III. SIRVASE SERVIRSE. CARISMAS Y MINISTERIOS

5 de julio de 2005
Print Friendly, PDF & Email
Print Friendly, PDF & Email

A. CONTENIDO
0. Introducción

I. FUNDAMENTOS.
1. El Espíritu del cosmos: Soplo de Dios
2. El Espíritu de Jesús: Artesanía pro existente
3. El Espíritu de la Iglesia: Diaconía para el Reino

II. DESARROLLO
4. Carismas y ministerios en la Iglesia
5. Carismas compartidos: agrupaciones en la Iglesia

0. INTRODUCCION

Estamos acostumbrados a leer con rapidez. Así nos han recomendado hacerlo con el objeto de aprovechar el tiempo. Y nos creemos que de esta manera, asimilamos más rá-pidamente. ¿Es eso verdad? Me permito dudarlo. Cuando un escrito nos dice lo que ya sabemos, somos capaces de leerlo a gran velocidad; comprobamos que lo entendemos perfectamente; alabamos la claridad del mismo pero, al fin y al cabo, no nos hace cre-cer. A lo más, alimenta nuestra autosatisfacción, y exclamamos sin palabras: » ¡Eviden-te! Esta es la verdad»; o, por el contrario —pero que viene a ser lo mismo a efectos de nuestra subida al pedestal de juez infalible—: » ¡Falso! No es verdad». Puede ocurrir que un texto nos parezca claro porque lo entendemos. Y decimos que lo «entendemos» porque razona como nosotros, utiliza del mismo modo que nosotros el instrumento del lenguaje. Pero, ¿y si tal texto pretende decir otra cosa? Cada .texto tiene su propia inte-ligibilidad. Si no nos metemos en su integibilidad estamos proyectando nuestras pre-concepciones y haciendo decir al texto lo que el texto no quería decir. En esta hipótesis, estaremos convencidos de que entendemos lo que leemos pero, en realidad, no hemos salido de nosotros mismos hacia el texto. No hemos cambiado. No hemos crecido. Y nos hemos engañado. Tal vez un ejemplo nos ayude a comprender lo que quiero decir: tomamos un libro donde se nos dice que la Iglesia «es un acontecimiento que permea la historia como una comunión de hermanos en Jesús unidos por la fuerza del Espíritu». Lo leemos despacio, si no estamos familiarizados con las palabras utilizadas. Y lo enten-demos, ¿lo entendemos? Sabemos lo que significa fuerza y Espíritu, pero ¿sabemos lo que significa, en el fondo, la fuerza del Espíritu que es la que congrega a la Iglesia? Si no hemos experimentado que somos Iglesia porque el Espíritu nos une, esas palabras nos transmiten nada más sonidos que ya habíamos escuchado en otra ocasión, y que re-conocemos, pero que no entendemos, aunque crearnos entender. Y éste es precisamente el engaño.
Si no os parece mal, propongo que hagamos un experimento con la lectura de estas hojas. En lugar de leerlas con rapidez, vamos a reflexionar, vamos a repetir, vamos a interrogar cada expresión. No hemos de tener prisa para llegar a donde la prisa jamás nos conducirá. Jamás llegaremos a «entender» los carismas y los ministerios si el autor de los carismas no nos los da y, por ello, una lectura apresurada y superficial que nos dé una idea del texto, pero que no nos haga cambiar (abrirnos a lo que el texto pretende decir), sería bastante inútil. Este es el experimentó: meternos en las líneas hasta que ellas nos muestren su significación intrínseca. Si sale bien, tal vez logremos el objetivo, que es eminentemente práctico: llegar a cambiar, esto es, crecer.
Para los que menos habituados estén en leer de esta manera que proponemos (para los que no tienen costumbre de leer poesía), el texto será constantemente interrumpido con incisos aclaratorios. Ojalá que el esfuerzo merezca la pena. Ojalá que este ejercicio ro-bustezca lo que tenemos tan escuálido: el sentido contemplativo.

