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Fidelidad y perpetuidad

Severino María Alonso, cmf -

    La fidelidad implica perpetuidad. La perpetuidad es elemento o dimensión esencial de la totalidad. La perpetuidad es la totalidad en el tiempo. Un don total es necesariamente un don perpetuo y definiti­vo. Darse enteramente es e implica darse para siempre. Pablo VI llama a la donación propia de la vida religiosa -por su semejanza con la de Cristo a la Iglesia- “don absolutísimo e irre­vocable” (ET 7).

    Existe, sin embargo, una problemática, agudizada en los últimos años, en torno a la posibilidad misma de con­traer compromisos definitivos, y, por lo mismo, sobre si es posible la fidelidad, teniendo en cuenta la tem­poralidad constitutiva de la persona humana. Creemos ne­cesario apuntar algunas ideas para responder a esta problemática:

    Es cierto que el ser humano -varón, mujer- está medido intrínsecamen­te por la temporalidad. Pero no es sólo tiempo. Hay en él elementos de eternidad, que hacen posible y ase­guran una continuidad interior y que son una base para la fidelidad. El hombre vive para siempre, aun­que no vive desde siempre. Su “yo” más profundo permanece a través de todos los cambios. Su verda­dera identidad es eterna e indestructible. Si no es «lo mismo» que ayer, es “el mismo” que ayer. El hom­bre desempeña múltiples papeles en el gran teatro de la vida; pero, por debajo de esos múltiples pape­les que representa, hay un papel que es realmente.

    También es cierto que los estados de conciencia se suceden y cambian. Pero la conciencia, propiamen­te, no. Hay una certidumbre inviolable en cada per­sona de ser “ella misma”, sin posibles suplanta­ciones.

    La misma psicología del amor humano exige, por lo menos en la intención, perpetuidad. Un amor que no es para siempre, carece de valor auténtico. Seña­lar o suponer fechas para el amor resulta incluso ofensivo para el amor mismo y para la persona que ama o es amada. Los sentimientos, sobre todo cuando van impregnados de egoísmo o se basan en una simple atracción física, son volubles e inconstantes. Pero el amor verdadero -que es amar a la persona por razón de ella misma, para ella misma y porque es ella- resiste la separación y la prueba, y es eterno.

    Por otra parte, y ahora nos situamos ya en el campo estrictamente teológico, que es el propio de la vida cristiana y de la vida consagrada, la persona humana ha quedado ya instalada, por la gracia, en la vida eterna. Está ya viviendo ahora la vida eterna, como realidad presente: la misma vida de Dios?Trinidad, aunque todavía inicialmente, y en espera de consumación definitiva. Instalada ya verdaderamente, aunque todavía de modo incompleto, en la eternidad, tiene capacidad para comprometerse de forma definitiva, superando incluso su condición temporal.

    Por último, y esto es lo más decisivo, tratándose de la vida religiosa -especialmente consagrada-, el problema no hay que plantearlo desde el hombre, sino desde Dios; no desde la iniciativa humana, sino desde la vocación divina. Nadie es religioso por propia iniciativa. Es Dios quien llama y quien capacita para responder. En Dios, llamar es dar. La vocación es un verdadero don. Y los dones de Dios, por ser dones de amor, enteramente gratuitos, son dones definitivos, sin posible arrepentimiento por parte del mismo Dios, como nos recuerda san Pablo: “Los dones y la vocación de Dios son irrevocables” (Rom 11, 29). Llamar para siempre es crear en el llamado una permanente capacidad de respuesta. Por eso, la persona humana -varón o mujer-, desde esa previa capacitación, puede y debe responder y comprometerse definitivamente. La fidelidad del hombre consiste en apoyarse en la fidelidad inquebrantable de Dios.

    Los dones de Dios son para siempre, como todo don verdadero. Por eso, precisamente, son dones y no simplemente ‘depósitos’ o ‘préstamos’. Pero los dones de Dios no son dones ‘terminados’, ‘conclusos’, cerrados, estáticos. Son, por el contrario, dones germinales, porque se nos dan en estado de ‘germen’, de ‘embrión’, para que nosotros los cultivemos y los hagamos crecer. Dios no nos da el árbol, sino la semilla. Necesitan cultivo, atención y cuidado. Son dones dinámicos, con una exigencia intrínseca de desarrollo y de crecimiento progresivo. A este cultivo atento y delicado, en orden a su pleno desarrollo, lo llamamos fidelidad creadora. Y toda la tarea formativa se inscribe en este proceso de desarrollo, de cultivo y de madura­ción. La verdadera formación es exigencia intrínseca, es contenido y es manera esencial de fidelidad. Porque, mientras la custodia de un don material ?y la fidelidad a él? consiste en guardarlo, en protegerlo y en conservarlo intacto, la fidelidad a un don vivo y dinámico, como la vocación, consiste en hacerlo crecer y en desplegar sus virtualidades internas. La verdadera fidelidad es esencialmente creativa y creadora. Porque no se trata sólo ni principalmente de “resistir”, de “perseverar”, de mantenerse estables en el camino emprendido. Sino de caminar hacia delante sin descanso, de ir creciendo cada día en la identificación mística con Jesús. La gracia, de este modo, se hace compromiso. La llamada se convierte en respuesta. Y el don se transforma en tarea y en conquista.

    El concepto de fidelidad es muy cercano al de lealtad. También la verdadera lealtad dice relación directa a alguien. Se es leal -fiel- a una persona: a uno mismo o a otro. La fidelidad o lealtad a la palabra dada o a los compromisos adquiridos, es fidelidad y lealtad a sí mismo y a la persona a quien se ha dado esa palabra o con la que se ha contraído ese determinado compromiso. Por eso, es siempre una relación personal, lo mismo que el amor.

    
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