¿Hacia dónde lleva el Espíritu la Vida Consagrada del siglo XXI?

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Conozco tu conducta: mira que he abierto ante ti una puerta que nadie puede cerrar, porque, aunque tienes poco poder, has guardado mi Palabra y no has renegado de mi nombre. … Ya que has guardado mi recomendación de ser paciente, también yo te guardaré de la hora de la prueba que va a venir sobre el mundo entero para probar a los habitantes de la tierra.  Vengo pronto; mantén con firmeza lo que tienes, para que nadie te arrebate tu corona…El que tenga oídos, oiga lo que el Espíritu dice a las Iglesias. » (Apc, 3, 8-13).

¿Hacia dónde lleva el Espíritu la Vida Consagrada del siglo XXI?

Más allá de sus particularidades en cada continente, en cada nación o país, en cada orden o congregación, en cada comunidad o persona, la vida consagrada es como una navecilla de vela impulsada por el viento del Espíritu. El  Espíritu que genera su pluralidad carismática, es la fuente –así mismo- de su fundamental unidad. El viento marca sus ritmos, su velocidad, su orientación; le permite luchar contra las corrientes que quieren llevarla hacia otros destinos u incluso su misma destrucción. Hoy la vida consagrada, navecilla impulsada por el viento, no cuenta con corrientes favorables en muchos lugares de la tierra, pero sí con el Viento –siempre favorable- del Espíritu. Y, por eso, nos preguntamos: ¿Hacia dónde lleva el Espíritu la Vida Consagrada del siglo XXI., globalmente considerada?

El cambio “relativo”

Sociedad tradicional
 

Podría parecer que pocas cosas han cambiado en la vida consagrada del siglo XXI. La diversas familias religiosas, extendidas ya por todo el mundo, nos hablan de sus fundadores y fundadoras, nos muestran características comunes y persistentes, no renuncian a símbolos del pasado y se entusiasman recurriendo a ellos: imágenes, símbolos, himnos, hábitos, costumbres etc..

Aunque hablemos del nuevo rostro de la vida consagrada, no debemos olvidar que las órdenes o congregaciones son y tienden a ser “sociedades tradicionales”, aun en medio de la sociedad del movimiento. En ellas la tradición cuenta más que el futuro, las raíces más que las ramas, la inspiración originaria más que los sueños utópicos de futuro. El mito de los orígenes, el carisma inicial y germinante es aquel que se cuida, conserva, venera. El pasado mejor, discernido, acrisolado, es el que alecciona a las nuevas generaciones. La autoridad viene del pasado, no del futuro

Cuando un joven ingresa en una orden o congregación no es que renuncie al futuro, pero sabe bien -o pronto lo sabrá- que su mirada habrá de volverse hacia las raíces del árbol, habrá de aprender de los inicios, de la historia… en suma, de la tradición e iniciarse en un estilo de vida que viene del pasado en sus elementos más característicos. Esto contrasta bastante, sobre todo, en aquellas sociedades en las que no hay auténticos procesos iniciáticos.

La vida consagrada -que recibe hoy nuevas adhesiones en países y continentes en los que hasta ahora había sido muy minoritaria- sigue reproduciendo su rostro tradicional. No estamos asistiendo al nacimiento de un nuevo rostro, una nueva identidad y fisonomía.

En todos los continentes -Europa, América, África, Ásia, Oceanía- las familias carismáticas que forman la vida consagrada tienen las mismas señas de identidad: viste el hábito franciscano, dominicano, cisterciense o benedictino, tanto un español, como un inglés, un brasileño como un canadiense, un japonés como un filipino, un vietnamita como un libanés, un congoleño como un ruandés… Pero, más aún que el hábito, el estilo carismático es el mismo. ¡Y cuánto se cuida y protege esta identidad común a partir de los elementos básicos que la definen! Los institutos religiosos con fuerte identidad carismática cuidan mucho de configurar desde esa identidad los nuevos brotes de vida que surgen en uno y otro continente.

Había recelos en la vida consagrada, como los hay en cualquier sociedad tradicional, respecto a la acogida de vocaciones nativas y provenientes de otras culturas, lenguas, razas. Lo que en principio podría parecer un enriquecimiento numérico del Instituto, suscitaba miedos, recelos, desconfianzas respecto a la capacidad real de que esas personas advenientes fueran capaces de integrarse de verdad en la corriente vital del Instituto, sin desvirtuar con el tiempo su espíritu o deteriorarlo. En tales recelos entraban también los jóvenes “modernos” y, sobre todo, “posmodernos” de los países tradicionalmente cristianos, que traen a la vida consagrada un estilo cultural tan diferente al reinante entre las mayorías de nuestros institutos.