I. FUNDAMENTOS (1)

1. El Espíritu del Cosmos: Soplo de Dios (2)

Cuando uno se abre al don de Dios, halla en el hueco de 1as cosas que trata, en el asien-to de las circunstancias que a él concurren, en el trasfondo de las personas que le hacen cotidianamente, la mano poderosa que mantiene en la vida la vida. La realidad aparece cargada de Dios.
Dios pulula como los segundos minuto a minuto. Sus manos están aún recientes en la rosa. El recorre montes y collados despertando en cada horizonte nuevas auroras, ilumi-nando el rostro de las cosas. En todo ha ido dejan-do prendada su hermosura.
Cuando uno se abre al don de Dios encuentra brumosa la realidad que le envuelve: el trabajo sólo; el cónyuge no es él cónyuge sólo; el pasado adquiere matices de re-lato amoroso, y relieves de promesa de futuro. En esa nube donde se hunden las cosas y la propia historia, en esa aureola de misterio que se preserva nuestra fragilidad existencial, está la «gloria» de Dios, su resplandor divino. El mundo es realidad «teofánica», pues el Espíritu aletea como aire que todo ocupa y envuelve.
Cuando uno se ha habituado a respirar estos aires pneumáticos y a transitar por estas cimas que la nube besa, se descubre a sí mismo como un fruto del Espíritu, como un templo o casa donde Dios mora, como una noche sondedada, o como un mar cuyas pro-pias playas lame, pero jamás aferra, explora_ pero jamás conoce. (3).
El Dios que nos habita dentro no nos ha consultado antes, ni nos ha cobrado por la visi-ta. Tenemos gratuita-mente el Espíritu de Dios. Es una gracia que. se nos da. Gracia se dice «jaris» en griego, de donde procede la pa-labra «carismático». Podemos, pues, decir que el Espíritu nos hace carismáticos. Bajo este punto de vista, ser carismático es ser «espiritual»: serse en el Espíritu como son en\’ el Espíritu todas las cosas. La realidad es pneumática (pneuma significa espíritu en griego) pues el hálito de Dios la hace existir. Nosotros somos carismáticos porque el Espíritu configura nuestra identidad. (4).

2. El Espíritu de Jesús: Artesanía proexistente (5)

Téngase en cuenta que el Espíritu vivificador no es otro que el Espíritu que habitaba a Jesús y éste, al expirar, nos comunicó (Cfr. Jn 19,30). Por Jesús y para Jesús fueron creadas todas las cosas que sustenta el Espíritu. Jesús está en el origen que suscita el Espíritu y en el término que el Espíritu culmina y plenifica. Por eso, nuestra vida —por Cristo, con Cristo y en Cristo— es vital alabanza al Padre. Nosotros, como el cosmos, estamos llamados a dar la talla de Cristo, a acomodarnos a su imagen, a ser con-formados con Cristo. Partimos de Dios, vi-vimos en Dios, llegaremos a Dios.
De este modo, podemos decir que el Espíritu no nos otorga una existencia ciega, impre-cisa, indefinida, sino que nos configura con la existencia misma de una persona: Jesu-cristo, el Hijo encarnado. Y esta persona tiene muy definidos rasgos.
Jesús proclama que sanar a una persona es más importante que cumplir la ley de guardar el sábado; que Dios expone su sol a justos y pecadores, y con su lluvia lava a guapos y a feos. Jesus hace lo que dice, mostrando así una autoridad que suscita hondas perplejida-des, inaugurando la praxis del Reino: su cercanía cura a leprosos; sus banquetes suscitan solidaridad con los legal y religiosamente perdidos sin remedio eventual; sus denuncias de la hipocresía vigente, junto con la renuncia a empeños armados que evacuaran a las fuerzas de ocupación romanas, le van gestando enemigos. El círculo se va cerrando. Es apresado. Es acusado. Es crucificado por la justicia.
Por este Jesús (no por otro), se nos ha ofrecido la reconciliación de Dios, el Reino anti-cipado, el Espíritu vivificador. Por este Jesús que pasó haciendo el bien: el que dio la vida por sus amigos, el que configuró su existencia como «pro-existencia», es decir, co-mo una permanente e ininterrumpida entrega al servicio de la causa de Dios, que es la causa del hombre; como una indeclinable obediencia a la gloria de Dios que es la vida del hombre.
Una existencia alentada por el Espíritu de Jesús es una existencia proexistente, es una mano que sirve, un don disponible para los hermanos, un empeño al servicio de la co-munidad. (6)

