LAS NARRACIONES EVANGÉLICAS DE LA PASIÓN DE JESÚS

Print Friendly, PDF & Email
Print Friendly, PDF & Email

(JPG) Pasión y Resurrección de Je­sús fue el núcleo de la predicación cris­tiana de los primeros días; los seguido­res del crucificado no sólo no se aver­gonzaron de la cruz de su Maestro, sino que la convirtieron en centro de su fe y de su anuncio; en ella vieron, tanto o más que la acción criminal humana, el lugar de la fuerza creadora de Dios que dio nueva vida al Mesías asesinado y en él a todos los que creyesen.

Por eso la predicación de la cruz no fue nunca una pura información, sino sobre todo una llamada a la conversión, a la fe; nunca se trataba de una presen­tación distante o aséptica de un proceso más o menos injusto, sino de su inter­pretación, de la búsqueda de su sentido.

A partir de un determinado mo­mento la predicación y catequesis cris­tiana comienzan a tomar forma escrita. Probablemente la Pasión fue la primera parte de los evangelios en ser redactada; luego se le antepondría el camino de Je­sús hacia Jerusalén con sus predicciones del ajusticiamiento, y finalmente la acti­vidad del profeta en Galilea debidamen­te introducida por la actividad del otro gran profeta de la época, Juan el Bautis­ta. Curiosa composición "hacia atrás", cuyo resultado es "una narración de la pasión, muerte y resurrección de Jesús con una introducción detallada" (M.Káhler).

Los evangelios se compusieron para creyentes concretos, comunidades situa­das en un determinado contexto geo­gráfico, histórico y cultural, con sus lu­ces y sombras, sus fidelidades y sus defi­ciencias. Cada evangelio lleva la marca de esa vida de la comunidad destinataria y del esfuerzo del correspondiente evangelista por ofrecer la orientación que el grupo en ese momento precisa.

Como no podía ser menos, esto se observa también en la presentación de la pasión de Jesús. No parece casual que Lucas presente a Jesús intercediendo por los que le crucifican (Le 23,34); o que Mateo ponga una defensa de Jesús pre­cisamente en boca de la pagana mujer De Pilatos (Mt 27,19) y éste se lave las I manos (27,24).

En su conjunto, los cuatro relatos de la pasión ofrecen un itinerario semejante. Jesús, después de la cena, se retira a Getsemaní; allí es apresado por soldados del templo guiados por Judas; a continuación conducen a Jesús a casa del sumo sacerdote, donde tiene lugar un interrogatorio y -según Mc y Mt una condena a muerte por blasfemia; seguidamente es entregado a la autoridad civil romana -Poncio Pilato-, la cual escucha las acusaciones de los judíos y, de mala gana, le condena a muerte; finalmente es conducido al monte de la calavera y crucificado junto con dos sediciosos. Con algunas variantes, los evangelios hablan, además de las burlas y ultrajes que inflingen a Jesús tanto los soldados del sumo sacerdote como los del procurador romano.

Pero cada evangelista tiene algún material peculiar que inserta en la se­cuencia común en función del propio mensaje. Y, en la transmisión de los ma­teriales comunes, encontramos en cada narración pequeños matices o variantes que cumplen el mismo servicio.

MARCOS O LA PARADOJA DEL MESÍAS SUFRIENTE

El relato de Marcos ofrece una vi­veza más típica del estilo oral que de una elaboración teológico-literaria; quedan cabos por atar, hay frases ambi­guas, saltos inesperados. Pero quizá ra­dique aquí su genialidad: capacidad de comunicar un mensaje propio con un mínimo de recursos.

a) La crudeza de los hechos.

(JPG) En la pasión según Marcos escasean las referencias explicativas veterotestamentarías y falta todo intento de suavi­zar lo que en sí mismo es hiriente. Cuando Jesús es apresado todos sus dis­cípulos le abandonan (14,50); posterior­mente Pedro le niega con maldiciones y juramentos (14,71); y las burlas en el palacio de Caifás y en el de Pilato son inmisericordes (14,65; 15,16-19).

Particularmente desgarradora es la muerte de Jesús en la cruz; su última expresión es una queja al Padre que le ha abandonado (15,34), y expira dando un grito inarticulado (15,37).

Los acontecimientos del calvario están enmarcados entre la imposición de la cruz a Simón de Cirene (15,21) y la observación a distancia de unas mujeres (15,40); pero uno y otras no figuran aquí en cuanto discípulos -eso se dará en Lucas-, sino en cuanto garantes de la tradición que el evangelista ofrece. b) La desconcertante revelación mesiánica.