Las nuevas generaciones y el desafío de la interculturalidad


En los años setenta y posteriores- con más fuerza- los institutos se han abierto a la acogida de nuevas vocaciones; más aún, lo han favorecido. En este sentido, la vida consagrada ha iniciado una etapa de catolicidad, antes inédita. “Católico” es etimológica y teológicamente hablando aquello que está abierto al todo, que no se cierra, que tiene capacidad de integrar todo lo que adviene. Esta catolicidad sigue desplegándose y haciéndose más fuerte, en la medida en la que -¿providencialmente?- la vida consagrada se debilita en los países e iglesias en las que hasta ahora estaba más asentada y consolidada.

Aun recordamos aquellos tiempos en que se pensaba que esta forma de vida es la más apta para seres humanos de ciertas culturas y no de otras, de ciertos talantes y no otros. En el fondo se pensaba que los países de vieja cristiandad eran los que detentaban el privilegio de esta forma de vida, que sus culturas eran las más adecuadas para que floreciera y que su implantación en otras latitudes y culturas habría de hacerse con muchos miramientos y cautelas. ¡Cuántas veces no se dijo que la vida religiosa no está hecha para los habitantes de ciertas poblaciones… a no ser en casos muy excepcionales! Tímidos intentos de acogida, acompañados de una desconfianza sostenida, acababan en el fracaso. En lugar de promover las vocaciones en tales países, se hacía de la actividad misionera en tales países el mejor argumento para promocionar vocaciones entre los jóvenes de los países de vieja cristiandad.

Sin embargo, a partir de los años ochenta, quizá movida por la crisis vocacional de los países tradicionalmente católicos, se optó por una expansión misionera-vocacional. Hubo institutos que buscaron caladeros vocacionales. Un criterio de establecimiento de nuevas presencias no era únicamente el servicio a los diversos pueblos y a la evangelización sino también los recursos vocacionales. No intento en manera alguna juzgar negativamente este hecho, aunque en determinadas circustancias el fenómeno fuera censurable. La cuestión es que gracias a esta audacia misionera-convocante algunos institutos consiguieron levantar el vuelo. Asia y África emergieron como continentes en los cuales, a pesar de la escasísima minoría católica, el 2% de católicos frente a un 98% de no-católicos en Asia y un 15% frente a un 85% de no cristianos en África, ofrecía una juventud capaz de insertarse en los institutos religiosos, que aunque envejecidos, algunos casi en estado “terminal”, podían ofrecerles también su experiencia, su espiritualidad contrastada, sus recursos materiales y económicos y formativos. Se inició así una especie de inmigración en la vida consagrada de las antiguas iglesias. Jóvenes de la India, de Filipinas,  de Corea y Japón, de Nigeria, del Congo, de Ruanda o Guinea, comenzaron a incorporarse a la vida consagrada. La vida consagrada y sus institutos se mostraron mucho más receptivos que antes al fenómeno vocacional. El proceso formativo era lento, pero constante y creciente. En pocos años la vida consagrada tiene también rostro africano y asiático.

Los miembros de estos continentes están ya integrados, con pleno derecho, dentro de la vida consagrada. No son ya jóvenes inexpertos y en proceso de iniciación, sino religiosos o religiosas maduros, bien formados, con experiencia y que han conectado adecuadamente con la gran tradición que el instituto les ofrecía.

No pocos han sido integrados en los gobiernos generales, tal vez con un cierto apresuramiento, como gesto de buena voluntad, cuando no estaban suficientemente preparados para una tarea así. Una especie de tolerancia exótica ha hecho que los miembros de los institutos acepten esta situación de paso, hasta conseguir una integración más madura y experta en el gobierno de los institutos. Se prevee que en un plazo no muy lejano, la vida consagrada en sus institutos y comunidades sea mayoritariamente orientada y dirigida por quienes pertenecen a países, culturas y tradiciones religiosas ajenas a las que hasta ahora han prevalecido-. El desafío de la interculturalidad está servido.


¿Pasos hacia delante?


A comienzos del siglo XXI  la vida consagrada tiene un rostro diferente a aquel que fue más común en el siglo pasado. Resultaría enormemente ingénuo y además presuntuoso, anticipar cómo será la vida consagrada a finales de este primer siglo de este nuevo milenio; estúpido del todo sería hablar de lo que será la vida consagrada del tercer milenio; ¿puede alguien ser capaz de prever con mil años de perspectiva? Quizá, por eso, el lenguaje del “nuevo milenio” –a no ser que tenga un sentido apocalíptico- no nos sirve.