3. El Espiritu de la Iglesiá: Diaconía para el Reino (7)

La comunidad creyente nació por la efusión del Espíritu de Jesús, y recorre el decurso histórico sostenida por un pentecostés prolongado. Por eso se concibe a si mis-ma como don de Dios y como salvación de Dios para el mundo. Toda ella es un Pueblo-redimido-consagrada al servicio del Reino. La comunidad (ecclesis) es servicio \'(diaconía) al futu-ro en Dios (pléroma) de toda la reali dad creada (cosmos). Lo que dicho en clave neo-testamentaria resulta más eufónico: somos la sal de la tierra, la levadura que hace fer-mentar la masa.
Cuando la comunidad se centra en sí misma, afanándose por su perpetuidad, por su au-todesarrollo, traiciona la misión a la que el Espíritu la destina. No muriendo a sí misma, se pierde. Sólo dándose, extrovertiéndose al servicio de la humanidad, como Jesus se encuentra.
La misión de la Iglesia es su propia identidad. El modo de evangelizar es diaconal. La Iglesia es configurada proexistente por el Espíritu que la ha creado. Es carismática en cuanto servidora, nunca en cuanto señora. (8)
Juan no relata en su evangelio la institución de la eucaristía en los moldes en los que los sinópticos lo hacen. Pero transmite con un gesto propio de los esclavos domésticos la misma oferta que las palabras: «esto es mi cuerpo que se- entrega por vosotros» contie-nen: Jesús se ciñe, toma una palangana y lava los pies de sus discípulos. Dado que el discípulo no es mayor que su Maestro, ni el siervo mayor que su Señor, si el Señor sir-ve, el servidor habrá de llamarse y ser siervo de los siervos de Dios.
La comunidad es diaconal en cuanto que cada uno de sus miembros está a los pies de los demás para servirlos. Cada creyente es el aliviador de los cansancios del prójimo, el curador de las lepras ajenas, el rehabilitador de hermanos postrados o postergados. Cada creyente es don para el resto. Nos ha tocado en suerte un lote hermoso; podemos estar encantados con nuestra heredad. Cada persona es un regalo de Dios para la salvación del mundo, el mundo de las personas. Cada uno somos carisma que sirve a la construc-ción común. (9)

