Hijos del cielo y de la tierra

3 de agosto de 2015
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Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos.“A falta del celo espiritual  y de la sublime pureza de tus santos, me has dado, Dios mío, una simpatía irresistible por todo lo que se mueve en la materia oscura. Me reconozco al punto como un hijo de la tierra más que como un vástago del cielo”

Pierre Teilhard de Chardin escribió estas palabras y como el famoso inicio de las Confesiones de San Agustín, no sólo describen la tensión interna en la vida de su autor, sino también sin el fundamento de una entera espiritualidad. Para cualquiera que sea emocionalmente sano y honesto, se dará una tensión vital entre la seductora atracción de este mundo y la atracción por Dios. La tierra, con sus bellezas, con sus placeres, y su materialidad pueden quitarnos el aliento y hacernos creer que este mundo es todo lo que hay, y éste mundo es todo lo que necesitamos para ser. ¿Quién necesita nada más allá? ¿No es la vida aquí en la tierra suficiente? Además ¿qué prueba existe de que existe una realidad o sentido más allá de nuestras vidas aquí?

Pero incluso estando tan poderosamente, y correctamente, adaptados a este mundo y sus ofertas, otra parte de nosotros se encuentra también atrapada en el abrazo y el agarre de otra realidad, la divina, aunque menos desarrollada no es menos implacable. Esto nos dice que es real, que su realidad por último nos da vida, que también debería ser honrada, y no ser ignorada. Y como la realidad del mundo, se presenta también como promesa y prueba al mismo tiempo. Algunas veces se siente como un cálido capullo en el cual nos sentimos radicalmente abrigados y otras sentimos su poder como un juicio amenazante por nuestra superficialidad, mediocridad y pecado. Algunas veces bendice nuestra fijeza en la vida terrena y sus placeres, y otras nos asusta y relativiza al mismo tiempo nuestro mundo y nuestras vidas. Podemos alejarla de nosotros a través de la distracción ola negación, pero permanece, creando siempre una poderosa tensión dentro de nosotros: somos irremediablemente hijos del cielo y de la tierra, tanto Dios como la tierra tienen derecho a nuestra atención.

Así es como debe ser. Dios nos ha hecho irremediablemente materiales, carne, orientados a lo terreno, con instintos en nosotros alcanzados por las cosas de esta tierra. No deberíamos esperar que Dios quiera que huyamos de la tierra, negando su auténtica belleza, tratando de escapar de nuestros cuerpos, de nuestros instintos naturales, de nuestra materialidad para fijar nuestra vista  solo en las cosas del cielo. Dios no creó este mundo como un lugar de prueba, un lugar donde nuestra obediencia y piedad son puestos a prueba r la seducción de los placeres terrenos, para ver si somos merecedores del cielo. Este mundo es un misterio y tiene su propio significado, dado por Dios en sí mismo. No es simplemente un escenario en el cual, como humanos, representamos nuestros dramas individuales de salvación y luego cerramos el telón. Es un lugar para todos nosotros, seres humanos, animales, insectos, plantas, agua, rocas, y suelo para disfrutar de una casa juntos.

Pero esta es la raíz de la gran tensión que hay en nuestro interior: a menos que neguemos al tiempo nuestros más poderosos instintos humanos y nuestras más poderosas sensibilidades religiosas nos encontraremos siempre atrapados entre dos mundos, con parecidas lealtades en conflicto, atrapados entre la atracción por el mundo y la atracción por Dios. Sé lo cierto que es esto por mi propia vida. Vine a este mundo con dos amores incurables y he gastado mi vida y ministerio atrapado entre estos dos: siempre he amado el mundo pagano por su honra de la vida y sus celebraciones de las maravillas del cuerpo humano y la belleza y el placer que nuestros cinco sentidos nos ofrecen. Con mis hermanos y hermanas paganos, honro la atracción de la sexualidad, el confort de la comunidad humana, el deleite por el humor y la ironía, y los notables regalos que nos ofrecen las artes y las ciencias. Pero, al mismo tiempo, siempre me he encontrado agarrado por otra realidad, la divinidad, la fe, la religión. Su realidad siempre ha capturado mi atención, y de manera más importante, ha dictado las decisiones importantes de mi vida.

Mis principales elecciones en la vida encarnan y expresan una gran tensión porque han tratado de ser leales a estas dos ramas primordiales que hay en mí, la pagana y la divina. No puedo negar la realidad, la atracción, la bondad de cada una de ellas. Es por esta razón por la que puedo vivir como un consagrado, célibe de por vida, ejerciendo como ministro religioso, incluso amado profundamente el mundo pagano, bendiciendo sus placeres, e incluso bendiciendo la bondad del sexo, porque por otras lealtades renuncio a todo ello. Esta es también la razón por la que pido perdón crónicamente a Dios por la resistencia del mundo pagano, incluso cuando estoy intentado hacer una defensa de Dios ante el mundo. Vivo entre desgarradoras lealtades.

Así debería ser. El mundo nos quita el aliento, incluso cuando nos postramos ante el autor de dicho aliento.

    

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