La Misericordia : las 3 palabras bíblicas

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Es cierto que una exégesis no puede reducirse nunca a una mera filología. Pero también es cierto que una acertada filología puede ayudar mucho a la exégesis, pues ayuda a descubrir la significación primera y más auténtica de las palabras.

Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos.En hebreo, existen, fundamentalmente, tres palabras para expresar lo que, en sentido bíblico, se entiende por misericordia. Son tres palabras clásicas, cuyas raíces etimológicas nos revelan una gran riqueza de contenido con numerosas resonancias humanas y espirituales.

El sustantivo hen deriva del verbo hanan, que significa inclinarse. Y expresa la actitud de una persona, supuestamente mayor y más fuerte, que se inclina con bondad y cariño sobre otra -normalmente, más pequeña y más débil-, para protegerla y ayudarla. Implica un profundo sentimiento de benevolencia, de amor personal y gratuito, y un sincero deseo de prestar ayuda y protección eficaz. Es la actitud de la mamá, que con indecible cariño, se inclina sobre su bebé para manifestarle su ternura y su solicitud maternal, haciéndole sentir su cercanía y presencia, para defenderle de cualquier peligro, ampararle del frío y alentarle con su propio aliento.

El mismo verbo hanan expresa también la idea de mirar con amor: Fijar los ojos en alguien con gran cariño y, al mismo tiempo, con singular complacencia. Y, para traducir, por parte de la persona que descubre esa mirada amorosa y complacida, que se posa dulcemente sobre ella, esta maravillosa experiencia, hay una expresión bíblica original: Hallar gracia delante de uno. Noé ante Yahwé (cf Gén 6, 8); Esther ante el rey Asuero (cf Esth 5, 8); el humilde ante Dios (cf Ecc 3, 20); y, sobre todo, María ante el Señor (cf Lc 1, 30).

El ángel, después de llamar a María "llena de gracia" (cf Lc 1, 28) -como nombre propio que la ‘nombra’ y la define-, es decir, muy especialmente agraciada por Dios, colmada de la benevolencia divina, le dice: "Has hallado gracia delante de Dios" (Lc 1, 30). Que es como si le dijera: Dios, por pura iniciativa suya, te ha mirado con cariño y se ha inclinado benévolamente hacia ti con todo su amor, para colmarte de sus bendiciones y para protegerte de todo peligro. ¡Déjate mirar amorosamente por él! Reconoce y acepta esa mirada transida de inmensa ternura. Dios te ama infinitamente y con el Don de Sí mismo te transforma y te hace agradabilísima a sus ojos. Por eso, ha puesto en ti sus complacencias. Consiente activamente en ese Amor infinito.

Como advertirá Santo Tomás1, el amor de Dios no supone sino que crea y difunde la bondad y la belleza en las personas a las que gratuitamente ama. Y la persona, así ‘recreada’ en bondad y belleza por la ‘primera’ mirada de Dios, atrae una ‘segunda’ mirada, ya del todo complacida, del mismo Dios.

Quizás nadie lo haya expresado tan bien como San Juan de la Cruz:

"Cuando tú me mirabas,
su gracia en mí tus ojos imprimían;
por eso me adamabas
y en eso merecían
los míos adorar lo que en ti vían"2.

Y recuerda el Santo que es un mirar "con afecto de amor", porque "el mirar de Dios, aquí, es amar"3. Y que "por los ‘ojos’ del Esposo entiende aquí su Divinidad misericordiosa, la cual, inclinándose al alma con misericordia, imprime e infunde en ella su amor y su gracia, con que la hermosea y levanta tanto, que la hace consorte de la misma Divinidad"4. Y añade que "adamar es amar mucho; es más que amar simplemente; es como amar duplicadamente, esto es, por dos títulos o causas… Y la causa por que él la adamó de esta manera tan estrecha, dice ella en este verso que era porque él quiso con mirarla darla gracia para agradarse de ella… Porque poner Dios en el alma su gracia, es hacerla digna y capaz de su amor"5.

Y aún lo dice mejor -si cabe- en otra maravillosa estrofa del mismo Cántico espiritual:

"No quieras despreciarme,
que, si color moreno en mí hallaste,
ya bien puedes mirarme
después que me miraste,
que gracia y hermosura en mí dejaste"6.

