La Desaparición de las Raíces

24 de septiembre de 2013
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Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos."El hogar es por donde empezamos." T.S. Eliot escribió y describe una experiencia que se puede sentir tanto como libertad y como un dolor de corazón. Cito mi propio caso:

Crecí en las praderas canadienses en la segunda generación de una comunidad de inmigrantes. Mis abuelos habían sido los primeros pobladores de la región y todo lo que construyeron, desde sus casas hasta sus escuelas, se entiende que se construyeron con lo que ellos podían costear, y las situaron a lo largo de carreteras y ferrocarriles a los que podrían tener acceso.  Hicieron lo mejor que pudieron con lo que tenían y no tenían el lujo de construir teniendo en mente una permanencia a largo plazo.

Por lo tanto muchos de los edificios que me rodeaban cuando era un niño, ya han desaparecido: La escuela primaria a la cual asistí se cerró cuando todavía estaba estudiando allí. Tanto el edificio como los jardines de la escuela hace tiempo han desaparecido. Ahora crecen allí campos de trigo y nadie podría deducir con facilidad que una vez existió una escuela en ese lugar. Lo mismo puede decirse de la escuela secundaria a la cual asistí. Ésta también ha desaparecido, los edificios y los terrenos han sido sustituidos por campos de cereales. De hecho, todo el pueblo en ese lugar ha desaparecido.

Después de la secundaria, viví sucesivamente en dos seminarios y éstos también sufrieron la misma suerte, ambos estuvieron vacíos durante varios años y luego fueron destruidos por el fuego. El colegio teológico donde enseñé los primeros 15 años de mi sacerdocio fue demolido para dar lugar a una nueva autopista y ahora éstos operan en  edificios nuevos  en un sitio totalmente diferente. La hacienda en la que crecí todavía funciona, aunque la casa donde crecí está abandonada y los campos alquilados. Nadie de mi familia vive allí. Quizá es simbólico que el único edificio que todavía está en uso desde mis primeros años es la iglesia donde yo rezaba cuando era niño. Cualquier otro edificio de mi juventud, de mi  adolescencia y del comienzo de la edad adulta ha desaparecido. Soy un huérfano en cuanto a los edificios que me nutrieron en mi juventud.

Sin embargo, en esto, difícilmente soy un caso único. Todos nosotros, hoy en día, de diferentes formas, somos igualmente huérfanos. Ya en 1970, Alvin Toffler, en su famoso libro, El shock del futuro, señaló cómo lo transitoriedad y lo no permanente está comenzando cada vez más a dar forma a nuestras mentalidad; cómo las cosas, las personas, los lugares, los conocimientos y las organizaciones pasan por nuestras vidas a un ritmo cada vez mayor. Y él escribió esto, mucho antes que el impacto de la tecnología de la información comenzara a reestructurar nuestras vidas de una manera tan radical. La transitoriedad y la no-permanencia que Toffler describe en 1970 se quedan cortas y son elevadas exponencialmente por la actual tecnología de información. Para los estándares de hoy en día, hace cuarenta años, en los 70, las cosas, las personas, los lugares, los conocimientos y las organizaciones, pasaban por nuestras vidas a un ritmo muy lento. Hoy en día, desaparecen de nuestras vidas algo más que esos edificios de cuando éramos jóvenes.

¿Qué hay que decir sobre esto? ¿Qué nos dice esta transitoriedad sobre nuestras vidas y nuestros tiempos? ¿Es esto bueno o malo?

Sospecho que todos estamos todavía tratando de asumir todo esto. La transitoriedad y la no-permanencia no son pecados, aunque tampoco son necesariamente virtudes. Para mí, al parecer, son un arma de doble filo, una bendición ambigua. Por el lado positivo, nos han traído una nueva libertad. Durante muchos siglos, la gente estaba demasiado aprisionada por la permanencia sofocante de las cosas, los lugares, y los conocimientos de su tiempo. Tenían estabilidad, sin embargo también petrificación. Todo se mantenía firme, y muy pocas puertas nuevas se abrían. Lo transitorio y lo no permanente en nuestra vida nos liberan de tal manera que se nos permite dejarnos nutrir y bendecir por nuestras raíces, aun cuando estemos obligados por ellas.

Sin embargo también hay un gran dolor en el fondo de todo esto. El que constantemente desaparezca lo que nos resulta familiar también puede entristecer nuestro corazón, o al menos, así debería ser.  Es saludable también regresar a visitar las casas viejas, las escuelas, los barrios, y los libros de texto que una vez que nos llenaron.  Y por lo tanto, la pérdida de las cosas y los lugares de nuestra juventud puede ser dolorosa.

Sin embargo el dolor de la transitoriedad y de la no-permanencia en nuestra vida también nos ayuda a descubrir aquellas cosas que no cambian, a saber, la fe, la esperanza y el amor.  Estas no pueden ser demolidas, reemplazadas por campos de cereales, quemadas por el fuego, expropiadas y derribadas para dar paso a una nueva autopista, o quedarse obsoletas por un nuevo software. En este mundo, nos dicen las Escrituras, no tenemos una ciudad permanente, pero estamos inseparablemente ligados a cosas que perduran para siempre.

Siglos antes de Cristo, el escritor bíblico Qohelet nos advirtió que todo en esta vida es vanidad: "Vanidad de vanidades, todo es vanidad." Sin embargo, usa la palabra "vanidad" en un sentido diferente a como la usamos hoy. Para él, ésta no hace referencia a un narcisismo psicológico o a una preocupación malsana sobre nuestra apariencia y personalidad. Por el contrario, para él, "vanidad" significa simplemente vapor, una niebla que pasa, la transitoriedad, la no-permanencia, algo que desaparece muy rápidamente.

El experimentar esa transitoriedad nos puede doler; sin embargo también puede hacer que busquemos profundizar más, en medio de lo no permanente, lo que es realmente permanente.