El mundo ha inventado su estricto código de alegría, y ha puesto un coto reservado, Sólo está permitida la alegría a unos pocos escogidos y afortunados. Los demás están excluidos; sobreviven -si es que pueden- en la pobreza y la indigencia. Pero, ¿qué pasaría si alguien, alguna vez, pudiese dar la vuelta a esta situación injusta? ¿Algún día se podrían abrir de par en par las puertas de la alegría, para que todo el mundo se alegrase? Parece imposible, suena a un sueño irreal, a una utopía engañosa. ¿Son así los sueños de Dios?

También en el Magníficat culmina el gozo de aquellos dos pobres padres, sin ningún hijo, como dos ramas secas de un árbol, sin nido: Zacarías e Isabel. Tendrán un niño -por gracia del Señor-, que será alegría para ellos, y los familiares y vecinos (Lc 1,14). María entona el canto de los pobres, es decir, de todas aquellas personas que no tienen motivo para alegrarse porque aparentemente nada tienen. Atreverse a cantar la alegría de los pobres suena a rebelión o revolución. Nada está perdido para quien es capaz de alegrarse. Los pobres del Señor sólo tienen a Dios; su tesoro, su alegría, su canto de gozo y de esperanza. Cantamos con María, nosotros, los pobres de la tierra, el canto del Magníficat y nuestras notas dispersas abrazan a muchos hermanos y hermanas pobres que comparten con nosotros lo que tenemos, sólo lo que tenemos: toda la riqueza de nuestro Dios y Salvador, que se desborda con nosotros, sus hijos del alma.