Y comenta: "Después que él la miró la primera vez, en que la arreó con su gracia y vistió de su hermosura, que bien la puede ya mirar la segunda y más veces, aumentándole la gracia y hermosura, pues hay ya razón y causa bastante para ello en haberla mirado cuando no lo merecía ni tenía partes para ello… Mucho se agrada Dios en el alma a quien ha dado su gracia, porque en ella mora bien agradado -lo cual no hacía antes que se la diese-, y ella está con él engrandecida y honrada; y por eso es amada de él inefablemente, y la va él comunicando siempre en todos los afectos y obras de ella, más amor"7.

La oración cristiana, en su misma esencia, pudiera definirse como "dejarse mirar amorosamente por Dios". Y el pecado -el mayor pecado- pudiera definirse como "no creer en el amor de Dios" y, en consecuencia, ‘rehuir su mirada’, no dejarse mirar salvadoramente por él. ¿No es precisamente ése el mayor pecado de Judas, después de haber traicionado al Maestro, desesperándose por haber desconfiado de su misericordia? (cf Mt 27, 3-5). ¡Si se hubiera hecho el encontradizo con Jesús y se hubiera dejado mirar por él, como lo hizo Pedro (cf Lc 22, 61-62), habría descubierto en sus ojos tanto amor y tanto perdón -tan entrañable misericordia– que, en vez de ahorcarse desesperado, se hubiera convertido y hoy le reconoceríamos y veneraríamos como santo! Y, si el joven rico, a quien Jesús miró con cariño (cf Mc 10, 17-22), en vez de bajar la vista, mirándose a sí mismo y mirando sus muchas riquezas, hubiera mirado a los ojos de Jesús, habría encontrado tanto amor y tanta fortaleza en aquella mirada amorosa, que no le hubiera costado gran cosa renunciar a todos los bienes para seguirle decididamente. Y ahora conoceríamos su nombre y sería de verdad un santo. En cambio, por haber rehuido la mirada de Jesús, hoy le desconocemos totalmente y sólo sabemos de él que fue un cobarde.

¡Si, incluso después de nuestro pecado, nos dejamos mirar por Jesús, confiando infinitamente en su infinita misericordia, su mirada nos salvará, sin posible duda!

La palabra hesed, que es la que más normalmente traducen los LXX y la Vulgata por misericordia, está pasando ya -en su original hebreo- a nuestro vocabulario teológico y espiritual. Es una palabra que desborda el contenido y las resonancias que para nosotros tiene la palabra -latina y española- misericordia. ¿No sería preferible explicarla, desde su primer sentido etimológico, comentando los matices más profundos que contiene, y dejarla sin traducir?

Esta palabra "designa la totalidad de deberes que incumben a quienes se hallan unidos por el vínculo de la sangre, de la parentela, de la amistad, de la hospitalidad, de la alianza. El hesed lleva consigo la asistencia, la fidelidad, la lealtad, la solidaridad, el amor que se deben entre sí miembros de una comunidad"8. El hesed no es sólo un sentimiento; es también, y sobre todo, acción, bondad activa, comportamiento eficaz. Resume y condensa el conjunto de relaciones y actitudes que constituyen y definen, por ejemplo, una verdadera amistad, como la confianza recíproca, la mutua transparencia, la fidelidad a la palabra dada y al secreto, la disponibilidad incondicional, el espíritu de servicio, el amor entrañable, la total gratuidad, etc.

Aunque implique, sin duda, alguna repetición, me parece oportuno recordar aquí lo que escribí, hace mucho tiempo y en referencia a la vida comunitaria: "Hay una palabra hebrea que resulta intraducible y que viene a ser como la expresión de una actitud fundamental, de un comportamiento, más bien que una determinada virtud. Es la palabra hesed. Y se encuentra repetidamente en la Biblia. Sobre todo, en los salmos. Y quiere expresar y definir el comporta­miento que debería ser normal entre dos o más personas unidas entre sí por un vínculo: parentesco, amistad, alianza. Expresa, a la vez, la idea de fidelidad, de exactitud en el cumplimiento de los mutuos deberes o de los compromisos contraídos, y un sentimiento de profunda cordialidad. No se trata de una fría y calculada exactitud en el cumplimiento de las cláusulas de un contrato, sino de una fidelidad exquisita, impregnada de amor. Es la fidelidad mutua que exige una verdadera amistad. Entre los miembros de una comunidad religiosa, "congregada como verdadera familia en el nombre del Señor" (PC 15), debe existir ese hesed bíblico, que implica amor entrañable, comprensión, servicialidad, respeto mutuo, confianza y fidelidad. Sólo así será testimonio del reino de los cielos y como un ‘enclave’ de la comunión de amor del reino consumado"9.