A lo largo del evangelio, Jesús ha evitado aparecer como Mesías; ha im­puesto secreto sobre sus milagros (1,44), sobre la transfiguración (9,9), sobre la confesión de Pedro (8,30). Ahora, en cambio, humillado por el Sanedrín e in­terrogado por Caifás acerca de su mesianídad, responde afirmativamente: "yo soy" (14,62).

Justamente a esta autoconfesión van a seguir la condena a muerte, las burlas, la entrega al gobernador pagano y la nueva condena seguida de la ejecu­ción; es el trato más antimesíánico que pudiera imaginarse. Y la extrañeza no tiene límites cuando, tras haber presen­ciado la muerte más escandalosa, el centurión confiese que "verdaderamente este hombre era Hijo de Dios" (15,39).

c) Más allá de las apariencias.

La palabra última no la tienen los sacerdotes y escribas que se mofan del crucificado (15,31-32), ni los soldados que le han escarnecido (15,16-19), sino Dios que se hace presente en el miste­rioso fracaso de su Hijo. El Dios que "vi­ve en la nube oscura" (1Re 8,12) se hace ahora presente en la tiniebla universal de mediodía (Me 15,33). Y la promesa de Jesús de destruir el templo y edificar uno nuevo -materia de acusación en el proceso (14,57)- encuentra su realiza­ción al rasgarse el velo (15,38): Dios se ha acercado definitiva e insuperable­mente al mundo mediante la humilla­ción (y exaltación) de Jesús.

MATEO O LA CRISIS DEL ANTIGUO PUEBLO DE DIOS

Mateo es el sinóptico más doctri­nal; de ahí su tendencia a la claridad y su cúmulo de citas y alusiones bíblicas explicativas. Su constante contraposi­ción entre Israel y la Iglesia indica clara­mente en qué situación compone su evangelio: Jerusalén ya ha sido destrui­da (en torno al año 70) y la Iglesia ha roto con la sinagoga (hacia el año 80).

a) Narración sin ambigüedades u oscuridades.

Según Mateo, Jesús tiene una pala­bra para con Judas: "amigo, ¿a qué has venido?" (26,50); el que saca la espada es "uno de los que estaban con Jesús" (26,51) y no simplemente "uno de los presentes" (cf. Me 14,47); los que aban­donan a Jesús y huyen no son designa­dos por el impreciso "todos" (cf.Mc 14,50), que podría incluir a los enemi­gos, sino "todos sus discípulos" (Mt 26,56).

Llevado de ese deseo de claridad, Mateo separa muy netamente el proceso judío del proceso romano, insertando entre ambos el suicidio de Judas, símbo­lo de un pueblo que, al rechazar a Jesús, se autodestruye. Y, para dejar claro que los responsables de la muerte de Jesús son los judíos, inserta un episodio ausenté en los otros evangelios: Pilato la­vándose las manos (27,24-25).

b) Destaca el cumplimiento de las Escrituras.

Dirigiéndose a una comunidad pre­dominantemente judeocristiana, Mateo sabe cómo destacar que Jesús es el Me­sías inconfundible: constatando una y otra vez el cumplimiento de las Escritu­ras. Tras el beso de Judas hay ya un eco de Sal 55,13ss: "si el enemigo me ultra­jara…, pero eres tú, un hombre de los míos". Inmediatamente antes de salir de Getsemaní, Jesús indica expresamente que renuncia a toda defensa, pues de lo contrario, "¿cómo se cumplirían las Es­crituras?" (26,54); e inmediatamente re­calca que "todo esto sucedió para que se cumpliesen las Escrituras de los profe­tas" (14,56).

La venta de Jesús por treinta mone­das es contemplada por Mateo como el cumplimiento de un oráculo profético (Jr 32,6-9). Dentro de esta perspectiva veterotestamentaria tienen en Mateo especial importancia las referencias bí­blicas que se combinan en la respuesta de Jesús al sumo sacerdote: hijo del hombre, a la derecha del poder de Dios, viniendo sobre las nubes del cielo; es in­confundible la referencia al Mesías davídico del Salmo 110 y a la figura mesiánica de Dn 7: "uno como hijo de hombre viniendo sobre las nubes del cielo", que ; es interpretado como aquél que queda i entronizado tras privar de su poder a las fuerzas del mal que dominan el mundo. En las escenas del calvario las alu­siones y citas bíblicas se multiplican. A Jesús se le da a beber no ya vino con mirra (cf. Me 15,23) sino con hiél (Mt 27,34) con lo que se cumple lo dicho en Sal 69,21. Los que pasan cerca del cruci­ficado "menean sus cabezas" (Mt 27,39) y los sumos sacerdotes se mofan de la confianza que Jesús tuvo en Dios (Mt 27,43: "se fió de Dios, que le libre si tan­to le quiere"), con lo cual unos y otros dan cumplimiento a lo dicho en el Sal­mo 22,7-8.

c) Israel y la Iglesia recorren caminos divergentes.

