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Hacer violencia en nombre de Dios

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) -

Blaise Pascal escribió una vez: “Los hombres nunca realizan el mal tan completa y alegremente como cuando lo hacen por una convicción religiosa”. ¡Qué cierto! Esto ha continuado sucediendo desde el inicio de los tiempos y está mostrando pocas señales de desaparición a corto plazo. Aún hacemos violencia y daño, y los justificamos en nombre de Dios.

Vemos incontables ejemplos de esto en la historia. Desde el tiempo en que primeramente adquirimos la autoconciencia, hemos hecho violencia en nombre de Dios. Empezó por sacrificar a personas humanas para tratar de obtener el favor de Dios, y eso llevó a todo, desde perseguir activamente a otros por razones religiosas, hasta emprender la guerra en nombre de Dios, quemar a gente por herejía en tiempo de la Inquisición, practicar la pena capital por razones religiosas y, no lo menos, en un momento de la historia, entregar a Jesús para ser crucificado a causa de nuestro equivocado fervor religioso.

Estos son algunos ejemplos históricos llamativos; tristemente, no ha cambiado mucho. Hoy, en su forma más brutal, vemos violencia hecha en nombre de Dios por grupos como Al-Qaida e Isis, que, cualquiera que pudiera ser su motivación, creen que están sirviendo a Dios y purgando el mundo en nombre de Dios por medio del terrorismo y asesinato salvajes. La muerte de miles de personas inocentes puede estar justificada -creen ellos- por el hecho de que esta es la causa de Dios, tan sagrada y urgente que permite el olvido de los patrones básicos de la humanidad, la decencia y la religión normal. Cuando es por causa de Dios, se justifica el mal sin reservas.

Por suerte, nos es imposible a la mayoría de nosotros justificar esta clase de  violencia y asesinato en nuestras mentes y corazones, pero la mayoría de nosotros aún justifica esta clase de violencia sagrada en modos más sutiles. Muchos de nosotros, por ejemplo, aún justifican la pena capital en nombre de la justicia divina, creyendo que los planes de Dios demandan que matemos a alguien. Muchos también justifican el aborto con una apelación a nuestras libertades dadas por Dios. No lo menos, virtualmente, todos nosotros justificamos cierta violencia en nuestro lenguaje y discurso, porque sentimos que nuestra causa es tan especial y sagrada que nos da el derecho a olvidar algunos de los fundamentos de la caridad cristiana cuando tratamos con los que están en desacuerdo con nosotros, a saber, el respeto y la cortesía.

Nuestro lenguaje, en ambos círculos de la derecha y la izquierda, está lleno de violencia que justificamos en nombre de Dios. En la derecha, cuestiones como el aborto y la defensa del dogma son considerados tan importantes como para darnos permiso para demonizar a otros. En la izquierda, las cuestiones de injusticia económica y ecológica, porque afectan tan  directamente a los pobres, nos dan permiso de parecida manera para olvidar el respeto y la cortesía. A ambos partidos les gusta justificarse con una apelación a la justa ira de Dios.

Hay una historia en el Evangelio de Juan, deliciosa en su ironía, que ayuda a exponer cómo estamos tan frecuentemente ciegos para con la violencia que hacemos en nombre de Dios. Es el famoso episodio de la mujer sorprendida en adulterio. La traen a Jesús y le dicen que la sorprendieron en el preciso acto de cometer adulterio, y que Moisés mandó, en nombre de Dios, que las mujeres como ella fueran muertas a pedradas. Jesús, por su parte, no dice nada. Se inclina y escribe con su dedo, dos veces, en el suelo, y luego les dice que el que de entre ellos esté sin pecado puede tirarle la primera piedra. Ellos entienden el gesto: por qué escribe en el suelo, por qué escribe dos veces y qué significa eso. ¿Qué significa?

Moisés subió a una montaña, y Dios, con su dedo, escribió los Diez Mandamientos en dos tablas de piedra. Cuando Moisés, a su regreso, se acercó al campamento israelita, llevando las dos tablas de piedra, sorprendió al pueblo en el preciso acto de cometer idolatría. ¿Qué hizo? En un arrebato de fervor religioso, rompió los Mandamientos -literal, físicamente- sobre el becerro de oro y luego recogió los fragmentos y lanzó esas piedras al pueblo.

Así que aquí está la ironía de la cual sacar una lección: Moisés fue la primera persona en romper los Diez Mandamientos. Los rompió en nombre de Dios y luego tomó los fragmentos y apedreó al pueblo. Hizo este acto violento con toda sinceridad, arrebatado en fervor religioso. Por supuesto,   después tuvo que subir de nuevo a la montaña y tomar los Mandamientos escritos por segunda vez. Sin embargo, antes de dar a Moisés los Mandamientos por segunda vez, Dios le dio también una lección: ¡No apedrees al pueblo con los Mandamientos! ¡No practiques violencia en mi nombre!

Nosotros hemos sido muy remisos en acoger este mandato y tomarlo en serio. Todavía encontramos toda suerte de justificación moral y religiosa para hacer violencia en nombre de Dios. Estamos aún, como Moisés, aplastando los Mandamientos sobre lo que consideramos idólatra y luego apedreando a otros con los fragmentos. Esto es evidente en dondequiera de nuestro discurso religioso y moral, particularmente en cómo nosotros -como Pascal podría decirlo- en nombre de Dios, olvidamos “completa y alegremente” la caridad en lo que se refiere a la bondad y cortesía.         

    
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