Historia de una seducción: El proceso vocacional.

29 de agosto de 2006
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Severino María Alonso cmf

I. Meditación

El verdadero cristiano es alguien que ha experimentado, como Jeremías, una seducción: la seducción de Jesús. Y que pretende alcanzar a Cristo, como San Pablo, porque reconoce que ha sido previamente alcanzado por él (cf Flp 3, 12).

«Y vosotros, ¿quién decís que soy Yo?» (Mt 16, 15)

Saber preguntar es todo un arte. Y el buen maestro conoce y tiene el arte de saber preguntar. Para abrir camino, para inspirar confianza, para dar seguridad al alumno, normalmente comienza haciendo una pregunta fácil. Así se comportó Jesús muchas veces. En Cesarea de Filipo, hizo una primera pregunta a sus discípulos: «¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre?»(Mt 16, 13). La pregunta era fácil de contestar. Por eso, los discípulos respondieron a coro. Pero a Jesús esta pregunta sólo le interesaba como «pretexto» y como punto de partida para otra, mucho más importante y comprometedora. Una vez que los discípulos le manifestaron las distintas opiniones que corrían acerca de él, Jesús pasó a la pregunta decisiva: «Y vosotros, ¿quién decís que soy Yo?»(Mt 16, 15). Ahora los discípulos se callaron. Sólo Pedro respondió. E hizo una verdadera profesión de fe, afirmando sin vacilaciones la «identidad» de Jesús: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo»(Mt 16, 16). Esta confesión y este reconocimiento explícito de la verdadera «identidad» de Jesús fue, para Pedro, una auténtica vivencia, en el sentido riguroso de esta palabra. Y le llevó a conocer su propia «identidad» y su misión, revelada por el mismo Jesús. Conocer de verdad a Cristo fue, para Simón Pedro, conocerse también a sí mismo. La revelación de Jesús supuso, de hecho, su propia revelación.

Preguntas actuales

Las preguntas de Jesús siguen siendo actuales. Son preguntas dirigidas a cada uno de nosotros, que resultan insoslayables, estrictamente personales, y que nadie puede responder por otro, sino que cada uno tiene que contestar desde sí mismo y por sí mismo. Pero con una respuesta no aprendida de memoria, sino nacida de la propia experiencia, como en el caso de Pedro. Tampoco nadie puede negarse a contestar, porque sería lo mismo que responder mal, como sucede en un examen. No definirse, en el ámbito de la fe, es la manera más cobarde de definirse en contra. La total indiferencia y la absoluta neutralidad son realmente «imposibles» con respecto a Jesucristo. Frente a Él, sólo caben la adhesión o el rechazo. No hay término medio. «El que no está conmigo, dijo abiertamente Jesús, está contra mí. Y el que conmigo no recoge, desparrama» (Mt 12, 30). Jesús se dirige hoy a cada hombre -a cada uno de nosotros- con la misma pregunta, personal e insoslayable: «Y tú, ¿quién dices que soy Yo?». ¿Quién soy Yo para ti? ¿Qué soy y qué significo Yo en tu vida? Y cada uno tiene -tenemos- que saber dar a esta pregunta una respuesta convencida y convincente, aprendida del Padre que está en los cielos(cf Mt 16, 17), que es el único que conoce la verdadera identidad de Jesús(cf Lc 10, 22). Si no podemos responder, como Pedro, desde una vigorosa experiencia personal, respondamos desde la fe de la Iglesia, que cada uno de nosotros gratuitamente hemos recibido; y convirtamos en petición y en súplica ’-oración confiada- esa misma respuesta.

Distinguiendo cuidadosamente entre creer -que es conocer con certeza, pero sin evidencia- y saber -que es conocer por una íntima y sabrosa experiencia, casi por connaturalidad- cada uno puede decir, sin traicionar una elemental honradez: «Creo inviolablemente -con la fe que Tú mismo, Jesús, has infundido en mí por tu Espíritu-, que Tú eres verdadero Dios y verdadero Hombre; que eres el Amor, la Verdad, la Vida, la Libertad, la Salvación y la Felicidad. Creo que me amas, que te encarnaste, viviste, moriste y resucitaste por mí, y que eres el sentido último y la razón total de mi existencia -como hombre y como cristiano. Lo creo con fe inquebrantable, con cabal certidumbre. Pero, por desgracia, aún no lo sé de veras, porque no lo conozco por vital experiencia, por convencimiento sabroso. Por eso, concédeme la gracia de experimentarlo de verdad, aun en la certeza oscura de la fe. Concédeme saber, desde lo más íntimo de mí mismo -como una auténtica vivencia, que llegue a formar parte irrenunciable de mi propia personalidad- que Tú lo eres literalmente Todo para mí: mi Felicidad, mi Salvación, mi Libertad, mi Vida, mi Verdad y mi Amor; mi Dios y mi Rey, mi Amigo y mi Amistad, mi Corazón y mi Alma, el único Dueño y Señor de mi vida y de mi muerte…Haz que me deje cautivar por Ti y transformar en Ti, hasta que Tú me vivas, y pueda decir, con San Pablo: «Para mí, el vivir es Cristo» (Flp I, 21). «Ya no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí» (Gál 2, 20). Entonces, seré de verdad «yo mismo»: el hombre que, desde siempre, has pensado y querido. Tú eres más íntimo a mí que mi propia interioridad. Eres mi «identidad» más profunda: «Pues eres Tú más yo que soy yo mismo» (Unanmuno). Por eso, sin Tí, Jesús mío, me pierdo irremediablemente, pues me desvanezco corno una sombra en el agua. En cambio, contigo y en Tí, soy verdaderamente yo… Haz que sea, como María -tu Madre y mi Madre- una pura capacidad de TI, llena de Tí…»