El vocablo rahamim es el plural del sustantivo raham, que significa exactamente seno materno. La traducción literal sería entrañas maternales. Pone de relieve esta palabra el carácter ‘entrañable’, ‘maternal’ y hasta ‘femenino’ del amor misericordioso de Dios. ¿No se ha comparado él mismo a una madre, que lleva a su hijo en las entrañas? (cf Is 49, 15).

Es conocida la afirmación de Juan Pablo I: "Somos, por parte de Dios, objeto de un amor insuperable. Lo sabemos: El tiene siempre los ojos abiertos sobre nosotros, incluso cuando nos parece que es de noche. El es Papá; más aún, es Madre. No quiere hacernos mal. Sólo quiere hacernos bien a todos. Y los hijos, si están enfermos, tienen más motivos para que la madre les ame"10.

Juan Pablo II, hablando de la mujer consagrada, en la exhortación apostólica postsinodal (25-3-1996), ha escrito estas palabras: "Las mujeres consagradas están llamadas a ser de una manera especial, y a través de su dedicación vivida con plenitud y con alegría, un signo de la ternura de Dios hacia el género humano" (VC 57).

Las tres palabras –hen, hesed, rahamim-, y por este mismo orden, se encuentran justamente en el primer versículo del salmo 50, conocido con el nombre de ‘miserere‘. Las traducciones de los distintos autores, todas diversas, revelan la riqueza y variedad de contenido de esos mismos vocablos.

Juan Pablo II, en la encíclica Dives in misericordia, del 30 de noviembre de 1980, en una larga nota (n. 52) se detiene en el análisis filológico de las palabras hesed y rahamim:

"Ante todo está el término hesed, que indica una actitud profunda de bondad. Cuando esta actitud se da entre dos hombres, éstos son no solamente benévolos el uno con el otro, sino al mismo tiempo recíprocamente fieles en virtud de un compromiso interior, por tanto, también en virtud de una fidelidad hacia sí mismos. Si además hesed significa también gracia o amor, esto es precisamente en base a tal fidelidad… Su aspecto más profundo:…amor que da, amor más fuerte que la traición, gracia más fuerte que el pecado… El segundo vocablo, que en la terminología del antiguo testamento sirve para definir la misericordia, es rahamim… Rahamim, ya en su raíz, denota el amor de la madre (raham = regazo materno). Desde el vínculo más profundo y originario, mejor, desde la unidad que liga a la madre con el niño, brota una relación particular con él, un amor particular. Se puede decir que este amor es totalmente gratuito, no fruto de mérito, y que bajo este aspecto constituye una necesidad interior: es una exigencia del corazón. Es una variante casi femenina de la fidelidad masculina a sí mismo, expresada en el hesed. Sobre este trasfondo psicológico, rahamim engendra una escala de sentimientos, entre los que están la bondad y la ternura, la paciencia y la comprensión, es decir, la disposición a perdonar".

María es una expresión sacramental de la misericordia de Dios, es decir, del amor maternal con que Dios nos ama. María nos expresa el amor del Padre. En María, Dios nos ama con amor maternal. María es como un ‘sacramento’ -signo visible y eficaz- del amor que Dios nos tiene. María es un don e Dios a los hombres, es amor de Dios hacia nosotros.


  1. Cf 1,20,2: "Amor Dei est infundens et creans bonitatem in rebus"; cf 1, 23, 4; 1-2,110,1,ad 1; 3, 86,2; etc.
  2. San Juan de la Cruz, Cántico espiritual, canc. 23, en "Obras Completas", BAC, 1982, 11ª ed., p. 518.
  3. Id., ibíd., n. 3, p. 516.
  4. Id., ibíd., n. 4, pp. 516-517.
  5. Id., ibíd., n. 5, p. 517.
  6. Id., ibíd., canc. 24, p. 518.
  7. Id. ibíd., nn. 3 y 7, pp. 518-519.
  8. P. Van Imschoot, Teología del Antiguo Testamento, Madrid, 1969, p. 102.
  9. Severino-María Alonso, C.M.F., La vida consagrada, Madrid, 1992, 10ª ed., p. 403. Estas palabras las escribí ya el año 1973 (Cf ib., Madrid, 1973, 1ª ed., p. 316).
  10. Juan Pablo I, Angelus, 10 de septiembre de 1978: Insegna­­­­­­menti di Giovanni Paolo I, Città del Vaticano, 1979, pp. 61 s.

    

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