La vida consagrada es hoy la que es: más católica y siempre continuista o tradicional. Que se ha renovado integrando los elementos más positivos del proceso histórico es evidente; lo mismo le sucede a la sociedad, a cada uno de los pueblos. La vida consagrada asume el crecimiento intelectual y teológico, las nuevas tecnologías; todo lo novedoso que el progreso trae, antes o después queda integrado en estas comunidades. Pero los intentos de una total tranformación, renovación o refundación, sirven a la postre, para dar hacia delante un pasito pequeño, sin aportar la revolución que se pretendía. Después de momentos turbulentos las cosas vuelven a su cauce y la vida consagrada sigue siendo la que era, la que es.

Nosotros creemos que es el Espíritu quien la mantiene en la existencia y movimiento. Desde siempre hemos proclamado que es un don del Espíritu a su Iglesia, al mundo. Que el Espíritu es su fundador permamente. Por eso, la existencia de la vida consagrada es misterio, es don del Espíritu y no resultado de un modelo organizativo que perdura, que resulta exitoso a lo largo de los siglos. Ella nace de encuentros misteriosos con Dios en la oración y en la contemplación compasiva de nuestro mundo. Ella se mantiene gracias a un proceso permanente de fe. Parecen dirigidas a nosotros aquellas palabras del profeta Isaías: “Si no creéis en mí, no subsistiréis” (Is 7,9).


Cuestiones de inmediato futuro


Es verdad que hasta ahora se ha logrado mantener la cohesión y unidad carismática. Pero pueden llegar tiempos y están llegando, en los cuales también se reivindique un origen carismático diferente. ¿Habrá fundadores asiáticos, fundadores africanos? ¿Será que la vida consagrada nacida en los países de vieja cristiandad necesitará otras raíces culturales?

Nos hemos visto precisados a adaptar nuestros fundadores y fundadoras a las nuevas circunstancias. Los esfuerzos de los institutos por globalizar la imagen del propio fundador, por hacerlos personajes con proyección global, mundial, han sido grandes. Es un proceso de mitificación legítimo, pero que puede conllevar un peligro: olvidar que los fundadores fueron personajes históricos, culturalmente limitados. Por eso, a veces puede sonar a falso el querer presentar a ciertos fundadores y fundadoras, como paradigmas universales, a no ser que se universalice una visión que estaba demasiado condicionada en sus orígenes por un lugar, una situación, una visión del mundo. De ahí la pregunta: ¿Cuándo decimos hablar de nuestros fundadores, de quién o de qué estamos realmente hablando? ¿Del personaje histórico o de una idea, proyecto o visión que se adjudica pedagógicamente a una persona que algo tuvo que ver pero que la supera por todas partes? Aquella distinción teológica, útil en otros tiempos, entre el Jesús de la historia y el Cristo de la fe, sería aplicable a nuestros fundadores: el fundador de la historia y el fundador mitificado de la fe del instituto. Cuando se produce una corriente des-mitificadora, puede caerse todo por los suelos.

Los procesos de mitificación cohesionan a los miembros de los institutos, hacen fuertes sus instituciones. Cuando una realidad se mitifica, no se admiten objeciones, todo se debe aceptar emocionalmente. En tiempos de gran diversidad cultural en los miembros de un instituto, parece importantísimo recurrir al mito, para así crear la cohexión necesaria entre tanta diversidad. Es perfectamente comprensible que se recurra al mito carismático para tejer la unidad carismática que nos dé razón de ser como instituto, congregación y orden. En esta situación, la figura “histórica” del fundador o fundadora interesa menos, sobre todo, en aquellos aspectos que cerrarían el paso hacia el progreso.


¿Hacia dónde nos está llevando el Espíritu?


No es fácil conocer hacia dónde está llevando el Espíritu el mundo, la iglesia, la vida consagrada.


El dilema: ¿qué espíritus o Espíritu nos mueven?


Para nosotros, los creyentes, el Espíritu es el gran motor de la historia. Estamos en el tiempo de la “missio Spiritus”. El Espíritu ha sido enviado y actúa en toda la tierra. Pero su acción no es una evidencia, sino un misterio. Jesús decía de Él o Ella que “el Viento sopla donde quiere, y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va; así es todo el que nace del Espíritu»” (Jn 3,8). Así las cosas, hemos de ser muy precavidos y humildes a la hora de responder a esta cuestión: ¿hacia dónde nos está llevando el Espíritu? Con mucha facilidad atribuímos al Espíritu con mayúscula aquello que es atribuible a otros “espíritus” con minúscula. El “discernimiento” de espíritus es, en este caso, imprescindible. Y aun cuando creamos que  ya disponemos de una respuesta, aun entonces, hemos de asumirla con humildad, con temor y temblor, conscientes de que el Espíritu de Dios nos supera por todas partes y su acción nos resulta misteriosa.

