La espiritualidad de Eugene de Mazenod

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Durante los años en que he estado escribiendo esta columna, en raras ocasiones he mencionado el hecho de pertenecer a una congregación religiosa, los Misioneros Oblatos de María Inmaculada. Esa omisión no es una evasión, dado que ser un Oblato de María Inmaculada es algo de lo que estoy no poco orgulloso. Aun así, raramente doy publicidad al hecho de que soy sacerdote y miembro de una congregación religiosa, porque creo que, cuanto escribo aquí y en otras partes, necesita cimentarse sobre cosas que están más allá de los títulos.

En esta columna, sin embargo, quiero hablar sobre el fundador de los Misioneros Oblatos de María Inmaculada, san Eugenio de Macenod, porque lo que él tenía que decir sobre el discipulado cristiano y la espiritualidad es algo de valor e importancia para todos, al igual que el legado que nos han transmitido otros grandes fundadores religiosos como Bernardo, Francisco, Domingo, Ángela Merici, Ignacio de Loyola, Vicente de Paul y otros.

San Eugenio de Mazenod fue un obispo francés de origen aristocrático que algunos mitos populares identifican como el obispo de Los Miserables. Era un hombre cuya personalidad tendía algo naturalmente hacia lo austero, lo introvertido, lo muy tendente al interior, lo místico y lo inquebrantable. No era el tipo de personas a quien la mayoría de la gente elegiría como su primera opción para una ligera conversación en una comida, pero era el tipo de persona que frecuentemente resulta primera opción de Dios para fundar una congregación religiosa.

Soren Kierkegaard aseguró una vez que ser santo es querer la única cosa. Eugenio de Mazenod hizo claramente eso y, en su caso, esa única cosa poseía algunos aspectos que, tomados conjuntamente, forman el fundamento de una espiritualidad muy rica y equilibrada, una que da énfasis a algunos aspectos sobresalientes del discipulado cristiano que, con frecuencia, hoy son desatendidos.

¿Qué modeló la espiritualidad de Eugenio de Mazenod y el carisma que nos legó?

Primero: dio énfasis a la comunidad. Para él, una vida digna de ser vivida es no sólo la de realización personal, fidelidad o incluso grandeza; es la vida que se asocia al poder inherente a la comunidad. Creía firmemente en el principio: lo que soñamos solos continúa siendo un sueño; lo que soñamos con otros puede llegar a ser una realidad. En su opinión, la compasión sólo se hace efectiva cuando llega a ser colectiva, cuando brota de un grupo más bien que de un solo individuo. Creía que, por tu cuenta, puedes llamar la atención, pero eres incapaz de marcar la diferencia. Fundó una congregación religiosa porque creía profundamente en esto.

A pesar de todos los problemas que hoy confrontan al mundo y a la Iglesia, si alguien la preguntara: “¿Cuál es la única cosa que yo podría hacer para marcar la diferencia?”, él respondería: “Júntate con otros que aprecian sinceramente la comunidad, en torno a la persona de Cristo. Tú solo no puedes salvar el mundo. ¡Juntos sí, podemos!”

Segundo: él creía que una sana espiritualidad realiza un matrimonio entre contemplación y justicia. Juzgada a la luz de nuestras sensibilidades contemporáneas, su expresión exacta de esto quizás sea hoy lingüísticamente ruda, pero su principio básico es perennemente válido: solamente una acción que brote de una vida que esté enraizada en la oración y la interioridad profunda será verdaderamente profética y efectiva. A la inversa, toda oración verdadera e interioridad genuina irrumpirá en acción, especialmente en acción a favor de la justicia y los pobres.

Tercero: en su propia vida y en la espiritualidad que proyectó para su comunidad religiosa, hizo una fuerte opción preferencial en favor de los pobres. Hizo esto no porque fuera lo políticamente correcto, sino porque era lo correcto; el Evangelio demanda esto, y esto es no-negociable. Su creencia era simple y clara: como cristianos, somos llamados a estar y trabajar con aquellos con los que nadie más quiere estar ni trabajar. Para él, ninguna enseñanza o acción que no sea buena noticia para los pobres puede alegar que está hablando en el nombre de Jesús o de las Escrituras.

Cuarto: él colocó todo esto bajo el patronazgo de la madre de Jesús, María, a la que ve como abogada en favor de los pobres. Reconoció que los pobres recurren a ella, ya que es ella quien proclama el Magnificat.

Finalmente: en su propia vida y en el ideal que proyectó, juntó dos tendencias aparentemente contradictorias: un profundo amor por la Iglesia institucional y la capacidad de desafiarla proféticamente al mismo tiempo. Amaba a la Iglesia, creía que era la causa más noble por la que uno podía morir; pero, a la vez, no tenía miedo de señalar públicamente las faltas de la Iglesia ni admitir que la Iglesia necesita constante desafío y autocrítica… ¡y estaba deseando ofrecerlas!

Su personalidad era muy diferente de la mía. Dudo de que él y yo congeniáramos espontáneamente. Pero eso es incidental. Estoy orgulloso de su legado, orgulloso de ser uno de sus hijos y suficientemente convencido de su espiritualidad para entregar mi vida por ella.