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La Riqueza del Misterio de Dios - La Trinidad

Ron Rolheiser, omi -

 

Fue el famoso literato inglés, G.K . Chesterton, quien dijo una vez que una de las razones por las que creía él en el cristianismo era por su fe en la Trinidad. Si una persona humana hubiera ideado el cristianismo, no tendría en su mismo centro un concepto que fuera imposible de comprender o explicar: la idea de que Dios existe como uno, pero en tres personas.
 
¿Cómo entendemos la Trinidad? La verdad es que no la “entendemos”. Dios, por definición, es inefable, sobrepasa toda conceptualización, toda imaginación, todo lenguaje. La fe cristiana, al afirmar que Dios es una Trinidad, ayuda a resaltar lo rico que es el misterio de Dios y cómo nuestra experiencia de Dios es siempre más rica que nuestros conceptos y lenguaje sobre Dios.
 
Esto es ya evidente en la historia de la religión. Desde el mismísimo comienzo de la humanidad, los seres humanos han tenido siempre una experiencia de Dios y han adorado y rendido culto a Dios. Sin embargo, también desde el mismísimo comienzo, los seres humanos han tenido así mismo el sentimiento de que Dios es demasiado rico y que sobrepasa demasiado cualquier juego de categorías para ser captado en cualquier concepción humana. De ahí que muchos pueblos ancestrales fueran politeístas. Creían en muchos dioses y diosas. Experimentaban la energía divina y la necesidad de celebrarla en muchas áreas diversas de su vida, y tenían dioses y diosas para facilitar eso. Así tenían dioses y diosas para cada anhelo y cada circunstancia, desde la guerra, pasando por el crecimiento de las cosechas, por el sexo, y hasta el comprender por qué tu padre no te bendeciría. En toda circunstancia había un dios o diosa a la que pudieras recurrir.
 
Algunas veces creían en un dios supremo que finalmente gobernara a los dioses y diosas de menor categoría, pero tenían el sentimiento de que la energía divina era una realidad demasiado rica para poderse contener en un solo y único ser. Creían también que, a veces, los dioses estaban en guerra unos contra otros. Así mismo, sus dioses y diosas con frecuencia jugaban y se entremezclaban en las vidas humanas, haciendo tratos especiales con ellos, teniendo líos y aventuras con ellos, e incluso a veces teniendo hijos con ellos.
 
Muchos de los mitos más potentes nunca imaginados brotaron de la experiencia de la abrumadora riqueza de Dios y de la incapacidad de los pueblos ancestrales para conceptualizar a Dios y la actividad de Dios en muchas formas concretas. Lo que se pueda decir sobre el politeísmo y sobre mitos de tiempos remotos acerca de los dioses, sobre prácticas religiosas antiguas y sobre el increíble canon de mitología que éstas produjeron, habla de lo rica, indómita, y amplia que es (más allá de la imaginación y del lenguaje simplista) la experiencia humana de Dios. Los humanos, en tiempos remotos, creían que su experiencia apuntaba a la existencia de muchas deidades.
 
Y entonces tuvo lugar un salto gigantesco: El judaísmo, seguido pronto por el cristianismo y por el islam, introdujeron la fuerte y clara idea doctrinal de que solamente hay un Dios. Ahora toda la energía y el poder divino se percibían como procedentes de una única fuente, monoteísmo, YHWH, el Padre de Jesús, Alá. No había otros dioses y diosas.
 
Pero, a partir del momento de la resurrección de Jesús, los cristianos comenzaron a luchar con el simple monoteísmo. Creían que todavía hay un solo Dios, pero su experiencia de Dios requería que creyeran que ese Dios era de alguna manera “tres”. Dicho sencillamente, cuando Jesucristo resucitó de entre los muertos, los cristianos comenzaron inmediatamente a atribuirle divinidad, aunque sin identificarle como Dios Padre. Entendían que Jesús era Dios, pero de alguna manera diferente de Dios Padre. Además, dentro de su experiencia, sintieron todavía una tercera energía divina que no podían identificar totalmente ni con Jesús ni con Dios Padre: el Espíritu Santo.
 
 
 
 
Esta experiencia les dejó en un estado extraño y a veces lleno de perplejidad: Eran monoteístas, sólo Dios era Dios. Sin embargo, Jesús también era Dios, como lo era también el Espíritu Santo. Su experiencia de gracia y la acción de Dios en el mundo estaban reñidas con su concepción simplista del monoteísmo.
 
Dios era uno y sin embargo Dios era de algún modo tres. ¿Cómo encajar todo esto junto? El cristianismo tardó nada menos que trescientos años para llegar finalmente a una fórmula que de alguna manera rindiera honores a la riqueza de la experiencia cristiana de Dios. El Concilio de Nicea en el año 325 nos dio la fórmula del Credo que hoy profesamos: Hay un Dios en tres personas; salvo que escribieron esta fórmula en griego y las palabras allí afirman literalmente que “Dios es una sustancia en tres relaciones subsistentes”.
Se supone que esa fórmula no nos proporciona perfecta claridad. Ninguna fórmula puede captar jamás la realidad de Dios, porque Dios es demasiado rico para poder ser encapsulado nunca, ni con mediana suficiencia, por la imaginación, el pensamiento y la palabra. El Dios que el ateísmo rechaza es precisamente un Dios conceptualizado, un Dios encapsulado en un cuadro. Al fin, el ateísmo es menos fiel a la experiencia humana que el politeísmo, que percibe la deidad -dioses y diosas-, con mayor acierto, escondido debajo de cada roca.
 
¿A qué nos convoca esto?
 
A humildad. Todos nosotros, tanto creyentes como ateos, tenemos que ser más humildes en nuestro lenguaje sobre Dios. Es necesario que la idea de Dios ensanche la imaginación humana, no que la encoja. Nuestra experiencia actual de Dios, como para el politeísmo antiguo, está carcomiendo para siempre todas las concepciones simplistas de Dios. ¡Gracias a Dios, por la complejidad de la doctrina de la Trinidad! 
 
Traducido por: Carmelo Astiz, cmf
    
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