Esta constante referencia a las es­peranzas de Israel hace más patente la mesianidad de Jesús y, en consecuencia, magnífica el pecado de Israel al recha­zarle. En el proceso ante el sumo sacer­dote, la respuesta de Jesús respecto de su mesianidad reviste una forma espe­cial: "tú lo has dicho" (Mt 26,64); es el símbolo de Israel que confiesa a Jesús como Mesías y a continuación lo conde­na a muerte.

La escena de la mujer de Pilatos es particularmente significativa. Ella, una pagana, defiende a Jesús y le confiesa justo (27, 19), mientras que los sacerdo­tes y ancianos azuzan al pueblo para que pida su muerte (27,20). Con ello se le está diciendo al judaismo que ha per­dido su categoría de pueblo mesíánico y ésta ha pasado a otra "etnia" (cumplién­dose así la sentencia sobre los viñadores homicidas; cf. Mt 21,43). Esta culpa co­lectiva del pueblo judío se explícita in­superablemente en su aceptación de la propia responsabilidad en el proceso: "todo el pueblo dijo: caiga su sangre so­bre nosotros y sobre nuestros hijos" (27,25). Para Mateo no cabe la menor duda: el pueblo de Israel ya no es pue­blo mesíánico; las viejas promesas no lo sitúan en ventaja frente al paganismo; cada judío, como cada pagano, necesita la conversión, que ahora reviste la for­ma de confesión de Jesús como Mesías.

Esta distancia entre judaísmo e iglesia se ahonda en el calvario, cuando, ante el crucificado, los judíos se burlan de que Elías no viene a salvar a Jesús (27,49) y de que éste, que salvó a otros, no es capaz de bajar de la cruz (27,42); son burlas que contrastan con el temor reverencial del centurión y los que íe acompañan, que, ante lo sucedido, ex­claman: "verdaderamente este hombre era Hijo de Dios" (27,54).

Estos caminos paralelos Mateo los subraya igualmente con la anotación de historias judías extrañas a la Iglesia; es característica la expresión "hasta el día de hoy", con la que hace referencia al campo de sangre (27,8) y al rumor de que los discípulos robaron el cadáver de Jesús (28,15).

d) La interpretación escatológica de la muerte de Jesús.

La respuesta de Jesús al sumo sa­cerdote sobre su mesianidad tiene en Mateo un matiz que no hemos encon­trado en Marcos: "desde ahora veréis al Hijo del Hombre…". Para Mateo la muer­te de Jesús cambia las edades de la his­toria; el viejo mundo ha pasado. Esto se subraya igualmente con los motivos apocalípticos del calvario que este evan- gelio resalta especialmente: tinieblas so­bre toda la tierra (27,45), ruptura del velo del templo, terremoto, resquebraja­miento de las rocas (27,51), apertura de sepulcros y resurrección de difuntos santos (27,52).

De este modo Mateo interpreta la muerte de Jesús como la intervención divina decisiva sobre la historia. Se repi­ten los signos teofánicos del Éxodo (Ex 19,18) y los descritos por los salmos (Sal 18,8; 114,7), y se da cumplimiento a la vieja profecía de Ezequiel: "yo mismo abriré vuestros sepulcros y os haré salir de ellos" (Ez 37,12s).

LUCAS: EL MAESTRO MODÉLICO EDUCA AL DISCÍPULO

Las características generales del tercer evangelio quedan más acentua­das, si cabe, en la narración de la Pasión. Como buen escritor de historia, el autor busca el orden y la lógica, y evita todo lo que pueda implicar confusión. Con frecuencia mejora literariamente las fuentes de que dispone, pero sobre todo destaca su delicadeza para con Jesús y su deseo de edificar a la comunidad lec­tora.

a) Supresión de «estridencias».

No es que el tercer evangelista quiera ignorar lo hipócrita y brutal del proceso y ejecución del Maestro, pero de acuerdo con su habitual tendencia pe­dagógica lima las expresiones. En él pa­rece que el beso de Judas se queda en un intento (Lc 22,47-48). Pedro niega a Jesús, pero sin juramento (Lc 22,54-60), y, al narrar su arrepentimiento antes de las burlas infligidas a Jesús, el autor deja claro que Pedro es un pecador arrepen­tido y no forma parte de los que insul­tan a Jesús.