Esta reflexión justifica que cuestionemos, ya de principio, esas respuestas claras y distintas (sean de signo progresista o de signo conservador) que asignan al Espíritu lo que son visiones particulares de personas o grupos, o tendencias políticas. Hay quienes han afirmado que el modelo de vida consagrada “inserta en medios populares” es el lugar adonde el Espíritu la lleva. Otros han reafirmado que la recuperación de los grandes valores tradicionales como la oración, la obediencia a la Iglesia, la vida en comunidad, son los rasgos que el Espíritu quiere de la vida consagrada. Unos han defendido como tendencia del Espíritu el abandono de las grandes instituciones de apostolado propias (colegios, hospitales), para implicarse en obras llevadas a cabo por el Estado u otras instituciones, colaborando con ellas. Mientras unos creen que el Espíritu nos pide una permanente disponibilidad e itinerancia, otros creen que nos pide encarnación, compromiso con la gente con la que estamos. Mientras unos afirman que el Espíritu nos lleva hacia una cierta independencia de la Iglesia jerárquica y una actitud crítica y “profética” ante ella, otros creen que es a la integración en las grandes líneas pastorales, a la obediencia y comunión eclesial, hacia donde nos lleva.

Nos podría servir como criterio de discernimiento sobre aquello que el Espíritu quiere de nosotros y hacia dónde nos lleva, el siguiente: ¡pertenece al Espíritu de Dios todo aquello que nos induce a: a) ser “memoria Jesu” en nuestra vida y misión: “el Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho” (Jn 14,26); b) profundizar en la comunión de la Alianza: “la comunión del Espíritu esté con vosotros” (Koinonia Pneumatos) (2 Cor 13,13); c) responder a los desafíos con imaginación creadora y transformadora (Spiritus creador): “un viento de Dios aleteaba por encima de las aguas” (Gen 1,2).

Creo que son estas tres las características fundamentales de la misión del Espíritu. Y, por consiguiente, su acción se descubre allí donde estas tres características se pueden verificar. Es lo que quiero exponer en los siguientes apartados, aplicado a la vida consagrada mundial en este momento de comienzo de siglo.


“Memoria Jesu” (Jn 14,26)


El primado de la Palabra de Dios y, por lo tanto, del Espíritu


La vida consagrada de nuestro tiempo, femenina y masculina, ha sido agraciada –junto con toda la Iglesia- con un mayor conocimiento del Señor Jesús. La recuperación notabilísima de la Palabra de Dios en la propia formación, espiritualidad y misión, la formación bíblica permanente, el redescubrimiento de la persona de Jesús desde claves mucho más existenciales e interpelantes que en el pasado preconciliar, han enriquecido de una manera especial la vida consagrada. La vida consagrada está hoy mucho más cerca del Espíritu en la medida en que está más cerca de la Palabra de Dios.

La ética que se nos propone en la vida consagrada tiene mucho más que ver con el Evangelio, que con tradiciones ascéticas, impositivas. Hemos tomado una gran conciencia de que más vale misericordia, que sacrificios, que de poco sirve ayunar si devoras al hermano. El Espíritu ha realizado una obra ética impresionante, cuyo alcance a veces se nos escapa, en lo referente al aprecio a la dignidad de la persona, el respeto al ser humano de cualquier condición, en la defensa de la libertad y autonomía y de los derechos inalienables de los individuos. De una vida religiosa con rasgos dictatoriales y ascéticos en excesos, hemos pasado –gracias a la acción del Espíritu- a una vida consagrada más fraterna, más humanizada, más libre.


Hacia una mayor identificación con Jesús


El Espíritu, sin embargo, no nos deja tranquilos. Él nos hace comprender que el seguimiento de Jesús es un vocación permanente, incesante, sin tregua. Nos pide saber interpretar el seguimiento en cada tiempo, en cada lugar. La vida consagrada pretende –aunque muchas veces no lo consiga- ser “camino”, proceso, identificación progresiva con Jesucristo. De ahí, la importancia que les hemos dado a los itinerarios formativos y espirituales en nuestros planes de formación y espiritualidad.

