La Pasión de Cristo como pasividad

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Hablamos de ese pasaje de los Evangelios que narra la vida de Jesús desde la Última Cena hasta la muerte y sepultura como una crónica de su “Pasión”. En la celebración del Viernes Santo, el lector comienza el Evangelio con las palabras “Pasión de Nuestro Señor Jesucristo según san Juan”.

La Pasión de Cristo como pasividad

¿Por qué denominamos pasión al sufrimiento que padece Jesús justamente antes de su muerte?

Por lo general, no entendemos esto correctamente. Tendemos a pensar que “pasión” se refiere aquí a sufrimientos intensos, como en el “sufrimiento apasionado”. Esto no está mal pero olvida un punto clave. Pasión viene del latín PASSIO, que significa pasividad, inactividad, absorber algo más bien que hacer algo. De aquí que la “Pasión” de Jesús se refiera a ese momento de su vida en que su significado para nosotros no es definido por lo que él estaba haciendo, sino más bien por lo que se le estaba
haciendo. ¿Qué se dice con esto?

La vida y ministerio de Jesús pueden ser divididos en dos partes diferentes: los eruditos consideran que Jesús pasó unos tres años predicando y enseñando antes de ser expuesto a la muerte. Durante casi todo ese tiempo -de hecho, durante todo él excepto el último día- fue mayormente el realizador de cosas, el jefe, el activo, enseñando, sanando, realizando milagros, dando consejos, comiendo con los pecadores, debatiendo con las autoridades de la iglesia y, generalmente, por medio de toda suerte de actividad, invitando a sus contemporáneos a la vida de Dios. Y estaba bien atareado, tan apremiado que a veces ni siquiera tenía tiempo para comer. Durante casi toda su vida pública, Jesús estuvo realizando alguna actividad.

Sin embargo, desde el momento en que salió del salón de la última cena, esa actividad se suspendió. Ya no es el que hace cosas por los demás, sino el que sufre cosas que le hacen a él. En el huerto lo arrestan, le atan las manos, lo conducen al sumo sacerdote, después a Pilato. Es golpeado, humillado, despojado de sus vestiduras y, finalmente, clavado en una cruz, donde muere. Esto constituye su “pasión”, ese momento de su vida y ministerio en que deja de ser el que actúa y pasa a ser aquel que
sufre cosas que le hacen otros.

Lo llamativo de esto es que nuestra fe nos enseña que somos salvados más por su pasión (su muerte y sufrimientos) que por toda su actividad de predicar y hacer milagros. ¿Cómo así?

Permitidme una ilustración: hace algunos años, mi hermana Helen, monja ursulina, murió de cáncer. Monja durante más de treinta años, amó mucho su vocación y fue amada en la orden. Durante casi todos esos treinta años, sirvió como madre-guarda para cientos de chicas que asistían a una academia dirigida por su orden. Amaba a esas jóvenes y era para ellas una madre, una hermana mayor y una mentora. Igualmente, durante los últimos veinte años de su vida, después de la muerte de nuestra madre, sirvió a nuestra familia con esa misma capacidad, organizándonos y manteniéndonos juntos. A lo largo de esos años, fue la activa, la consumada realizadora de cosas, aquella de quien otros esperaban que se hiciera cargo. Realizó con todo gusto su papel, nació para ello. Gozaba haciendo cosas por los demás.

Después, nueve meses antes de su muerte, el cáncer la golpeó brutalmente y pasó los últimos años de su vida postrada en cama. En ese momento, se necesitaba hacer cosas en favor de ella. Médicos, enfermeras, hermanas de su comunidad y otros se turnaron en su cuidado. Y, como sucedió a Jesús desde el momento de su arresto hasta el de su muerte, su cuerpo también fue humillado, llevado de la mano por otros, despojado, pinchado y mirado con descaro por transeúntes curiosos. Incluso, como
Jesús, murió sedienta, con un esponja sujeta a sus labios por alguna otra persona.

Esa fue su pasión. Ella, que había dedicado tantos años a hacer cosas por los demás, ahora tenía que someterse a que se hicieran cosas en favor de ella. Pero, y esto es lo importante, como Jesús, en ese periodo de su vida en que ella no era útil y ya estaba sin responsabilidades, era capaz de dar vida y sentido a otros de una manera más profunda de lo que había podido durante todos esos años en los que había estado activa y haciendo tantas cosas por los demás.

Ese es el misterio que tiene la fecundidad de la pasividad, del desamparo. Y hay una importante lección aquí; sobre todo, la potencial fecundidad de los enfermos terminales, de los discapacitados graves y los enfermos. Hay también una lección sobre la manera como podríamos entender lo que debemos dar a los demás cuando estemos enfermos, indefensos y en necesidad del cuidado de los demás.

La pasión de Jesús nos enseña que, como él, damos tanto a los demás en nuestra pasividad como en nuestras actividades. Cuando ya no estamos más a cargo, rendidos, humillados, sufriendo e incapaces incluso de dejarnos entender por nuestros seres queridos, estamos sobrellevando nuestra pasión y, como Jesús en su pasión, tenemos en eso la oportunidad de entregar nuestro amor muy profundamente.