«Nosotros creemos y sabemos que Tú eres el Santo de Dios» (Jn. 6,69)Hablando del «Pan de Vida», en la sinagoga de Cafarnaúm, Jesús advirtió que muchos de sus discípulos se quejaban de que sus palabras eran duras(cf Jn 6, 60). «Desde entonces, muchos de sus discípulos se volvieron atrás y ya no andaban con él»(Ib., 66). En este contexto, se dirigió a los Doce con una pregunta directa y sobrecogedora: «¿También vosotros queréis marcharos?» (Ib., 67). En esta ocasión -como antes, en Cesarea de Filipo- el único que respondió a la pregunta fue Simón Pedro. Y lo hizo con la misma enterza y convicción que entonces, también desde la propia experiencia: «Señor, ¿donde quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros creemos y sabemos que Tú eres el Santo de Dios»(Ib., 68-69).

Cristo es el principio y el fin, la raíz viva y la clave de interpretación de toda forma de vida cristiana y, especialmente, de la vida consagrada. Sólo él arrastra y convence, cautiva y apasiona, asombra y estremece. Sólo él inspira, a la vez, confianza sin límites e infinito respeto. Ante Jesús, se experimenta, al mismo tiempo, indecible amor e inevitable temor bíblico. Ser cristiano es ser creyente: creyente en Jesucristo. Y creer en Jesús no es sólo acoger su mesaje y adherirse fielmente a su doctrina; sino, ante todo y sobre todo, acogerle como Persona : como verdad total y como sentido definitivo de la vida, como Salvador y como Salvación, como razón última de la propia existencia; entregarse a él de forma incondicional e irrevocable y ponerse a su entera disposición. Más aún, creer en Jesús es la existencia misma del cristiano. Porque el cristiano existe, en cuanto cristiano -es decir, existe cristianamente- en la medida misma en que cree en Cristo. Para él, creer es existir. Y existir es creer. Los apóstoles creyeron en Jesús. Se adhirieron a él incondicionalmente. Creer en Jesús les bastó, desde entonces, para vivir. Por eso, apoyaron en él toda su existencia. Fascinados por su Persona y por su personalidad -sabiéndose llamados personalmente por él-, lo abandonaron todo para seguirle, imitándole en su estilo de vida y misión. «Ellos -Pedro y Andrés, Santiago y Juan-, dejándolo todo, le siguieron»(Lc 5, 11); «(Leví) dejándolo todo, se levantó y le siguió»(Lc 5, 28). «Nosotros -le dice Pedro a Jesús- lo hemos dejado todo y te hemos seguido»(Mt 19, 27). Y eso mismo confesará, más tarde, Pablo(cf Flp 3, 8). Y lo mismo -exactamente- proclamarán, a lo largo de los siglos, todos los que han experimentado la llamada personal y apremiante de Jesús, y han respondido a esa llamada. El cristiano es alguien que, como los Apóstoles, cree en Jesús y sabe que él es el Santo de Dios(cf Jn 6, 69); que ha conocido el Amor que Dios tiene a los hombres, y ha creído en él(cf 1 Jn 4, 16); que, desde una vigorosa experiencia de fe, confiesa, con la palabra y con toda la vida, que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios vivo (cf Mt 16,16); que se ha dejado fascinar por su Persona y por su personalidad, que ha consentido activamente en su llamada y, para seguirle en su vida y en su causa (=Reino), lo ha dejado todo.