Los rasgos carismáticos de cada instituto son apreciados no tanto por lo que evocan de los propios fundadores, sino porque son rasgos carismáticos que hacen más penetrante y apasionante la identificación con Jesús.

El Espíritu nos ha llevado –en esta línea- a convertir la celebración eucarística –en el contexto dinámico del año litúrgico- el centro de nuestra espiritualidad, convivencia y misión.

Por fidelidad a Jesús nos hemos cuestionado la relación que, como seguidores del Señor, mantenemos con el poder y el dinero y qué tipo de poder es el que nosotros ejercemos, o qué tipo de economía es la que nos caracteriza. Cada día se nos ha ido haciendo más evidente, que somos “memoria Jesé” cuando renunciamos al poder y a la codicia como idolatría, al poder político, económico y religioso, que en el Apocalipsis y en los Profetas es presentado bajo la imagen de las bestias.  El poder-servicio, el poder del amor, el poder de la minoridad, es aquel que deseamos inspire nuestras decisiones, nuestras conductas.

El Espíritu nos lleva hacia un seguimiento de Jesús tal que reproduzcamos en nosotros sus rasgos, su estilo de vida, que nos convirtamos en biografías con rasgos cristológicos, o cristologías vivientes. Por eso, esta forma de vida religiosa quiere ser más itinerante, compasiva, evangelizadora.

El Espíritu, sin embargo, nos identifica con Jesús no de forma genérica y estandarizada. El Espíritu es intérprete, configura dentro del tiempo que nos toca vivir. Por eso, su acción no es repetitiva. Hace “memoria Jesé” poniendo de relieve en nosotros aquellas virtudes que son más elocuentes en nuestro tiempo. Lo que se ha vuelto anacrónico en la sociedad no es mediación elegida por el Espíritu. La tarea hermenéutica del seguimiento de Jesús nos pide descubrir bajo qué mediaciones el Espíritu nos conduce hacia una mayor identificación con nuestro Señor.


La “comunión del Espíritu” (Koinonia Pneumatos) (2 Cor 13,13)


El Espíritu se nos ha revelado como el Espíritu de la Nueva Alianza, de la Comunión. Es el Espíritu del Padre y del Hijo, es el Espíritu que originó la vida de Jesús en el seno de María, y es el Espíritu que reposó permanentemente sobre Jesús hasta el momento del sacrificio supremo. El Espíritu ha sido derramado sobre toda carne, sobre toda realidad. El Espíritu es punto de encuentro, clave de acceso al otro, mediación de Alianza, fuerza de comunión. Donde hay comunión y amor, allí está el Espíritu.

Este dinamismo es cada vez más fuerte dentro de la vida consagrada. Está siendo llevada por el Espíritu hacia una mayor comunión.


En el entramado de las iglesias particulares y de la sociedad


Veo en la vida consagrada una tendencia muy fuerte a vivir nuestra forma de vida más, mucho más integrados, en la trama de las iglesias particulares y de nuestras sociedades. La llamada diocesanización, parroquialización de la vida consagrada, o incluso “secularización” no ha sido a mi modo de ver, un error, sino un paso –tal vez a veces excesivo, pero perfectamente corregible- hacia el redescubrimiento de nuestra esencial eclesialidad y mundanidad.

Reivindicamos ahora nuestra eclesialidad, no porque dispongamos de documentos pontificios que avalen nuestra autonomía o exención, sino porque la hacemos valer en nuestras acciones misioneras, en nuestra con-vivencia y nuestro compartir con todos los miembros del pueblo de Dios, porque nos sentimos, ante todo y sobre todo, pueblo de Dios.

Cuando junto con otros religiosos y religiosas nos encontramos y situamos en el pueblo de Dios, nos avergonzamos de nuestros pasado triunfalismos carismáticos e institucionales que nos hacían sentirnos en “estado de perfección”, seguidores más cercanos de Jesús, expresión del radicalismo evangélico y de la profecía… etc. Ese peligro nos acecha siempre que nos situamos en nuestros espacios “propios y particulares” y no tenemos contacto con los demás y a los que llamamos a colaborar –laicos- los mantenemos en una dependencia y subordinación absoluta. Cuando, sin embargo, nos integramos con los demás, entonces reconocemos nuestro extravío, y vemos que de nada sirve nuestra identidad carismática si no es, ante todo y sobre todo, identidad eclesial. En la Iglesia los carismas se redefinen, se tornan servicios humildes y no medallas de distinción y privilegio, adquieren rasgos “franciscanos” de minoridad.

