Fedor Dostoievski (1821 – 1881)

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“El secreto de la existencia
no consiste solamente en vivir,
sino en saber para qué se vive.”

Querido Fedor:

He recorrido por enésima vez el drama de tu vida, la peripecia de tus personajes, la locura de tu mundo interior, y es ahora cuando me siento impulsado a escribirte, pero incapaz de hacerlo, paralizado por la intensidad de tu historia y por la fuerza de tu genialidad siempre deslumbrante.

Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos. ¿Qué se siente en la infancia ante un padre teóricamente dedicado a curar, dada su condición de médico, pero realmente insufrible: tirano con la familia, bebedor, déspota con sus esclavos, que terminan asesinándolo de forma atroz, hartos ya de soportar tanta vesania?¿Qué se siente a los 28 años, cuando, juzgado y sentenciado a muerte, se encuentra uno mismo ante los postes de ejecución y sólo entonces ve llegar a todo galope un correo del zar con el indulto que conmuta la pena de muerte por la de trabajos forzados en Siberia? ¿Cómo marca la propia vida el peso de una deuda que se quiere afrontar enganchándose al juego y viviendo durante diez años en una situación degradante y con todos los horizontes cerrados? Una experiencia como la tuya podría haber terminado en tragedia.
Es cierto que tu primer matrimonio constituyó un desastre sin paliativos, pero el segundo y último, con Ana Grigorievna, a quien llevabas 28 años, te hizo experimentar lo que es un hogar dichoso, te permitió ir cancelando deudas, vivir modesta y honradamente, disfrutar de una prole sana y escribir esas obras cimeras que llevan por título El idiota, El eterno marido, Los endemoniados, Un adolescente, Era dulce y tímida y, sobre todo, Los hermanos Karamazov.

Cuando se publica esta última obra, a tus 58 años, ya eras aclamado por muchos como “nuestro profeta”. Tu discurso en Moscú en el homenaje nacional al poeta Alex Pushkin, al que fuiste invitado, eclipsó a todos los demás y provocó un verdadero delirio. “Yo creo -dijiste entonces- que las generaciones que nos sucedan comprenderán plenamente que llegar a ser un verdadero ruso quiere decir ser un instrumento de la conciliación de todas las convergencias europeas; acoger en su alma con amor fraterno a todos sus hermanos, y pronunciar, quizá, la palabra definitiva de la armonía universal, de la concordia decisiva de todas las razas según la ley de Cristo…”. Hay quienes opinan que estas palabras podrán ser consideradas algún día proféticas.

Fuiste ‘satanizado’ y ‘canonizado’; todo un signo de contradicción.  Pero tú eras consciente de que importa poco el juicio que viene de fuera, y mucho el que brota de dentro, el que  da a la vida su sentido, su verdadera razón de ser: “El secreto de la existencia no consiste solamente en vivir sino en saber para qué se vive”.

En el fondo, como buen cristiano ortodoxo, llevabas a Cristo en la raíz misma de tu existencia. Habías meditado mucho, a veces en situaciones límite. ¿Qué hiciste, por ejemplo, durante los 600 kilómetros que separan Tobolsk de Omsk, caminando a pie sobre la nieve a 40 grados bajo cero hacia el poste de la ejecución, y los cuatro años de sufrimiento en una cárcel de Siberia?

Por eso, llegada tu hora definitiva, quisiste confesar y comulgar, llamaste a tus hijos Fedia y Amada y les recomendaste que nunca desconfiasen de la misericordia del Señor; pediste a tu esposa que leyera unos versículos del evangelio y, cerrando los ojos, entregaste a Dios tu último aliento.
Querido y admirado Fedor, tu nombre ha pasado a la historia, pero ¿qué significaba eso para ti ante tu dignidad de cristiano?