II. DESARROLLO (10)

4. Carismas y ministerios en la Iglesia:

Cuando decimos «Iglesia» solemos saber a qué nos referimos. Se trata de una realidad-ahí, algo objetivo, algo «visible». Pensemos en una agrupación de personas, en una es-tructuración de labores, en una secuencia de actividades, en un cúmulo de expresiones. La Iglesia está «ahí», como un objeto susceptible de nuestra conceptualización, como un hecho al que podemos referirnos con un nombre. Pero nadie pensaría que ese hecho o «cosa» que llamamos Iglesia esté acabado, como acabada está una piedra. Se trata, más bien, de un edificio en construcción. La Iglesia no es un fósil expuesto en un museo ar-queológico es un «ser vivo» que crece en el foro de la historia.
Y, si crece, es que algo la hace crecer. Si se construye, es que alguien la construye. To-dos y cada uno de nosotros, los creyentes, somos «piedras vivas» de la edificación que es la Iglesia, como dice San Pablo. Nosotros (el Espíritu que habita en nosotros) somos los constructores.
De esta obviedad parte la reflexión teológica acerca de los «carismas» y «ministerios». Señalemos qué es lo que puede entenderse por «carisma»:
• Toda cualidad personal,
• orientada hacia alguna tarea más que hacia otra;
• toda disposición y ayuda
• a una actividad específica de servicio.
Y precisemos también, entonces, lo que es un «ministerio» :
• Capacitación para desempeñar un servicio concreto
• de importancia vital para la Iglesia,
• que supone una verdadera responsabilidad y cierta duración
• y es reconocido como tal por la Iglesia.
De entre los carismas que el Espíritu suscita en la Iglesia, el NT muestra cómo algunas reciben de los apóstoles una designación especial para una misión específica en la Igle-sia (Hoy llamamos, precisamente, «ministerio» a este encargo confiado por la autoridad para una misión determinada en la Iglesia). «Es el caso de Matías, llamado por la Iglesia para suceder a Judas. (Hech 1,15-26), de los siete ayudantes de los apóstoles (Hech 6,1-6), de Bernabé y Saulo, a los que profetas y doctores de Antioquía envían en misión im-poniéndoles las manos (Hech 13,1-3), de Timoteo, designado por intervención de profe-tas y con la .imposición de manos de los presbíteros o de Pablo mismo (1 Tim 4,14; 2 Tim 1,6)» (S. Dianich). Nace así, poco a poco, el hoy llamado «ministerio ordenado».
A lo largo de la historia, se ha ido operando una paulatina acumulación de tareas y res-ponsabilidades en obispos y sacerdotes, hasta el extremo de que «eclesiásticos» eran, exclusivamente, los clérigos. La «Iglesia discente» no tenía otro derecho que, «como dó-cil grey dejarse guiar por sus pastores» (Pío X, Vehementer). Con las amenazas que el «laicismo» suponía para la Iglesia, ascuas a las que se añadía el viento de la escasez de clero, se fue abriendo brecha una «participación del laico al apostolado jerárquico». Así nació la Acción Católica.
Siguiendo con estas pinceladas de historia, nombramos al sínodo de 1987 sobre «la vo-cación y misión de los laicos». En él se ha proclamado insistentemente algo que en el Vaticano II ya se contenía: que el apostolado de los laicos (es decir, su actividad, su identidad,-su dignidad) no es una delegación de la autoridad, ni una suplencia tempore-ra, sino que proviene de su propia radicación, por el bautismo, en Cristo Sacerdote, Pro-feta y Rey.
\’La proliferación de actividades laicas «de hecho» provocó la confusión incluso en la esfera del derecho. ¿Qué tareas era oportuno reconocer como «ministerios»? Pablo VI, en su «Ministeria quadem» de 1972, pretendió clarificar el tema; ofrecía una clasifica-ción que, tomada por el nuevo Código de Derecho Canónico, quedaba así: Ministerios ordenados (episcopado, presbiterado, diaconado), Ministerios instituidos (acolitado y lectorado), Ministerios confiados (lector, comentador, cantos…), Ministerios extraordi-narios (presidencia de oraciones litúrgicas, administración del bautismo y de la comu-nión, etc.).
En el sínodo, el tema de los ministerios laicales fue extensamente debatido. Ya el Ins-trumentum laboris reconocía: Existen diversos ministerios «no ordenados» con-fiados a laicos, para que éstos los ejerzan con miras a la mayor vitalidad de la comunidad ecle-sial; estos ministerios han de personalizarse y coordinarse. El ejercicio de estos ministe-rios confiados a laicos hace necesario definir la diferencia con respecto a los ministerios «ordenados». Cuando lo presentó el Secretario General del sinodo, Schotte, dijo:
«Habrá que afrontar el tema de los «nuevos ministerios» y .de la tendencia que se mani-fiesta en ciertos países de considerar cualquier tarea de los laicos en la Iglesia o en la sociedad como «ministerio». Parece existir una situación de ambigüedad y confusión acerca del ejercicio de los ministerios no ordenados conferidos a laicos, que requiere precisiones».
Bastantes voces pidieron en los diálogos sinodiales una ampliación de los «ministerios». Escuchemos a Shimamoto, obispo de Urawa:
«Los ministros laicos no son sustitutos impuestos por la falta de sacerdotes, sino una emanación de su participación en el sacerdocio y en la misión de Cristo. Tales ministros deben crearse no sólo dentro de las parroquias, sino también con vistas a su actividad en el mundo, según las necesidades de cada nación».
Alguien precisó, más todavía, pidiendo que fueran oficialmente instituidos dos ministe-rios más: el ministerio de la sanidad y el de la educación.
Pero otros señalaban el peligro de que, proliferando los ministerios confiados a laicos, se estuviera efectuando una «clericalización» del laico.
Hay para todos los gustos. ¿Necesita uno que le nombren ministro para trabajar? ¿Se conseguirá, mediante una ministerialización masiva, desconcentrar la preponderancia exclusiva de los actuales ministros?
En el período de los «círculos menores» la confrontación de perspectivas y posturas se hizo tan insuperable, que, al suscitarse la idea de dejar el problema para otro momento, en seguida obtuvo la venia. De manera que, como conclusión, fueron propuestas al Papa las proposiciones 18 y 19.
«Los padres sinodales pidieron mayor claridad sobre tres palabras: «ministerium», «mu-nus», «officium» (ministerio, deber, oficio). Se denomina ministerio instituido al servi-cio que debe ejercerse en nombre y con la autoridad e la Iglesia establemente (aunque no necesaria-menté perpetuo), implicando una particular participación en la triple fun-ción (munera) de Cristo. El Sínodo expresa su vivo deseo de que el motu proprio «Mi-nisteria quaedam» sea sometido a revisión, habida cuenta del uso de las iglesias locales, indicando sobre todo los criterios según los cuales deben ser elegidos los destinatarios de cada ministerio.
Entre los signos que aumentan la esperanza se encuentran el que en nuestros días como en los primeros tiempos de la Iglesia muchos cristianos laicos están dispuestos a coope-rar en la vida eclesiástica y a asumir aquellas obligaciones que pueden ejercitarse sin el orden sagrado.
Los deberes de los laicos en la Iglesia se fundan en los sacramentos del bautismo, de la confirmación y de la Eucaristía. Por el baño bautismal nos sumergimos en la vida trini-taria, con la unción del sagrado crisma el Señor nos fortalece con la fuerza del Espíritu Santo cómo testimonio misionero de vida cristiana y para santificar al mundo. En la Eu-caristía nos alimentamos para cumplir con esos deberes.
Los deberes de los laicos conciernen al campo social y caritativo, al matrimonio y a la familia, a la catequesis y a la liturgia, a las actividades pastorales, y sobre todo al go-bierno de las comunidades. Los laicos especializados trabajan magníficamente en la administración, especialmente la administración financiera.
La Iglesia tiene necesidad de un mayor número de laicos en la actividad parroquial para que pueda llevarse a cabo una evangelización adecuada a las circunstancias actuales. Estas obligaciones de los laicos no derivan del orden sagrado.
Teniendo en cuenta la petición manifiesta en la proposición precedente, no parece fácil elevar las unciones de los laicos a ministerios instituidos. Tales ministerios pueden os-curecer muchos dones y funciones de los laicos en el matrimonio y en la familia, en el trabajo diario, en la ciencia, la economía, en las artes, en la cultura e incluso en la políti-ca». (Sínodo 1987, proposiciones 18 y 19).
Una pregunta: ¿Aún se nos ocurrirá seguir pensando que un laico con ministerio es un laico más comprometido? No a los laicos semicuras. (11).