La vocación eclesial ínsita en nuestra vocación consagrada no se deja aquejar del particularismo del que, tantas veces, adolecen también, las iglesias particulares. También en las iglesias particulares nos sentimos “peregrinos”, “transeúntes”. Estamos en las iglesias particulares disfrutando de su hospitalidad. Pero, como en todo caso de hospitalidad, la presencia es siempre transeúnte, pasajera, provisoria. Somos comunidades provisorias, itinerantes. Nuestra eclesialidad es singularmente católica. Estamos abiertos y disponibles para cualquier iglesia particular, en el momento en que sea necesario.

También nos sentimos más pertenecientes a la sociedad, a la ciudadanía. No solo queremos pertenecer a una iglesia particular, también al pueblo, a la sociedad en cuyo espacio nos es dado vivir. La inculturación se ha convertido para nosotros, no solamente en un requisito misionero, en una estrategia evangelizadora, sino en un rasgo necesario de una espiritualidad de la encarnación. Por eso, la pertenencia a asociaciones civiles, la integración en la sociedad civil se nos presentan como exigencias espirituales y vocacionales, que en nada aminoran ni deterioran nuestra vocación religiosa.


Vida consagrada, “globalizada” y “católica”: el don y la tentación


Es interesante apuntar este aspecto de nuestra catolicidad. Hay una forma de entender la catolicidad que, a mi modo de ver, se aproxima demasiado a una noción de globalización que la ética desaprueba. Se trata de la catolicidad o globalización entendidas como uni-versalización, es decir, como reproducir lo uno en otras partes, en todas las partes. En eso consisten todos los imperialismos: lo uno se impone por doquier. Aunque el imperio admita peculiaridades de grupos o pueblos, no obstante, su gran objetivo es imponerse para crear unidad. Este modelo globalizador no respeta la dignidad de las personas, de los grupos. Los priva de sus peculiaridades culturales, de sus derechos innatos a continuar siendo ellos mismos. Es lo que se ha dado en llamar la “destrucción creativa” (John Gray).

Esto se produce también en una catolicidad en la que se impone un modelo, por ejemplo, “romano” (que implica visión teológica, litúrgica, jurídica, pastoral…), destruyendo las peculiaridades de cada iglesia particular. Proyecto de Juan Pablo II no era ofrecer a la Iglesia un catecismo universal, sin más, sino favorecer a partir de él la retraducción multicultural de ese Catecismo en las diferentes iglesias particulares. Ese proyecto puede quedar frenado por la pereza que siempre nos acecha, privando a las iglesias particulares de algo que les es absolutamente necesario.

Cosa distinta es la catolicidad o la globalización entendidas como solidaridad, comunión, diálogo, integración, de los pueblos diferentes, de todas las formas particulares de ser, vivir y actuar como iglesia. Esta catolicidad requiere una especie de permanente “perichóresis”, intercambio entre la iglesia mundial y las iglesias particulares, entre la humanidad y sus naciones, sin que prevalezca una realidad particular sobre las otras y sí el bien de la humanidad o de la iglesia global sobre las particularidades. En este modelo de catolicidad o globalidad nadie es eliminado, absorbido; nadie se encierra en sí mismo, o se absolutiza. En este modelo llegan a la humanidad o la iglesia las riquezas de las naciones, de las iglesias particulares. Es un modelo sinodal. Todos caminan conjuntamente.

Pues bien, la vida consagrada se hace más eclesial en este segundo sentido. Es defensora apasionada de lo particular, pero su condición de peregrina y transeúnte en las iglesias particulares, la convierte en singular valedora de la comunidad y solidaridad entre todas las particularidades de la Iglesia.

Con el flujo y reflujo de los destinos dentro de la vida consagrada, vemos cómo en iglesias particulares de Corea o de Filipinas, de Nigeria o de Zimbaue o de cualquier otro país, están presentes religiosas o religiosos que vienen de iglesias de América o de Europa. Ellas y ellos intentarán por todos sus medios inculturarse, servir con todos sus dones a la vida eclesial, y quedarán enriquecidos por ella. Pero, a su vez, su presencia no tiene rasgos de voto de estabilidad. Su estabilidad se basa en la pertenencia a la Iglesia en cualquier parte del mundo. Así también en las viejas iglesias hay una presencia de la vida consagrada, tal vez ya jubilada, que trae memorias de otras iglesias del mundo entero en las que esos religiosos o religiosas desgastaron su vida. Ellas y ellos son puertas o ventanas abiertas hacia la catolicidad, que sacan a las iglesias particulares de sus particularismos estériles.