Seguimiento y renuncia

El religioso es el cristiano que no quiere ser más que cristiano: Sólo y totalmente cristiano. Quiere serlo de una manera radical y absoluta. No por simple iniciativa propia, sino en virtud de una especial llamada, que crea en él capacidad y urgencia de responder. Intenta vivir las dimensiones más profundas y esenciales de la vida cristiana -la filiación y la fraternidad en Cristo- con todas sus consecuencias, incluso sociales, como estado permanente y como proyecto de vida. Por eso y para eso, el religioso se compromete a vivir la virginidad-pobreza-obediencia de Jesús en comunidad de vida y misión, que es la esencia misma de la vida religiosa. Por esto y para esto, renuncia a todo lo demás. No porque «lo demás» sea malo, sino porque no pertenece intrínsecamente a la esencia de la vida cristiana -aunque pueda y deba ser «cristianizado» en otras formas de vida- ni a la condición definitiva del Reino. La renuncia, desde luego, no es ni puede ser nunca lo primero. No puede ocupar el primer plano de la conciencia, ni ser el objeto inmediato de un acto de voluntad o de una decisión personal. La renuncia sólo puede ser una consecuencia y un simple «medio»; pero nunca un fin en sí misma. Jesús no pide simplemente renunciar a todas las cosas, sino venderlas y dar el dinero a los pobres. Y, en definitiva, seguirle. Cristo no mira las cosas de este Inundo con desdén, y ni siquiera con indiferencia. No desprecia nada. Lo ama todo. Pero se mantiene insobornablemente libre frente a todos y frente a todo. No se deja subyugar por nada. No manda ni aconseja «despreciar» nada. El desprecio no es cristiano. Manda amar y ser de verdad libres. Y amar es dar y, sobre todo, darse. Y ser libre es no estar atado ni a sí mismo: es salir de sí para buscar los verdaderos intereses de los otros. En definitiva, ser libre es amar de verdad. Y amar de verdad es ser libre. El amor es libertad. Y la libertad es amor.

Amar es preferir

Se trata de elegir. Y de elegir entre dos bienes. La verdadera elección no se define nunca por lo que uno «deja», sino por lo que uno «elige»; es decir, por lo que uno prefiere. Esta «preferencia» es la que da el verdadero tono y la que imprime el carácter definitivo a todo el comportamiento del cristiano y, especialmente, del cristiano-religioso.El religioso no es un hombre decepcionado del mundo, sino enamorado de Cristo. No abraza este modo de vida por un desencanto, sino por una ilusión, por una auténtica fascinación: porque ha experimentado la seducción de esa Persona viva y vivificante, absolutamente única e inconfundible, que se llama Jesús. La decepción y el fracaso, la desilusión y la dolorosa experiencia de la caducidad de todo lo creado y de la extrema fragilidad de los lazos simplemente humanos, no pueden ser nunca la motivación decisiva para seguir a Cristo en la vida religiosa. Es cierto que, en la pedagogía de Dios, estas circunstancias y «motivaciones» pueden jugar algún papel, sobre todo para ayudar a dar un primer paso y para que la persona se abra más fácilmente a la posible llamada divina. Pero no pueden justificar, por sí mismas, ni explicar siquiera la opción por el seguimiento radical de Jesús.

El Reino de Dios se presenta como un valor absoluto y definitivo, frente a todos los demás valores. Por eso, hace que todos esos otros «valores» se conviertan en relativos y provisionales. Ninguno pierde su propia «valiosidad». Todos, incluso, quedan afirmados y confirmados en esa valiosidad propia. Pero ya nadie puede absolutizarlos. Más aún, hay que estar dispuestos a perderlo todo -los bienes materiales, la integridad física y hasta la propia vida- por ese valor definitivo y absoluto que es el Reino. Ahora bien, hablando con propiedad, el Reino de Dios no es «algo», neutro o impersonal, sino el Amor del Padre irrumpiendo decisivamente en el mundo, la Paternidad de Dios proyectándose sobre los hombres todos para hacerles hermanos e hijos en su Unico Hijo. Es decir, el Reino de Dios es una Persona: Jesucristo. El es la personificación misma del Reino, y no sólo su pregonero. Jesús compara el Reino con un tesoro escondido y con una perla de gran valor(cf Mt 13, 44-45). El hombre que encuentra esa perla y ese tesoro no duda en vender todo lo que tiene para adquirirlos, porque sabe que valen más que todas sus posesiones y que, en la compra, no sale perdiendo, sino ganando. Por eso, realiza esta operación sin nostalgia ni añoranza alguna, sino lleno de gozo, movido e impulsado por la inmensa alegría del hallazgo -prae gaudio illius-. El Reino -la Persona misma de Jesús-no decepciona nunca. Conserva siempre su primera capacidad de suscitar entusiasmo, de cautivar, de encender la ilusión, de fascinar, de seducir y de enamorar. Más aún, a medida que uno vive para el Reino, con elemental coherencia -o, mejor, a medida que uno deja a Jesús vivir en él- va creciendo ese entusiasmo, esa ilusión, esa seducción real y ese enamoramiento. Y se comprende fácilmente que así sea, porque la vida religiosa no es un simple «contrato» -como la definieron en algún tiempo los juristas-, sino una alianza de amor esponsal, como nos ha recordado Juan Pablo II(cf RD 8, etc); es decir, una verdadera amistad. Ahora bien, la alianza y la amistad tienen una lógica interna que, en la medida en que son auténticas, hacen imposible la rutina, el cansancio, el desaliento o la mediocridad. Una alianza de amor y una amistad se viven siempre en creciente fidelidad, con renovado aliento, estrenando a cada paso la ilusión primera, o sea, un poco mejor cada día (in dies melius, como pide el Concilio) (LG 46).