5. Carismas compartidos: Agrupaciones en la Iglesia

El fenómeno gremial obedece directamente a motivaciones de salvaguarda de intereses comunes e, indirecta-mente, a la antropológica llamada hacia la socialización. Leída en perspectiva trinitaria esta necesidad de trabar enlaces, puede afirmarse que el hombre, hecho ideal-mente a imagen y semejanza de Dios, es tendencialmente comunidad de personas. Por ello, cada persona es don que sobreviene a todo el Pueblo de Dios. Y cada carisma o peculiaridad personal es un carisma-servicio para la interrelación.
Reconociendo, entonces, la «socialidad» del carisma se evidencia de la misma manera la «socialización» carismática. De hecho, existen carismas compartidos por un grupo humano. Las diferentes modalidades de vida religiosas, por ejemplo, se conciben a si mismas como la continuación en el tiempo de un carisma fundacional. En el carisma del fundador, algunas personas reconocen su propio carisma y crean un «aire de familia» carismático. Juntos, como agrupación, como comunidad de comunidades, aportan su don a la construcción del Reino en cada tiempo y circunstancia. (12)
El fenómeno de las agrupaciones laicales, o «movimientos», ha de ser interpretado desde este mismo dinamismo del Espíritu que suscita vigor renovador para la Iglesia.
Es claro que un proyecto evangelizador no puede ser realizado al margen de la partici-pación activa de los laicos, a quienes corresponden .tareas especificas en la transforma-ción del mundo en sentido cristiano. Esas funciones específicas no pueden ser cubiertas por otros sectores de la Iglesia. Es por demás, natural, por tanto, que en éste como en otros aspectos, los laicos tengan su propia voz eclesial y todo el protagonismo que co-rresponda a un sector maduro de la comunidad creyente.
Los diversos movimientos que surgen hoy entre los laicos de Iglesia están expresando su búsqueda de una espiritualidad a la altura de las responsabilidades eclesiales que les presente su compromiso evangelizador. Importa acompañar esta búsqueda con el respe-to debido a la identidad laical y también con la aceptación de su aporte crítico a la co-munidad». (MCH, 115,116).
También, en sus orígenes, la vida religiosa era un movimiento laico que prolongaba, en una Iglesia demasiado acomodada a las estructuras socio-políticas («mundanizada» en cuanto vendida al régimen .de cristiandad) aquel carisma martirial que había enardecido ala precedente Iglesia de las catacumbas.
La Vida Religiosa mantiene viva en la Iglesia la «tensión escatológica», resaltando el aspecto de Iglesia como «signo» del Reino. La vida laical asume el aspecto «instrumen-tal» de la Iglesia. (13)
A menudo son estos «nuevos movimientos» saludados como «vino nuevo» que moviliza a la Iglesia y que incluso extiende su efecto benéfico a la siempre antigua y siempre nueva vida religiosa. Pero también son cuadrilátero de tensiones. Así, tanto los riesgos como las ventajas de la .contemporánea multiplicación de agrupaciones laicales han si-do oreadas en las sesiones del Sínodo de los laicos. ¿Por qué hay grupos o movimientos que no se someten a las pautas parroquiales o diocesanas? ¿Por qué hay párrocos u obispos que no tragan novedades?
Este conflicto entre movimientos nuevos y estructuras eclesiásticas clásicas fue introdu-ciendo en el aula sinodal, y no sólo como tema de diálogo sino incluso como conflicto. Se hizo ya un poco bochornoso el que los periódicos italianos, repetidos días, destacaran únicamente del sínodo el debate movimientos-obispos, caricaturizan-do, además,. en un duelo personal entre el cardenal de Milán (Martini) y el fundador de Comunión y Libe-ración (Giussani).
Bastantes fueron las intervenciones que pretendían ofrecer criterios de discernimiento en caso de conflicto, conflicto que podíamos denominar de carisma frente a institución, sabiendo que ambos frentes son complementarios y se interseccionan. No se dan en es-tado puro, ni sería posible que la Iglesia caminara con uno sólo de los dos pies. Según la experiencia y la postura previa tomada por el que intervenía en el aula sinodal, así enfo-caba estos criterios, así clasificaba su valor. El cardenal Lorscheider; brasileño, veía el tema de manera diferente a como lo veía Felipe Fernández, obispo de Avila. Ni ellos ven las cosas igual, ni la situación española es la brasileña.
Ante el Espíritu, todos —obispos y movimientos—se deben inclinar. En esto era uná-nime el sínodo. Las discrepancias eran los criterios de discernimiento. Final-mente, se llegó a un texto consensuado, en la Proposición número 16.
«Es facultad de los fieles cristianos que las asociaciones sean libremente fundadas y re-glamentadas (cf. can 215). El derecho canónico distingue entre asociaciones públicas y privadas. Debido a la diversidad de los tiempos y de los lugares, pueden proponerse cri-terios de eclesialidad, sin embargo, parece que son necesarios algunos. He aquí varios ejemplos:
a) Los carismas de los movimientos y de las asociaciones, por su naturaleza, por su ac-tividad propia en la verdadera fe y por su recta doctrina, deben ser apoyados.
b) Los fundadores de los mismos y los asociados están obligados; ante todo a someterse a la autoridad de los legítimos pastores de los lugares y al Sumo Pontífice, dispuestos a cooperar con ellos tanto en la preparación como en la ejecución de la orden (plan pasto-ral) de acción pastoral.
c) Deben también reconocer y honrar de manera especial a las comunidades eclesiales, sean diócesis o parroquias.
d) Igualmente sepan claramente que todos los carismas son complementarios entre sí para el bien de toda la Iglesia, y por lo tanto, deben evitarse todas las controversias que puedan vulnerar la caridad eclesial.
e) En el discernimiento de las asociaciones y de los movimientos los pastores se apoyen en la oración y en el examen sincero acerca de las verdaderas necesidades de la Iglesia hoy, a la continua evangelización de los pueblos garantizada la verdad y la caridad. Que ejerciten prudente y sabiamente, sobre todo, su propio carisma de discernimiento, haciendo uso de una larga paciencia hasta que la obra del Espíritu brille verdaderamen-te.
f) Hay que distinguir claramente la libre y personal actividad de los asociados, que es realizada bajo la propia responsabilidad, de la acción eclesial comunitaria, especialmen-te en un cargo social, cultural y político.
g) El discernimiento y el impulso a propósito de la actividad de las asociaciones y de los movimientos debe considerar primordialmente los frutos de santidad, comunión y evan-gelización que provienen de ellos». (Sínodo de 1987, Proposición 16).
Es sintomático que de los laicos invitados como observadores u oyentes al sínodo, el 98 por 100 pertenecía a grupos o movimientos. ¿Tan difícil será ser un «laicosin-más», sin etiquetas, sin carnet?
No todo el mundo necesita un movimiento del que formar parte, pero «un cristiano sólo- no es cristiano». Algún tipo de relación estrecha, interpersonal, deberá propiciarse de-ntro de la masiva estructura parroquial.
Para alimentar al Espíritu que vive en nosotros. (14)