La preocupación política


La comunión que el Espíritu quiere no es sólo intraeclesial. El Espíritu quiere unificar la humanidad dentro de la admirable variedad. El Espíritu es fuente de unidad y diversidad, o si queremos de diversidad que tiene todas las posilidades de entrar en una vivificante unidad.

Una vida consagrada movida por el Espíritu, es llevada a confrontarse con los poderes políticos que discriminan, que dividen y subyugan, que no reconocen las individualidades, que el mismo Espíritu suscita como carismas. Nada extraño, entonces, que recupere de nuevo la vida consagrada un talante más político. Que entienda que no puede estar en la sociedad como un elemento neutro, descomprometido, recluído en un sistema religioso que no se entromete en otros asuntos. La vida consagrada es llevada por el Espíritu a ser profecía sin compromisos de los valores de justicia, paz. Por eso, se pone de parte de la gente más necesitada, defiende al oprimido, al huérfano y a la viuda, hace de sus casas santuarios donde son acogidos los perseguidos. En algunas naciones la vida consagrada resulta incómoda, es perseguida.

Es también verdad que existe una fuerte inercia –agravada por el envejecimiento de los religiosos- que en no pocos paises nos vuelve conservadores y mantenedores del sistema imperante, conservadores políticos un tanto viscerales, identificados con una línea a la que casi siempre aplaudimos, y críticos viscerales hacia otra línea que casi siempre rechazamos. La visceralidad política no es don del Espíritu. Ahí la acción del Espíritu  nos lleva, nos llevará hacia una mayor ecuanimidad.


Allí donde se reactiva la Alianza… allí la vida consagrada


Entender la vida consagrada como una forma de vida en Alianza y al servicio de la Alianza de Dios con los seres humanos, de los seres humanos con Dios y entre sí, es el horizonte adecuado para ver el camino por donde el Espíritu nos lleva

Hay alianzas basadas en el dinero, en el poder, en el interés. Hay Alianzas basadas en el amor, en el aprecio mutuo, en el reconocimiento de la vocación común. Algo tan simple como es trabajar en equipo, formar comunidad, sentirse pueblo, pierde su simplicidad para convertirse en el quicio de nuestra vida. El diálogo que nos hace comprender al otro, la curiosidad que nos lleva a descubrir lo desconocido, la convivencia que nos permite ver de cerca la realidad, son caminos de Alianza que configuran nuestra vida.


Spiritus Creator et Consumator


¿Hacia dónde nos lleva el Espíritu? Bien podemos decir que hacia la nueva Jerusalén que baja del cielo y se establece entre nosotros, hacia el cielo nuevo y la tierra nueva.

Los artistas, movidos por la inspiración creadora, son capaces de extraer de la nada o del caos, la belleza plasmada en mil formas. Sin espíritu el artista no es nada. El Espíritu nos sorprende día a día con nuevas creaciones y nos envía el alimento cultural, artístico, intelectual, espiritual que nos hace falta. Donde falta la capacidad creadora, allí no está el Espíritu. Creando sin pausa, el Espíritu lleva la historia y la redención a su consumación.

¿Hacía dónde nos lleva el Espíritu? Quiero fijarme únicamente en tres aspectos: a) la imaginación creadora en el ámbito de la teología, del arte y de la espiritualidad; b) la capacidad creadora de nuevos modelos de institucionalización o refundación institucional; c) la terapia regeneradora.


Imaginación creadora


Señales de la presencia del Espíritu entre nosotros son las innumerables obras de arte y de pensamiento que han sido generadas y siguen siendo generadas en el espacio de la vida religiosa.  Nuestros artistas y pensadores no son –como algunas veces se ha pensado- amenazas a la vivencia del carisma y de la misión. Quienes tuvieron que hacerse espacio para la creación y eran considerados, al principio como excéntricos y malos religiosos, se convirtieron después en puntos de referencia simbólica.

No solo se vive el carisma de la hospitalidad, o la evangelización catequética, o la compasión, a través del trabajo apostólico, también a través de la creación artística y simbólica. En ella, sea musical, literaria, arquitectónica, escultural, pictórica, teatral… se expresa el “Spiritus Creador”, que nos abre hacia nuevos horizontes y hace que descienda hacia nosotros la Nueva Jerusalén.

El cultivo de la imaginación creadora ensancha el espacio de nuestra tienda, y fortalece nuestra capacidad de seducción y atracción. La belleza salvará la vida consagrada.


