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La Vírgen María junto a la cruz del Señor

Pablo Largo, cmf -

El 18 de febrero de este año 2015 comenzaba el itinerario cuaresmal. Avanzamos en él como Jesús avanzaba camino de Jerusalén. Deseamos que, en las jornadas de esta vía, nos acompañe la maestra de dolores, la mujer fuerte, la compañera del Redentor, la que cooperó a nuestra vida. Para acompasarnos con ella en esta senda hemos seleccionado el formulario 11 de las Misas de la Virgen María, titulado La Virgen María junto a la cruz del Señor. El formulario 12 lleva este mismo título, pero se concentra más en los dolores de la Madre del Señor y parece desplegar menos aspectos que el número 11.

Junto a la cruz de Jesús

Refiere José Luis Segovia que en la UVT de la Maternidad del Hospital de la Paz (Madrid) una docena de recién nacidos pugnaba por vivir, taladrados a pinchazos y llenos de gomas y tubos. Dos bebés, muy malitos, estaban en el mismo box, severamente aislados. Al otro lado de una mampara transparente, una mujer joven montaba guardia permanente a la cabecera de su niño. Las enfermeras la invitaban a retirarse: su presencia era inútil e innecesaria. Ella replicaba, con convicción y dulzura: «No me importa si es útil ni si es necesario. Aunque mi presencia no baje ni una décima de fiebre de mi bebé, solo por ese instante maravilloso en que abre sus ojitos y su mirada se cruza con la mía, solo por ese fugaz momento repleto de tanta intensidad, merecerá la pena».

Del Hospital nos desplazamos al Calvario. Una mujer, no tan joven, monta guardia junto a su Hijo que, taladrado de clavos, agoniza en una cruz. Los artistas la representan erguida y alzando la mirada al Hijo y Jn 19,26 dice que Jesús ve a su madre y cerca al discípulo que tanto quería (evangelio). En esta escena contemplamos a María como la Virgen dolorosa que permanece inmóvil junto a la cruz del Hijo moribundo (oración colecta).

Él, por más que la ame, no le ahorra este dolor. María es su madre para el tiempo y para la eternidad, porque los dones de Dios son irrevocables. Intuimos que, si no la asociara a su pasión, renegaría en cierto modo de su condición de hijo y le negaría a la madre (y discípula) su mayor grandeza: la de acompañarlo en su prueba final. Todo lo que día puede hacer es estar y mirar al Hijo: no le mermará un ápice su dolor atroz, su tormento infinito; pero está junto al patíbulo y mira al Crucificado, con una presencia enteriza y una mirada transida de infinita pena: «¡Sufre profundamente con su Unigénito y se une con ánimo materno a su sacrificio» (LG 58).

Nueva maternidad  

No es, el de María, un dolor estéril. Es la compañera del Redentor, la nueva Eva, la mujer que en esta “hora”, la hora de Jesús, contribuye a la vida (prefacio). No se repliega en su yo, tan hondamente herido (cf. Lc 2,35), no cede a un impulso de salvaguarda o de amarga y resentida malquerencia; no es como la sensitiva que, con solo tocarla, se retrae y dobla la pequeña rama principal ni es como las plantas que contienen fuertes tóxicos.

Acoge la dedaradón solemne de Jesús («Mujer, ahí tienes a tu hijo»: evangelio) y desvía la mirada, cargada ahora de expresividad materna, hacia el discípulo amado. La nueva Eva se abre al don de una nueva maternidad y se parece a Sión Madre, a la que saludan los pueblos didendo: «Todas mis fuentes están en ti», pues «recibe con amor materno a los hombres dispersos, reunidos por la muerte de Cristo» (preñado). ¿Qué más cabe pedir en la vida que ser recibido como ella recibe? Basta recordar que «toda la diferencia que existe en d mundo no es más que la diferencia entre ser bien recibido o mal recibido» (R. Laing).

La madre del Señor aparece aquí como el primer miembro del cuerpo de Cristo al que le toca completar lo que falta a las tribuladones de Cristo en su propia came y lo hace a favor de este cuerpo que es la Iglesia (antífona de comunión; cf. Col 1,24). Nada la separa del amor de Cristo y del amor a Cristo y a su cuerpo edesial: ni la aflicción, ni la angustia, ni la persecución, ni el peligro, ni la espada que le atraviesa el alma (cf. Lc 2,35). En todo esto sale victoriosa por Aquel que la amó (primera lectura: Rom 8,35ss.).

El testimonio de Pablo es un buen referente para entender la actitud de Maria: el apóstol afrontó muchas penalidades, fue azotado, conoció la aflicción, la angustia, la persecución, el hambre, la desnudez, variados peligros en los más variados lugares (primera lectura; 1 Cor 11,26). Y cargó con todos esos sufrimientos a favor del cuerpo de Cristo, que es la Iglesia. De esta suerte reprodujo en su propia vida el itinerario de Jesús. Quería conocerlo, experimentar el poder de su resurrección, tener parte en sus padecimientos (Flp 3,10).

Modelo de la Iglesia y de los fieles         

El dolor y el sufrimiento son un lote que no se ahorra al cristiano: la vida de los miembros de Cristo está afectada por «infinitas penas» (oración colecta). Los redimidos, al tener los ojos fijos en Jesús y al contemplar a María junto a su cruz, pedimos el don del Espíritu, que inunda con su amor el mundo entero (oración después de la comunión); con este don podemos atrevemos a desear completar lo que falta a las tribulaciones de Cristo en nuestro camino personal y comunitario y a hacerlo a favor de la Iglesia.

Poniendo los ojos en los hermanos que sufren, ¿qué podemos pedir a Dios sino permanecer junto a ellos para darles consuelo y amor (oración colecta)? La madre de Jesús nos lo enseña con su doble gesto de presencia y de mirada. No hacen falta muchas palabras ante quien padece, quizá ninguna; porque fácilmente cansan y aturden. Quizá basta la mirada, como la que cruza la joven madre con su niño, como la que la madre del Crucificado dirige a su Hijo.«Todo es según el dolor con que se mira», sugería Mario Benedeti.

 


Publicado en la revista "Iris de Paz"

    
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