C.S. Lewis, uno de los grandes defensores del cristianismo, no se convirtió sin lucha ni resistencia. Llegó a la adultez con cierto escepticismo y agnosticismo. No se sentía atraído de forma natural por la fe ni por Cristo. Pero siempre fue muy honesto consigo mismo y trataba de escuchar con atención las voces más profundas de su interior. Y en un momento dado, se dio cuenta de que Cristo y su mensaje eran tan verdaderos y poderosos que ya no se sentía libre para ignorarlos. Su conciencia le decía que debía hacerse cristiano.
Muchos conocen las palabras que escribió la noche en que se arrodilló por primera vez y se entregó a la fe en Cristo. Había vuelto de un largo paseo y de una conversación sobre religión con J.R.R. Tolkien (su colega en Oxford), y cuenta cómo se arrodilló y se comprometió con Cristo. Pero él mismo reconoció que no fue un gesto fácil:
“Me arrodillé como el converso más reacio en la historia del cristianismo.”
¡Vaya forma de empezar una vida de fe! No suena precisamente a entusiasmo.
Sin embargo, explica por qué, a pesar de toda su resistencia, decidió convertirse:
“Porque comprendí que la dureza de Dios es más amable que la suavidad del ser humano, y que la fuerza con la que Dios nos atrae es nuestra verdadera libertad.”
¿A qué se refiere con esa fuerza de Dios?
Un buen ejemplo lo encontramos en un episodio del Evangelio de Juan, donde Pedro, como C.S. Lewis, también muestra dudas y resistencia. Esta es la historia:
Jesús acababa de decir que Él es el Pan de Vida, y terminó afirmando que si no comemos su cuerpo y no bebemos su sangre, no tendremos vida en nosotros. Lógicamente, muchos de los que lo escuchaban se quedaron confundidos y escandalizados. Tanto, que el Evangelio dice que muchos se alejaron diciendo: “Esta enseñanza es insoportable”. Entonces, cuando la multitud ya se había ido, Jesús se volvió hacia sus discípulos y les preguntó: “¿También ustedes quieren marcharse?” Pedro no respondió con entusiasmo. Dijo:
“Señor, no tenemos a dónde ir.”
Y luego añadió, en una de sus frases más memorables:
“Tú tienes palabras de vida eterna.”
Si analizamos bien lo que dice Pedro, está claro que acaba de escuchar algo que no entiende del todo, y lo poco que entiende no le gusta. En ese momento, Jesús no parece ni la verdad ni la vida. Su mente se resiste y su corazón también. Pero, más allá de eso, hay algo en lo profundo de Pedro que reconoce que, aunque no entienda y aunque no le guste, ese mensaje le dará vida.
En ese momento, como C.S. Lewis, Pedro es un discípulo lleno de dudas. Sin embargo, entrega su vida a Jesús, a pesar de lo que siente o piensa. ¿Por qué? Porque, como Lewis, ha comprendido que cuando Dios nos empuja, en realidad nos está liberando.
Recuerdo una entrevista a Daniel Berrigan, un sacerdote jesuita. El entrevistador le preguntó:
“Padre, ¿dónde está su fe? ¿En la cabeza o en el corazón?”
Y él respondió, con humor y sabiduría:
“La fe rara vez está en la cabeza, y menos aún en el corazón. La fe está donde están tus pies.”
Y explicó:
“Cualquiera que haya estado en un compromiso por mucho tiempo sabe que hay momentos en los que la cabeza no está convencida, el corazón no siente nada… pero uno sigue ahí porque sabe que ese camino es el que lleva a la vida.”
Entonces, ¿en qué confiamos tanto como para entregar nuestra vida?
Creo que no basta con responder con la cabeza o con el corazón. No es que sean malos consejeros, pero sabemos por experiencia que a veces no nos dicen lo más profundo. La llamada de Dios va más allá de lo que pensamos o sentimos. Nuestra mente nos dice lo que parece sensato. El corazón, lo que nos apetece. Pero hay una voz más profunda dentro de nosotros que nos dice lo que debemos hacer.
Esa voz de Dios no siempre está de acuerdo con lo que sentimos o pensamos. Es una fuerza interior que puede hacernos dudar, incluso sentirnos desilusionados, mirar a la Iglesia con desencanto… y aun así decir:
“Señor, no tenemos a dónde ir. Tú tienes palabras de vida eterna.”
Dudar, desilusionarse o no entender no son virtudes, pero a veces nos empujan a ese punto donde debemos decidir delante de qué, o de quién, finalmente nos arrodillamos.