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La "movilfobia"

Javier Castañeda, Periodista experto en Sociedad de la Información en La Vanguardia -

 

 


    La móvilfilia crece imparable a lo largo y ancho del globo. Son muchas las bondades que han llevado al teléfono móvil a erigirse como el astro-sol del SXXI, pero el celular no escapa a la máxima asiática que recuerda que no hay yin sin yang. A medida que esta herramienta digital de bolsillo inunda nuestras vidas, se incrementan los cada vez más numerosos problemas que acompañan al móvil.

    Es normal que toda tecnología tenga, al menos, una cara buena y una mala, en función del uso que se haga de la misma. Lo que supone cierta novedad, es que la propia naturaleza de ciclo corto de dicha industria, impide que los individuos puedan adaptarse a sus consecuencias. Si pensamos en el coste, es posible observar como mucha gente empieza a estar hasta el gorro del móvil.
    En primer lugar, está el coste económico: es indiscutible que el móvil ha supuesto una nueva –y a veces muy generosa- partida no sólo en las economías de las empresas, sino sobre todo en las de los particulares y propina un buen mordisco a ese ya de por sí ajustado presupuesto mensual doméstico.

    Pero más allá del coste netamente monetario, se halla el coste personal; pues para muchos el móvil supone un nuevo tipo de esclavitud. Estar permanentemente comunicado empuja al individuo a una suerte de estrés comunicacional que le mantiene en una alerta constante. Quizá convenga recordar a muchos que, al igual que la TV, el móvil tiene un interruptor y se puede apagar.

    Como otra de las principales consecuencias, cabe destacar el perfil del móvil como agente dinamizador de la "cultura de la interrupción". El otro día estaba en un restaurante y a la señora de la mesa de al lado le sonó el móvil. Le faltó tiempo para levantarse e ir a hablar afuera pero, lo que más me llamó la atención, es que al volver no paraba de pedir disculpas a todas las mesas próximas a la suya. Cuando un señor le dijo que no se preocupara, le dijo que era francesa y que estaba sorprendida por la tolerancia que había en España hacia los móviles.
Personalmente, las veces que he viajado a Francia he encontrado a gente hablando por el móvil en todas partes, pero como observador ocasional no puedo constatar si su afirmación es cierta o no; pero lo que sí puedo constatar es que aquí cada vez se interrumpen más actividades –de todo tipo- por culpa del móvil.
    Recuerdo que antaño la gente se quedaba en la oficina a última hora de la tarde para poder trabajar mejor pues sonaba menos el teléfono. A sensu contrario, ahora la concentración debe ser mínima, pues tenemos el móvil hasta en la sopa… nunca mejor dicho.

    Para terminar este breve –pero contundente- repaso que acerca cada vez a más gente a la dulce tentación de lanzar el móvil por la ventana, topamos de bruces con la dependencia. Al más puro estilo de "No sin mi móvil" cada vez más personas confiesan que sienten estados de pánico e indefensión cuando olvidan el móvil, así como también aumentan los que realizan un uso compulsivo del mismo. Sin entrar en si puede técnicamente calificarse o no de adicción –aunque algunos expertos reconocen ya este fenómeno como tal- o del tipo de supuesta adicción que sea, para mí subyace un tema latente que es clave: el control. El móvil se ha convertido para muchos en un dispositivo de control de múltiples vectores: desde los hijos o la familia, hasta la supervisión de tareas; de las redes personales o incluso de trabajos, relaciones, etc. Pero llegados a este punto, a veces no me queda muy claro quién es el controlador y quién el controlado. O lo que es lo mismo: cuesta dilucidar si la persona que hace un uso abusivo o descontrolado del móvil –aunque entiendo que resulta complicado establecer un patrón común, o esos aparentes motivos son una excusa para justificar su dependencia.

    Todo ello, en un planeta donde más de la mitad de la población mundial tiene un teléfono móvil y donde hasta los adolescentes tienen déficit de sueño por atender un aparato que revienta las cuentas del mes, la intimidad, la la concentración laboral y la conversación y que, además de crear dependencia, hace saltar por los aires la poca tranquilidad que quedaba en nuestra estancia, convertido en el perfecto espía de todos nuestros movimientos: ¿Alguien se siente capaz de poner diques al mar? Quizá hasta que seamos capaces de asimilar que "el exceso de comunicación provoca incomunicación", sigamos siendo los mismos reos cautivos tanto de "una vida con móvil", al tener que soportar todos sus inconvenientes; como de "una vida sin móvil", que ya resulta tan insoportable como inimaginable para todos aquellos que hemos sucumbido a los inconmensurables encantos de la comunicación actual.

    Pese a todo, y pese a que son legión los que cada día compran un nuevo terminal, estoy convencido de que ya muchos sufren en silencio el lado más aciago del móvil y adolecen, sin apenas ser conscientes, de móvilfobia.

    
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