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Invitación a la madurez – Llorando sobre Jerusalén

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) -

La madurez tiene varios niveles. La madurez básica se define como haber superado esencialmente el egoísmo instintivo con el que nacimos, de modo que nuestra motivación y acciones sean ahora determinadas por las necesidades de los demás y no sólo por las propias nuestras. Eso es lo  mínimo básico, la barra baja para la madurez. Después de eso, hay grados y niveles, dependiendo de la medida en que nuestra motivación y acciones sean altruistas más bien que egoístas.

En los Evangelios, Jesús nos invita a grados de madurez siempre más profundos, aunque a veces podamos perder la invitación porque se presenta sutilmente y no como invitación moral explícitamente expresada. Una invitación, así de sutil pero muy profunda, a un grado de madurez más elevado se da en el incidente donde Jesús llora sobre Jerusalén. ¿Qué hay en esta imagen?

Aquí está la imagen y su marco. Jesús acaba de ser rechazado, en su persona y en su mensaje, y ve claramente el dolor que la gente cargará sobre sí por ese rechazo. ¿Cuál es su reacción? ¿Reacciona de la manera en que la mayoría de nosotros lo haríamos: ¡Bueno, vete al infierno! ¡Ojalá sufras todas las consecuencias de tu propia estupidez!? No. Él llora, como un cariñoso padre que trata con un hijo díscolo; desea con todas las fibras de su ser poder salvar a sus hijos de las consecuencias de sus propias malas opciones. Siente la herida de ellos en vez de contemplar gozosamente su sufrimiento.

Existe un doble desafío aquí. Primero, hay uno personal: ¿nos alegramos cuando la gente que rechaza nuestro aviso sufre por su error, o lloramos dentro de nosotros por el dolor que han cargado sobre sí? Cuando vemos las consecuencias en las vidas de la gente por sus propias malas opciones, sea por irresponsabilidad, por indolencia, por drogas, por sexo, por aborto, por ideología, por actitudes antirreligiosas, o por mala voluntad, ¿nos alegramos cuando esas opciones empiezan a morderles viperinamente (¡Bien, lograste lo que merecías!), o lloramos por ellos, por su desgracia?

Desde luego, es raro no alegrarse cuando alguien que rechaza lo que  representamos está entonces mordido viperinamente por su propia opción obstinada. Es la manera natural de funcionar por parte del corazón, y así la empatía puede demandar un grado muy alto de madurez. Por ejemplo, durante esta pandemia Covid-19, los expertos médicos (casi sin excepción) han estado diciendo que llevemos mascarillas para proteger a los demás y a nosotros mismos. ¿Cuál es nuestra reacción espontánea cuando alguien desafía este aviso, piensa que es más inteligente que los médicos, no lleva mascarilla y entonces contrae el virus? ¿Nos alegramos secretamente en la catártica satisfacción de que contrajo lo que merecía, o, metafóricamente, “lloramos sobre Jerusalén”?

Más allá del desafío a todos nosotros a movernos hacia un nivel más alto de madurez, esta imagen contiene también un importante desafío pastoral para la iglesia. ¿De qué manera vemos nosotros, como iglesia, un mundo secularizado que ha rechazado muchas de nuestras creencias y valores? Cuando vemos las consecuencias que el mundo está pagando por esto ¿nos alegramos o simpatizamos? ¿Vemos el mundo secularizado, con todos los problemas que está acarreando sobre sí por su rechazo de algunos valores del Evangelio, como un adversario (alguien del que necesitamos protegernos), o como nuestro propio niño que sufre? Si eres un padre o abuelo que está padeciendo por un hijo o nieto díscolo, probablemente entiendas lo que significa “llorar sobre Jerusalén”.

Además, la lucha por “llorar sobre” nuestro mundo secularizado (o sobre alguien que rechaza lo que representamos) resulta mezclada con otra dinámica que milita contra la unidad de sentimientos. Hay una perversa propensión emocional y psicológica dentro de nosotros que funciona de esta manera. Cuando estamos sufriendo mucho, necesitamos culpar a alguien, necesitamos enfadarnos con alguien y necesitamos tomarla con alguien. ¿Y sabéis a quién elegimos siempre para eso? ¡A alguien al que sentimos suficientemente seguro para hacerle daño, porque sabemos que es lo bastante maduro para que no nos devuelva el golpe!

Hoy día, se dan muchos ataques contra la Iglesia. Por supuesto, hay muchas legítimas razones  para esto. Dadas las negligencias de la iglesia, parte de esa hostilidad está justificada; pero algo de esa hostilidad va con frecuencia más allá de lo que está justificado. Junto con la legítima ira, hay a veces mucha ira gratuita y libremente flotante. ¿Cuál es nuestra reacción a esta injustificada ira e injusta acusación? ¿Reaccionamos del mismo modo? “¡Aquí estás fuera de lugar; márchate y lleva esa ira a otra parte! O, como Jesús llorando sobre Jerusalén, ¿podemos encontrar injusta ira y acusación con lágrimas de empatía y una oración, de modo que un mundo que está molesto con nosotros se redima del dolor de sus propias malas opciones?

Soren Kierkegaard escribió esta famosa frase: ¡Jesús quiere seguidores, no admiradores! Sabias palabras. En la reacción de Jesús a su propio rechazo, su llanto sobre Jerusalén, vemos el compendio de la madurez humana. A esto estamos llamados, personalmente y como comunidad eclesial. Vemos también ahí que un gran corazón siente el dolor de los demás, incluso de aquellos otros que te rechazan.   

    
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