Hace algunos años, durante una conferencia en nuestra escuela, un joven sacerdote de Quebec, Pierre-Olivier Tremblay, compartió una historia más o menos con estas palabras:
Pasé varios años trabajando con jóvenes, y algo que observé en muchos de ellos fue lo siguiente: eran jóvenes llenos de energía, con sueños, con esperanzas… una energía que era un placer contagiarse. Sin embargo, a pesar de esa vitalidad, pocos irradiaban verdadera esperanza. Y eso era porque les faltaba una historia mayor que diera sentido a sus vidas. Solo tenían sus propias historias personales, y mientras todo iba bien, se sentían en la cima. Pero cuando algo se torcía —una ruptura amorosa, la muerte de alguien querido, una enfermedad seria— no tenían dónde agarrarse. No sabían cómo ubicar su vida dentro de algo más grande, una historia con mayúsculas. Se entendían solo dentro de sus propias vivencias… y eso nunca es base suficiente para la esperanza.
Entonces, ¿qué es una «meta-narrativa», una historia más grande en la que necesitamos situar la nuestra? ¿Y por qué eso es clave para tener esperanza?
Veamos un ejemplo: Pierre Teilhard de Chardin fue un científico de primer nivel y, al mismo tiempo, un místico cristiano. Su objetivo, tanto como hombre de ciencia como de fe, era construir una visión teológica que uniera en una sola imagen armoniosa el sentido divino en la evolución del cosmos y el sentido divino en la encarnación de Dios en Jesús.
Y logró expresar esa visión: una que permitía a un cristiano integrar de forma coherente las teorías científicas sobre el origen del universo, la evolución a lo largo de 15 mil millones de años, el papel de Cristo en la historia y cómo, al final, la historia del cosmos y la historia de la fe se unirán. Así lo canta el himno en la Carta a los Efesios: que, al llegar la plenitud de los tiempos, Dios, por medio de Cristo, reunirá todas las cosas en él. Y ese día, el bien vencerá definitivamente al mal, el amor a la división, la paz al caos, la empatía al egoísmo, la ternura a la crueldad y el perdón a la venganza.
Durante una exposición de esta visión en un congreso, un colega lo interpeló: “Tú dices que el bien al final triunfará sobre el mal… ¿pero qué pasa si destruimos el mundo con una bomba atómica? ¿Qué pasaría entonces con tu visión?” La respuesta de Teilhard fue: “Si destruimos el mundo con una bomba atómica, eso sería un retroceso de dos millones de años. Pero el bien triunfará sobre el mal, no porque yo lo desee, sino porque Dios lo ha prometido. Y con la resurrección, Dios ha demostrado que tiene el poder para cumplir esa promesa”.
Y tenía razón. Sin la resurrección, no hay garantías de nada. La mentira, la injusticia y la violencia podrían salir ganando. El caos, la crueldad y la muerte podrían tener la última palabra. Así, de hecho, parecía el panorama el día que Jesús murió.
Pero la resurrección de Jesús es la respuesta definitiva de Dios. En ella, Dios nos asegura que, sin importar cómo se vean las cosas, por mucho que el mal parezca llevar la delantera, aunque la inocencia, la bondad o la ternura parezcan frágiles o inútiles, aunque nuestro mundo vuelva una y otra vez a crucificar a Cristo, incluso si volviéramos a destruirlo todo con una bomba… aunque todo parezca perdido, el final ya está escrito. Y es un final feliz. Más que feliz: es glorioso.
La resurrección de Jesús nos asegura que, como decía Juliana de Norwich, “todo acabará bien, todo acabará bien, y cualquier cosa que exista acabará bien”.
La resurrección —que Dios haya levantado al Jesús crucificado de una forma real, cósmica y corporal, y no solo como un cambio en la conciencia de sus seguidores— no es solo la base de nuestra esperanza, sino del cristianismo mismo. Como dice san Pablo, si Cristo no ha resucitado, entonces somos los más engañados de todos. Pero si resucitó, todo en lo que creemos y todo lo que esperamos —incluido que al final triunfen el bien, el amor, la comunidad, la ternura y la alegría— está garantizado. La resurrección de Jesús, y solo ella, es el fundamento de toda esperanza, tanto para nosotros como para el universo entero.
La resurrección es la gran historia que lo abarca todo. Es dentro de esa historia donde debemos situar la nuestra. Cuando Pierre-Olivier Tremblay (que ahora es obispo en Quebec) decía que los jóvenes con los que trabajaba tenían una energía preciosa, pero casi ninguna esperanza, porque les faltaba una historia más grande en la que colocar la suya propia… se refería exactamente a esto: a la historia de la resurrección de Jesús.
Jóvenes o mayores, nuestras historias personales no son suficientes. Necesitamos comprendernos —y comprender el mundo— dentro de la gran historia de la resurrección.