El auténtico cristiano conoce, por gozosa experiencia, la verdad de las palabras de San Pablo: «Mientras nuestro hombre exterior se va desmoronando, nuestro hombre interior se va rejuveneciendo de día en día»(2 Cor 4, 16). Por eso, es un fehaciente testimonio de la verdadera juventud de espíritu, que es sano optimismo, ilusión, esperanza, capacidad de asombro, amor desinteresado, espíritu de servicio, disponibilidad abierta y fe inquebrantable en el amor de Dios hecho visible en Jesucristo.

II. Resonancias

Texto para meditar

«La semilla que no quería crecer»

«Hace bastante tiempo -no lo recuerdo muy bien- pasó un sembrador por esta tierra mía y fue dejando caer sus semillas. Con cariño les hablaba y decía una cosa a cada una…»Sé un árbol para que se posen en tí las aves del cielo».»Da buen trigo para que pueda el molinero hacerte harina y ser luego un hermoso pan» .»Crece bien, para girar luego con el sol».Y aquel sembrador salía todos los días a ver crecer el campo y veía satisfecho cómo cada planta echaba sus tallos y hojas.Sin embargo, entre todas aquellas plantas notaba la falta de una semilla que él había plantado, pero todavía no había salido a la luz. Todos los días esperaba verla aparecer con ansia.Observando vió cómo dentro de la tierra se oía el rumor de la semilla que decía:»Sé que es hora de crecer, de salir de esta tierra que me rodea por todas partes, de dejar aquí mis fuertes raíces y buscar otra vida. Pero ¿qué me pasará si salgo y no llueve suficientemente? ¡Me moriré de sed! ¿Y si hace mucho frío? ¡Me congelaré! ¿Y si hace mucho calor? ¡Me abrasaré! Puede que alguien me pise y me aplaste…».Creció creció. La gente veía sobresalir el árbol, por encima de todos, desde muy lejos. Le llamaban «el árbol del camino», aunque había muchos otros. Pero ninguno era tan allí y fuerte.En otra ocasión se escuchaba cómo decía:»Yo quisiera ver el azul del día, ser un árbol fuerte, dormir a la luz de las estrellas, pero si salgo y las cosas van mal, todo se acabará.Aquella semilla nunca se atrevía a crecer, hasta que un día, en medio de sus dudas y miedos, recordó lo que dijo el sembrador cuando la puso en la tierra:»Crece porque te necesitamos. Por tu la lado pasará mucha gente y se sentará aquí, junto a tí para descansar. Las aves harán nidos en tus ramas y…».Cuando recordó todo esto comprendió que alguien le esperaba y que no podía permanecer más tiempo allí, bajo el suelo. Se puso a crecer. Cuando salío a la luz encontró la sonrisa del sembrador y vió un camino que pasaba por allí mismo. Deseó con todas sus fuerzas crecer más.Vinieron las nieves y los vientos de invierno, pero luchaba con todas sus fuerzas para no ser arrastrada por el viento, ni tronchada por el viento. El sembrador tenía frío. Y aquel árbol desgajó de sí una rama para que el sembrador hiciera leña y se calentara día tras día. Cuando el sembrador le visitaba le daba lo mejor de sí mismo, y por su tronco corrían lágrimas de resina.Pero un día aquel sembrador no fue a visitar más al árbol. Comprendió que le había llegado la hora. Aquella noche hubo una gran tormenta. Un rayo recorrió aquel árbol de arriba a abajo y no quedó más que el tronco. La gente lo llama desde entonces «El tronco del viejo árbol».Sabes, dicen que todas las tardes Dios se da una vuelta por el cielo y que se para a la sombra de un gran árbol, lo mira y se sonríe».

Severino María Alonso – Revista Vida Religiosa