Refundación institucional


Hace años el teólogo Johann Baptist Metz reivindicaba la necesidad de nuevas instituciones –“instituciones de segundo orden”- en las que se expresase la libertad crítica de la fe. Los sistemas cerrados crean instituciones en las cuales todo está previsto, prevalece el pensamiento único, no hay espacios para la diferencia, la multiculturalidad.

En la vida consagrada llevamos un tiempo largo de refundación institucional. Y digo largo porque el ritmo de nuestros Capítulos Generales es de sexenio a sexenio. Si un gobierno general se despista, puede dejar pendiente una reforma necesaria a muchos años vista.

El Espíritu nos puede inspirar aquellas soluciones institucionales que nos permitan vivir en auténticas comunidades, que sean al mismo tiempo misioneras y apostólicas y también lugares de encuentro, de convivencia, de oración. El Espíritu nos puede llevar a una nueva forma de entender la dimensión centrífuga y centrípeta de nuestra vida, la conexión entre acción, pasión y contemplación y plasmarlas en nuestras instituciones.

Las diversas experiencias en el ámbito formativo intentan descubrir hacia dónde nos lleva hoy el Espíritu. El énfasis en la “personalización” de los procesos formativos es un gran paso. Creo que también el Espíritu nos lleva a reconocer la fuerza formativa de  de una cierta desinstitucionalización formativa. Me refiero a la obesidad de los sistemas formativos, que al final resultan perjudiciales para los mismos formandos, o a la falta de imaginación formativa.

Refundación institucional es un nuevo horizonte que el Espíritu nos abre.


La terapia regeneradora


En sus inicios la vida monástica era considerada como una forma de vida con capacidades “terapéuticas”. Es más, los monjes eran llamados “terapeutas del desierto”. La experiencia monástica se convertía para no pocos varones y mujeres en su mejor terapia antropológica.

Si reconocemos cada vez con más fuerza la unidad del ser humano, espiritual y corpóreo, ese reconocimiento nos lleva a deducir que la curación de todos nuestros males no acontece únicamente en una dimensión de nuestro ser; sino que ha de realizarse armónicamente en todos.

La vida monástica ha sido una terapia integral para el alma, pero también para el cuerpo. En su obra “Vita Antonii” reconoce san Atanasio cómo la vida ascética repercutió tan positivamente en el cuerpo del anciano Abad Antonio, que causó sensación entre todos los que lo contemplaban cuando ya, muy anciano, visitó Alejandría. Quedaron todos admirados de  su equilibrio, energía y belleza corporal.

También el gran monje Evagrio introdujo en el desierto una auténtica terapia espiritual para los monjes. Desde su profundo conocimiento del ser humano, ideó caminos terapéuticos para vencer las tendencias negativas, los pecados capitales o malos pensamientos, o demonios interiores. Se trataba de terapias auténticamente regeneradoras.

Pero no hace falta ir tan lejos. La vida consagrada está descubriendo hoy una espiritualidad, adecuada para nuestro tiempo. En ella cuenta lo corporal y lo anímico, lo psicológico y lo espiritual. La espiritualidad que hoy se propugna es mucho más integral e integradora: afecta al alma y al cuerpo, a la individualidad y a la comunidad, a la comunidad y a la sociedad, a la ética y a la estética, a la estética y a la dietética. La forma de entender la vida, con sus ritmos de silencio, de desierto y retiro, y con su actividad generosa, crea un equilibrio fantástico en la vida humana.

También se está poniendo de relieve cómo la oración, la recitación de los salmos, la celebración de los ritos sacramentales crean situaciones de fecundidad y vitalidad para el ser humano.

La vida consagrada está descubriendo, movida por el Espíritu, que ella tiene una cierta función materna, con relación al ser humano. Los obispos asiáticos suelen convocar a la vida consagrada a ejercer entre sus pueblos una función de “paternidad y maternidad espiritual”.


El que tenga oídos, oiga lo que el Espíritu dice a la
vida consagrada


No estamos en un momento malo. La vida consagrada sigue su proceso de crecimiento a nivel mundial.

Pero el tiempo se nos vuelve decisivo. Hemos de tomar decisiones serias y sabias. Son tiempos para el entusiasmo y no la lamentación. El Espíritu lleva nuestra navecilla. Las corrientes nos quieren llevar en otra dirección. Pero ya vemos claro. Intuímos mejor hacia dónde vamos. La voz del Espíritu la oímos, aunque no lo veamos. Jesús y su ángel nos lo dicen: “El que tenga oídos, oiga –es decir “¡obedezca!”- lo que el Espíritu dice a la vida consagrada.

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