciente de que, en el fondo de su corazón, no le ha perdonado a ella por haberle sido infiel una vez. Él le había expresado ya a ella su perdón, pero ahora se da cuenta, en este momento de crisis extrema, que en su corazón todavía no ha sido capaz de liberarse de aquella herida y que en verdad no la ha perdonado.
Mientras su mujer lucha entre la vida y la muerte, percibe en el rostro de ella una gran tensión, un esfuerzo titánico para dar a luz al hijo, mientras al mismo tiempo lucha desesperadamente para no morir. Su agonía acentúa las arrugas profundas en su cara y él ve allí una doble lucha, dar a luz y no morir.
Al ver esto, él es capaz de perdonarla en su corazón. Lo que le mueve no es simple compasión, sino una empatía nacida de una intuición interior especial. El esfuerzo de su esposa por dar a luz, mientras lucha para permanecer viva, resaltada por la agonía de su situación, es como una luz que ilumina toda la vida de ella y que ayuda a explicarlo todo, incluso su infidelidad.
Y lo mismo nos pasa a todos nosotros: El instinto más profundo dentro de cada uno de nosotros es el instinto de vivir. Unido fuertemente a eso está la presión congénita, en cada nivel del cuerpo y del alma, de dar a luz, de perpetuar nuestra propia semilla, de dejar aquí en el mundo algún hijo que sea realmente nuestro, de crear un artefacto, de crear algo juntamente con Dios. Esa doble presión en el fondo apoya casi todo lo que hacemos, coloreando de modo incipiente todas nuestras motivaciones y formando el contexto profundo desde el que actuamos. Es lo que nos invita a la virtud y nos tienta al pecado. La lucha por vivir y por dar a luz está en la base, tanto de nuestro heroísmo como de nuestras infidelidades.
Y se muestra en nuestro rostro. Esa lucha modela los más profundos contornos de nuestro semblante. Nuestro rostro revela en el fondo quiénes somos, tanto en superficie como en profundidad.
Ése puede ser un pensamiento aterrador: No es nada reconfortante el saber que, al fin, no podemos esconder nuestra mezquindad, avaricia, lujuria, egocentrismo, ira, amargura, ni tampoco qué pesados y insulsos somos. Todas esas cosas se muestran, hasta físicamente en el rostro. Como alguna vez afirmó el famoso filósofo francés, Jean-Paul Sartre, nosotros creamos nuestros propios rostros y, pasados los 40, lo que somos interiormente, nuestra virtud o nuestro pecado, comienza a falsificar nuestro atributo genético según lo que la gente ve en nuestro semblante. La gente comienza a ver lo que somos. Y no son las células grasas o las arrugas las que mejor lo anuncian. ¡La vanidad, la amargura y el el egoísmo ya no son atractivos, pasados los 40!
Oscar Wilde, en “Un Retrato de Dorian Gray”, subraya muy poderosamente este punto. Su héroe, Dorian, un joven de impresionante belleza, se deja hacer un retrato, pintado por un artista consumado, que realiza una verdadera obra maestra.
Todo el mundo queda prendado de la belleza del cuadro. Pero, y esta es la pega, el retrato se realiza cuando Dorian es joven, inocente y de corazón amable y bueno. Su rostro en el retrato es bello, más precisamente por esas cualidades reflejadas que por sus extraordinarios rasgos físicos de belleza. Esto queda claro más tarde, cuando el escritor Wilde, en un giro que huele a algo entre magia y acuerdo diabólico, hace que el retrato del rostro de Dorian vaya cambiando, de modo que, conforme Dorian se vuelve vanidoso, lujurioso, arrogante, codicioso y cruel, el retrato va cambiando y comienza a mostrar su vanidad, lujuria, arrogancia, codicia y crueldad. Dorian esconde el cuadro y sólo de cuando en cuando, en un arranque o de remordimiento o de absoluto cinismo, lo vuelve a mirar. Y ve en su rostro cambiante el estado de su alma.
Y así nos pasa a todos nosotros. Nuestros rostros cambiantes revelan el estado de nuestras almas. Pero esto no es tan aterrador como puede parecer. A no ser que durante muchos años de deshonestidad nos hayamos pervertido de tal forma que hayamos cometido lo que los Evangelios llaman el pecado imperdonable contra el Espíritu Santo, nuestros rasgos de belleza más profundos permanecen intactos. Por debajo de nuestra envejeciente genética, por debajo de nuestras células grasientas y nuestras arrugas, por debajo de la avaricia y la preocupación egoísta que el pecado haya pintado en nuestro rostro, por debajo de la amargura plasmada allá por todos los rechazos que hemos aguantado, por debajo de la fachada que trata de esconder nuestras debilidades e infidelidades, y por debajo incluso de nuestras virtudes y de nuestro callado martirio, allí se encuentra la tensión que el joven de la novela de James Carroll percibió en su esposa mientras luchaba por dar a luz a su hijo, justo cuando luchaba por no morir.
Esa lucha forma el contorno más profundo del rostro humano. Mirándolo puede dar a luz al perdón.