Entre las burlas a Jesús en el atrio del sumo sacerdote (Lc 22,63-64) no se mencionan los esputos ni las bofetadas de que hablan Mateo y Marcos. Y las burlas por los soldados de Pilatos son sencillamente ignoradas. La flagelación se insinúa (23,22), pero no se narra. En esta línea de delicadeza hay que notar que Lucas desconoce el grito des­garrador de Jesús en la cruz; en su lugar se encuentra una piadosa cita del Sal 31,5: "Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu".

b) Jesús inocente y paciente.

Probablemente la comunidad lucana sufre persecución por sus conciuda­danos y el autor les ofrece un modelo de paciencia y bondad. Jesús no sólo no participa en la resistencia de los discípu­los que quieren defenderle, sino que in­cluso cura la oreja al enemigo herido (Le 22,51).

La mirada de Jesús a Pedro en el atrio del sumo sacerdote (Le 22,61) no es un gesto de reproche sino de cariño, que conduce a Pedro a la conversión. Igualmente su mansedumbre en la cru­cifixión y frente a quienes le insultan, y su súplica de perdón para los enemigos que "no saben lo que hacen" (23,34) causa la conversión del buen ladrón (23,42).

En el proceso civil se recalca una y otra vez la ausencia de culpa en Jesús. Tras una primera confesión de inocencia por parte de Pilato (23,4), Jesús es en­viado a Herodes, el cual tampoco en­cuentra culpa alguna en Jesús (23,15); un último intento de claridad por parte de Pilato lleva al mismo resultado (23,22). En el calvario es el buen ladrón quien confiesa que Jesús "no ha hecho nada malo" (23,41). Finalmente, de ma­nera sorprendente, la exclamación del centurión no es, como en Mateo y Mar­cos, una confesión de fe en Jesús, sino el reconocimiento de su inocencia: "verda­deramente este hombre era justo" (23,47).

La ejemplaridad de Jesús queda fi­nalmente subrayada por su modo de afrontar la muerte. No hay un lamento frente a un Dios que se olvide de su Hi­jo, ni un grito inarticulado de desespe­ración. En lugar de los tintes de tragedia que se encuentran en los otros dos sinópticos, Lucas resalta el abandono confiado de Jesús en manos del Padre (23,46).

c) Llamada al auténtico discipulado.

En el texto lucano de la pasión hay una invitación permanente a tomar par­te en lo que está sucediendo y un repro­che enérgico y callado a quien quiera ser mero espectador; es el caso del rey Herodes, a quien Jesús ni siquiera dirige una palabra (23,9). El evangelista anticipa el "arrepen­timiento" de Pedro para que pueda se­guir los acontecimientos desde la acti­tud correcta de pecador convertido. Y las mujeres de Jerusalén participan en la pasión con su llanto y lamento, y escuchando la recomendación del Maestro (23,27-31).

Al mencionar a Simón de Cirene, el evangelista omite que le "forzasen" (cf. Me 15,21; Mt 27,32), y le presenta "lle­vando la cruz detrás de Jesús" (Le 23,26) como auténtico discípulo (cf. Le 9,23; 14,27). Finalmente, los que vuelven del calvario se dan golpes de pecho (23,48), la clásica señal de conversión. Con ello el evangelista dice al lector que no se puede permanecer indiferente ante lo que se acaba de contemplar, sino que debe captarse una llamada al cambio de vida.

JUAN, O LA MAJESTAD DEL AJUSTICIADO

El cuarto evangelio, aun más que los sinópticos, está transido de la fe en la gloría de Jesús, el Hijo de Dios. Esto da a la narración de la pasión un tono muy peculiar, de modo que el Jesús pa­ciente es simultáneamente el Jesús resu­citado, con un cierto peligro de encubrir su verdadera humanidad. La lejana afir­mación "nadie me quita la vida, sino que yo la doy; tengo poder para darla y poder para recuperarla" (Jn 10,18) está presente a lo largo de todo el proceso y ejecución.

a) Jesús vive la pasión como «Señor».

Al inicio de la pasión en Getsemaní ya se afirma que "Jesús conoce todo lo que va a venir sobre él" (18,4). Y en la discusión acerca de quién debe juzgarle (18,31), aparece igualmente su sobera­nía sobre cuanto sucede: él había indi­cado previamente que tenía que ser "le­vantado en alto" (cf.3,14; 8,28; 12,34); ahora se cumple su pa­labra al respecto (18,32). La pasión es designada frecuentemente por Je­sús como "su hora", hora que se define como la de su glorificación (12,23: "ha llegado la hora de que sea glorifi­cado…"; 17,1: "ha llega­do la hora; glorifica a tu Hijo…").

