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La llegada de refugiados, antiguos y nuevos

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) -

La congregación religiosa a la que pertenezco, los Misioneros Oblatos de María Inmaculada, ha tenido una larga relación con los pueblos indígenas de Norteamérica. Por supuesto, esa relación no siempre ha estado libre de sus negligencias por nuestra parte, pero ha sido mantenida, constante a través de más de ciento cincuenta años. Escribo esto desde los archivos de esa historia.

A mediados del siglo XIX, un grupo de jóvenes Oblatos marchó de Francia a trabajar con los pueblos nativos de Oregon y del Estado de Washington. Dados los medios de desplazamiento que había en ese tiempo -particularmente el desafío de cruzar todos los Estados Unidos, mucho de eso a lomos de caballo- les costó casi un año viajar desde Marsella a la costa de Oregon. En ese grupo estaba un joven misionero, Charles Pandosy.

En el verano de 1854, el Gobernador Stevens había convocado un encuentro de jefes nativos que debía celebrarse en Walla Walla para tratar de la tensión entre el gobierno de USA y los nativos. Una de las tribus estaba obstinadamente rebelde, los Yakima, una tribu dirigida por su jefe Kamiakin, con el que los Oblatos y el P. Pandosy habían estado trabajando. En un momento, el jefe Kamiakin se dirigió a Pandosy para pedirle consejo.

En una carta escrita a nuestro Fundador en Francia, san Eugenio de Mazenod, fechada el 5 de junio de 1854, el P. Pandosy resumió su conversación con el jefe de los Yakima. No sabiendo qué trazas tenía Europa e ignorando cuánta gente vivía allí o qué fuerzas estaban guiando a la gente a venir a Norteamérica, el jefe nativo había preguntado al P. Pandosy cuántos hombres blancos había y cuándo dejarían de venir, creyendo ingenuamente que no podría ser que quedaran por venir muchos de ellos.

En su carta, el P. Pandosy cuenta, literalmente, parte de su conversación con Kamiakim: “Es como me temía. Los blancos tomarán vuestro país como han tomado otros países de los indios. Yo vine de la tierra de los blancos hasta el este, donde la gente es más recia que la hierba de las colinas. Donde ahora hay sólo unos pocos aquí, otros vendrán cada año hasta que vuestro país será invadido con ellos… vosotros y vuestras tierras seréis tomados, y  vuestras gentes sacadas de sus hogares. Ha sido así con otras tribus; será así con vosotros. Podéis luchar y aplazar durante un tiempo esta invasión, pero no podéis impedirla. He vivido muchos veranos con vosotros y bautizado en la fe a un gran número de vuestra gente. He aprendido a  amaros. No puedo aconsejaros ni ayudaros. Ojalá pudiera”.

¿Suena familiar? Uno no tiene que forzar ninguna lógica para ver hoy un  paralelo a la situación, cuando millones de refugiados se agolpan en las fronteras de los Estados Unidos, de Canadá y de buen número de Europa, buscando entrar en estos países. Como el jefe Kamiakin, nosotros, que estamos viviendo en esos países y los consideramos apasionadamente “propios” nuestros, estamos muy ignorantes de cuánta gente está buscando venir aquí, qué presiones los está trayendo aquí y cuándo parará la aparente afluencia sin fin de la gente. También, como esas tribus indígenas que entonces tuvieron de nuevo sus vidas irrevocablemente alteradas  por  nosotros al entrar a su país, nosotros tendemos también a sentir esto una  invasión ilícita e injusta, y somos reacios a permitir a estos pueblos compartir nuestra tierra y nuestras ciudades con nosotros.

Cuando la gente vino al principio de Europa a América del Norte y del Sur, vinieron por diferentes razones. Algunos estaban huyendo de persecución religiosa, otros estaban buscando una salida de la pobreza y del hambre, otros venían a trabajar para mandar dinero con el fin de mantener a sus familias, otros eran médicos o clérigos que venían a atender a los demás, y, sí, otros también eran criminales dispuestos al crimen.

Parecería que no ha cambiado mucho, excepto que el zapato está ahora en el otro pie. Nosotros, originariamente invasores, somos ahora las tribus indígenas, solícitas y protectoras de lo que consideramos justamente nuestro, temerosos de los forasteros, la mayoría sin saber por qué vienen.

Este no es solamente el caso de Norteamérica; la mayor parte de Europa está experimentando exactamente las mismas presiones, excepto que en su caso han tenido un tiempo más largo para olvidar cómo sus antepasados vinieron una vez de otro lugar y la mayoría desalojó a los pueblos indígenas que ya estaban allí.
Se admite que esto no es fácil de resolver, ni política ni moralmente: Ningún país puede simplemente abrir sus fronteras indiscriminadamente a todos los que quieren entrar; y, aun así, nuestras escrituras, judías y cristianas, están inequívocamente en afirmar que la tierra pertenece a todos y que todos los pueblos tienen el mismo derecho a la creación, que vio Dios que era buena. Ese imperativo moral puede parecer injusto y utópico; pero ¿cómo justificamos el hecho de que desalojemos a otros para construir nuestras vidas aquí, y en cambio ahora encontremos injusto que otros nos estén haciendo lo mismo a nosotros?

Mirando la crisis de los refugiados en el mundo actualmente, uno ve que lo que te fue a ti al fin me viene a mí.  

    
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