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La Vírgen María del Cenáculo

Pablo Largo, cmf. -

La escena recordada en el número anterior de Iris nos situaba fuera de Jerusalén, en el Gólgota, donde la mirada de María se cruza con la de su Hijo, taladrado de clavos. Ahora nos acercamos al Cenáculo ya las fechas en que «los discípulos se dedicaban a la oración en común, junto con María, la madre de Jesús» (Antífona de entrada). La memoria de la Virgen del Cenáculo  se celebra en muchas diócesis y familias religiosas; entre estas señala el Misal las Hermanas de Nuestra Señora del Cenáculo, Congregación fundada por santa Teresa Couderc († 1885). Es una memoria apropiada para el tiempo pascual: recuerda la espera del don del Espíritu Santo y remite a Pentecostés, la solemnidad que cierra este tiempo litúrgico.

La espera

Los Once, las mujeres, María y los hermanos de Jesús se hallan en el Cenáculo, el piso superior en que Jesús había celebrado la Última Cena con los discípulos (cf. Lc 22,12) y en el que se aparece resucitado al grupo (cf. Lc 24,36 ss.). Tras la Ascensión, todos ellos perseveran en la oración (Hch 1,14).

María pertenece a Israel, el «pueblo de la esperanza». Toda espera tiene por objeto una realidad futura, que no está todavía en nuestras manos. Toda espera indica cierta tensión: la del criado que aguarda la llegada de su señor que viene de la boda (cf. Lc 12,25 ss.); la de la madre que anticipa en el corazón la hora de dar a luz (cf. Lc 2,6); la del pequeño que cuenta expectante los días que faltan para su cumpleaños; la del paciente que, con ansiedad, acude a conocer el resultado de unas pruebas. Toda buena espera es una espera vigilante, no arrellanada «en la pereza y sueño del pecado», y así lo fue la de la Virgen sensata (Prefacio). La espera del Don anunciado por el Resucitado será una espera orante, y tal había sido ya la de María cuando «esperó en oración la venida de Cristo» (Prefacio); esta plegaria del Cenáculo se desgranó en rezos, pues para los semitas la oración es oración vocal, y se pudo expresar en alabanza al Dios fiel, en bendición por los dones recibidos, en súplica del don nuevo prometido. En fin, toda espera de un don prometido por Dios puede y debe ser segura, serena y confiada, porque se funda en la certeza de la fidelidad de Dios a su palabra, y deberá ser tan intensa como la grandeza del don anunciado; esta es la razón por la que la Iglesia «aguarda expectante la segunda venida de Cristo» (Prefacio).

El cumplimiento

La venida de Cristo esperada en oración por María se produjo gracias al Espíritu Santo, que la cubrió con su sombra (Prefacio). Tras la Ascensión, la espera orante de María y del grupo tiene por objeto la fuerza de este mismo Espíritu (Hch 1,8), el Don prometido para los tiempos finales en que surgiría el Israel definitivo de Dios. Es el Don por antonomasia: sin él no hay Palabra de Dios ni evangelio, no hay sacramentos,  no hay ministerios ni carismas. En este Pentecostés, la gran fiesta de la alianza, el Espíritu es derramado sobre toda carne.

Esta misa de la Virgen María en el Cenáculo acentúa la oración de María y del grupo y resalta la espera (Primera lectura), pero abarca también el cumplimiento: en Pentecostés Dios colmó «de los dones del Espíritu Santo a la Virgen María en oración con los apóstoles» (Colecta); en este nacimiento del nuevo pueblo, María «es colmada de nuevo por el Don divino» (Prefacio. «De nuevo» remite a la acción del Espíritu en la Anunciación).

La comunidad

La atención de este formulario 17 se centra en María, sin olvidar al resto de la comunidad. Los discípulos se hallan reunidos en el Cenáculo, lo que ya es un primer indicador de comunidad, pues comparten un mismo espacio físico. Pero tienen mucho más en común: los ensambla una misma fe y una misma esperanza, expresadas en la oración compartida, a la que, además, se dedican asiduamente, con ánimo perseverante; la cercanía física y la oración en común expresan la fraternidad de quienes un sumario posterior dirá que «tenían una sola alma y un solo corazón» (Hch 4,32).

Aunque entre la Ascensión y Pentecostés no se haya producido aún la efusión pentecostal del Espíritu, este se halla ya presente al unir al grupo en una misma actitud de espera y al moverlo a orar: porque el anhelo es ya un don que anticipa al Don, porque los preparativos pertenecen al propio acontecimiento, porque las fiestas se conocen por sus vísperas. Si ya antes de Pentecostés había unión y perseverancia, después de Pentecostés los creyentes serán constantes en escuchar la enseñanza de los apóstoles, en la vida común, en la fracción del pan y en las oraciones (Antífona de comunión: cf. Hch 2,42). María, inserta en el grupo, aparece «fervorosa en la caridad» y es ejemplo admirable de unidad (Prefacio).

María, modelo eclesial

María es modelo también en otros aspectos: en su actitud de espera orante y vigilante es figura de la Iglesia, que aguarda la segunda venida de Cristo (Prefacio)» Orando con los apóstoles e invocando «con ruegos ardientes» al Defensor prometido, es ejemplo admirable de oración (Prefacio); es modelo de atención a la voz del Espíritu y de búsqueda de la alabanza de la gloria de Dios (Oración sobre las ofrendas); y  debemos imitarla en guardar y meditar la palabra de Dios (Aleluya; cf. Evangelio).

Pero no es únicamente modelo ni solo un recuerdo del que se evocan las lejanas escenas de la Anunciación y del Cenáculo. En dos ocasiones, en conexión con motivos propios de esta memoria litúrgica, se hace referencia ex- presa a María en su condición actual de glorificada. Ella intercede por nosotros para que perseveremos en la oración en común (Colecta) y ejerce su amparo para que trabajemos por la concordia y la paz fraterna (Poscomunión).

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Podemos tener razones para quejarnos de la vida, pero, si Jesús ha resucitado, no tenemos razón; podemos tener motivos para desalentarnos, pero, si se nos otorga y se nos promete el Espíritu, no tenemos razón. La Virgen María del Cenáculo nos educa en esta actitud siempre esperanzada.

 

 

 


Extraído de la Revista "Iris de Paz"

    
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