El cuarto evangelio está transido de la fe en la gloria de Jesús, lo que da a la narración de la pasión un tono muy peculiar, de modo que el Jesús paciente es simultáneamente el Jesús resucitado.

Todavía en Getse­maní, ante quienes vienen a prenderle, pronuncia Jesús su tri­ple "yo soy", el nombre de Dios en Ex 3,14; al oír este nombre los presentes retroceden y caen por tierra.

Jesús aparece como el director del drama representado, de modo que sólo se atreven a prenderle una vez que él ha expresado su decisión de "beber el cáliz" (18,11), y todo concluye cuando él da la orden de ’bajar el telón’: "está cumplido" (19,30).

b) Jesús es Rey y Juez.

En el cuarto evangelio tiene una es­pecial extensión el proceso ante Pilato (18,28-19,16). Algunos lo dividen en sie­te cuadros, según los movimientos de entrada y salida de Pilato. El interroga­torio versa sobre la realeza de Jesús: hasta nueve veces aparece en este epi­sodio la Palabra basiléus (=rey). Como en los otros evangelios, Jesús recibe una corona y un manto rojo (19,2), símbolos regios con los que es presentado al pue­blo (19,5) y de los que -a diferencia de los sinópticos- ya no se le despojará.

Al final de esta comparecencia, Pi­lato mismo hace que Jesús se siente so­lemnemente en el tribunal (19,13), con lo que el evangelista subraya su catego­ría de juez. La escena se corona medían­te la presentación inconfundible de Je­sús al pueblo: "aquí tenéis a vuestro Rey" (19,15).

La discusión sobre la realeza de Je­sús reaparece en relación con el título de la cruz, rechazado por los judíos pero declarado intocable por Pilato: "lo escri­to escrito está" (19,22). Y, para que no quede duda respecto de la universalidad de dicho reinado, se hace notar que to­dos pueden leer el letre­ro por estar en las tres lenguas entonces usadas en Palestina (19,20).

c) Jesús Cordero Pascual, testigo, «alter ego» del Padre.

Un viejo problema de datación de la muer­te de Jesús reside en la diferencia entre Juan y los sinópticos; mientras que, según éstos, Jesús cena con sus discípulos el cordero pascual un día antes de morir, el cuarto evangelista hace que la muerte de Jesús sea simul­tánea con el sacrificio de los corderos (cf. Jn 18,28). Esta identificación de Je­sús con el cordero el autor la lleva ade­lante aplicándole el texto de Ex 12,46: "no le quebrarán ningún hueso", texto originariamente referido al cordero pas­cual y ahora a Jesús en la cruz.

El sumo sacerdote interroga a Jesús por su doctrina (18,19), y Jesús se maní-fiesta como revelador universal: ha ha­blado al mundo, y en especial a los judí­os en la sinagoga y en el templo. El re­chazo de ese testimonio por los judíos se manifiesta en la bofetada infligida a Jesús. A pesar de ello, él reafirma ante Pilato su condición de "testigo de la verdad" (18,37).

Pero la verdad que Jesús manifiesta es el Padre; su "ser la verdad" (14,6), es transparentar a Dios (14,9: "quien me ha visto ha visto al Padre"). Por ello, la lan­zada en el costado de Jesús (19,34) es el cumplimiento de la profecía de Yahvé sobre sí mismo en Zac 12,10; "me mira­rán a mí, a quien traspasaron"; traspasar a Jesús es traspasar al Padre.

d) Jesús crucificado, vida de la Iglesia.

Es frecuente en el cuarto evangelio la simbolización de los sucesos de la vi­da de Jesús en orden a fundamentar los sacramentos de la iglesia. La afirmación de que, por la lanzada, brotan sangre y agua del costado de Jesús es una muy probable referencia a los sacramentos del bautismo (agua) y eucaristía (san­gre). Los Santos Padres veían en Cristo muerto en la cruz el antitípo de Adán dormido, de cuyo costado nació su es­posa Eva; ahora es la iglesia esposa la que nace del costado de Cristo.

También son muy del gusto del i evangelista las expresiones de doble sentido, de las que nos ofrece una muy bella en Jn 19,30: "inclinando la cabeza entregó el Espíritu". El ’expirar’ de Jesús es simultáneamente el primer Pentecos­tés; Jesús ya ha sido "levantado en alto" (cf. Jn 3,14), es decir, exaltado y gloríficado; por ello ya hay Espíritu para la Iglesia (cf. Jn 7,39).

Severiano Blanco es profesor de Sagrada Escritura ITVR y la Universidad Pontificia de Comillas

    

¡No hay eventos!

Destacados