NOTAS

  • (1) Para introducirnos adecuadamente al tema de «carismas» y «ministerios», es necesa-rio partir de lo que llamamos «fundamentos», ya que de ellos provienen. Son, esencial-mente, tres: la realidad en cuanto tal (cosmos), la figura de Jesús, (rostro de Dios) y la continuación de su persona y obra en la historia (Iglesia).
  • (2) Toda la realidad es concebida como Creación de Dios. Su aliento, su “soplo” —eso significa literalmente «espíritu»— es precisamente lo que hace existir al cosmos y lo que le mantiene desde el inicio hasta su fm. Decimos que el cosmos tiene su Espíritu porque tanto las cosas como los acontecimientos, tanto los animales como las personas, existen porque Dios las sostiene. El texto pretende hacer-nos descubrir en las cosas, en las per-sonas, en los sucesos que van forjando nuestra vida, el Espíritu que, en su fondo, reve-lan. Ese fondo es hueco pues de otra manera no cabría Dios. En la experiencia del hueco de las cosas que tratamos, de las personas con que convivimos, de la vida que nos za-randea, podemos llegar a experimentar a Dios.
  • (3) ¿Ha resultado difícil entender estas primeras líneas? Tal vez haya que leerlas de nuevo, preguntándonos: ¿estoy yo abierto al don de Dios? ¿Descubro yo que todas las cosas y personas tienen un hueco, un misterio y, por ello nada llega a – satisfacerme completa-mente? ¿O soy un auto-suficiente que no encuentro que mi existencia sea frá-gil, necesita-da, hueca? La nube -también llamada «gloria» por los israelitas—significaba la presencia de Dios. Por tanto con la misma imagen podemos decir que la nubolosidad de la vida, su falta de explicación, de fundamento, y es presencia de Dios. ¿Me llevan?\’ ¿O me apartan? Creo que la «espiritualidad» consiste en el descubrimiento de Dios en la «materialidad» que tocamos cotidianamente. ¿Tú te sientes como morada de Dios? ¿sientes que tus entrañas están sondeadas por su amor? A lo mejor, si rezas un poco, entiendes lo que el texto pretendía sugerir.
  • (4) Entenderemos que somos carismáticos cuando sintamos que nuestra vida es un don de Dios y seamos consecuentes con ello. Somos carismáticos, ¿pero nos sentimos tales? Somos santos, porque el Santo está en nosotros ¿pero nos comportamos como tales? Toda nuestra vida va a consistir en adecuamos paulatinamente a la imagen perfecta que Dios tiene de nosotros mismos, él es la patria de nuestra identidad.
  • (5) Si todo el cosmos nos habla de Dios, Jesucristo, es la Palabra personal de Dios; por él y para él todo el cosmos fue creado; en él Dios ha pronunciado nuestro propio nom-bre, y por eso somos hijos en el Hijo. Jesús es la talla a la que hemos de llegar. Por esto es preciso conocer cómo dio Jesús la talla para poder nosotros imitarle. ¿Cómo fue Je-sús? ¿Cómo sintió su ser carismático? Tal vez podamos resumirlo en una frase: él es «el hombre-para-los hombres», es decir, el que existe para los demás el «pro-existente», el que se entrega, el que da la vida por nosotros, el que nos salva. Jesús es único y su en-trega fue desarrollándose con su vida, hasta el cúlmen de la Cruz; es artesanía.
  • (6) Esto ha sido una reducida síntesis de cristología. Sólo una cosa pretendíamos decir: como es Jesús, así también hemos de ser nosotros si queremos realizar nuestra vida. Y Jesús es, sustancialmente, «el-que-se-da». Luego … ¿Haces de tu vida una «pro-existencia»? Si no, no vives como carismático, como espiritual. Y no tendría ningún sentido conocer qué son los «carismas y ministerios» de que hablaremos más adelante. No leas muy deprisa; es necesario ir cambiando por dentro, lentamente.
  • (7) Vamos con el último de los «fundamentos»: la Iglesia. Es la comunidad que prolon-ga a Jesucristo en la historia, día a día, para continuar su obra de re-conciliación, de ple-nificación, de todo el cosmos. Esa meta futura es el Reino. La Iglesia es la servidora del Reino. (servicio se dice «diaconía» en griego).
