Son las seis. Finaliza la tarde. Los últimos rayos de luz ya se han escondido. La tierra huele. Un aroma manso la envuelve tiernamente. Es tierra austera, sufrida, campesina. Ahora los campos callan en recogimiento. Los caminos se van quedando desiertos. Los campesinos de tierra adentro, de la arena, de la chacra, de la piedra, del viento y la soledad van cesando su agitación. Hombres y mujeres vuelven al hogar, ya dejan sus fatigas y sus batallas. Llegan con el alma arrodillada, traen el penoso trajín de las faenas, el polvo del camino, sus bueyes y sus carretas, el peso de la jornada, el deber cumplido, el cuerpo gastado, la paciencia amasada, la plegaria encendida, los pies silenciosos, la palabra justa, la mirada humilde, el sudor en la frente, las manos encallecidas, el sabor a tierra madura, el deseo de encontrarse con los suyos en la mesa del pan y de la palabra, en el reparador sueño. Todos sedientos de justicia, de salud, de vida.
Todos encendidos de hermosura, transparentes, venturosos, iguales. Todos esperando el mañana para seguir haciendo camino, amasando la vida monótona, serena, pacífica.