  • (8) Estas pinceladas de eclesiología pueden aplicarse y aclararse reflexionando los nú-meros 3-5 de la constitución «Lumen Gentium» del Vaticano II. ¿Qué entendemos al escuchar que la Iglesia debe «salir de sí misma» para encontrarse, o que debe ver en su «misión» su propia identidad? El Papa ha descrito un aspecto de esta «extrover sión eclesial» en su última encíclica; tomemos aquí un párrafo de ella: «Pertenece a la ense-ñanza y a la praxis más antigua de la Iglesia la convicción de que ella misma, sus minis-tros y cada uno de sus miembros, están llamados a aliviar la miseria de los que sufren cerca o lejos, no sólo con lo «supérfluo» sino con lo «necesario». Ante los casos de nece-sidad, no se debe dar preferencia a los adornos supérfluos de los templos y a los objetos preciosos del culto divino; al contrario, podría ser obligatorio enajenar estos bienes para dar pan, bebida, vestido y casa a quien carece de ello. Como se ha dicho, se presenta aquí una jerarquía de valores —en el marco de derecho de la propiedad— entre el tener y el ser de tantos otros». (Sollicitudo Rei Socialis, 31).
  • (9) Si leemos lo que San Pablo nos dice en 1 Cor 13-14 sobre los carismas, podemos percatarnos cómo la caridad es para él el «carisma de los carismas», aquello que hace de los carismas un auténtico don. Sin la caridad, ningún don es carisma. ¿Comprendemos entonces por qué el «Espíritu de la Iglesia» es como uno de los fundamentos esenciales de todo lo que podamos decir sobre los carismas y ministerios? Si la caridad (el espíritu de servicio) es la base de todo carisma ¿es la base también de mi aportación a la Iglesia y a la sociedad en la que vivo?
  • (10) Nos embarcamos ahora en la segunda par-te de este texto. Ya podemos disponemos a leer un poco más rápidamente, suponiendo que lo que hemos llamado «fundamentos» haya quedado suficientemente apuntalado. Porque efectivamente, si contemplamos con un ojo «espiritual» la materia del mundo y de nosotros mismos y percibimos que el «Es-píritu» de Jesús y de la Iglesia es la disponibilidad al servicio de Dios, que es el servicio al bien de nuestros hermanos, entonces ya sabemos lo esencial. En las líneas que siguen, pues, encontraremos un poco más de información y menos de conversión.
  • (11) Es significativo observar que la «vida \’ va por delante del «derecho», y que la reno-vación del derecho y de las estructuras eclesiales se va forzando por el dinamismo de una vida abierta a la novedad del Espíritu. ¿Cómo vemos el tema de los ministerios lai-cales? ¿Tenemos necesidad de algunos en nuestra parroquia? ¿Qué problemas se crean con los clérigos?
  • (12) Un caso particular de carisma compartido es el de las comunidades que forman la llamada «Familia Claretiana». Refresquemos la memoria leyendo el siguiente texto:
  • (13) Si pertenecemos a algún grupo,.¿somos capaces de identificar nuestro «carisma» compartido? De una manera muy rápida, se ha aludido a la peculiaridad de la vida reli-giosa en su servicio a la Iglesia y al mundo: ¿cómo vernos a los religiosos y religiosas de nuestro entorno? ¿Son auténtico signo de los valores del Reino? ¿Les ayudamos a serlo?
  • (14) Hemos llegado por fm, al fin. Examinemos -si nuestra vida cristiana no necesitaría lazos más estrechos con la vida cristiana de otros para robustecernos. Imaginamos mo-dos de «pertenencia» a una comunidad cristiana diferentes de los que la parroquia nos ofrece, por si fuera preciso crear algo nuevo. Discernamos cómo funciona la relación de nuestro grupo con el resto de los grupos eclesiales. ¿Reina la caridad, la colaboración, el perdón?

Si, en lugar de «aprender» hemos «cambia-do» en algo, ha merecido la pena el esfuerzo por metemos en este texto. No es andar por las nubes pensar de vez en cuando en el carácter cósmico de nuestra persona, pues nuestro Espíritu (que es el Espíritu de Jesús) es el Espíritu del Cosmos. Dejándole actuar; podremos experimentar que el mundo se va transformando. Y necesitamos urgentemente transformar infinitud de cosas prácticas, como veremos en los tres folletos que siguen a éste. Por-que necesitamos vivir. Vivir ya. Vivir todos hasta llegar a la Vida rebosante.