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Estar siempre distraídos

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) -

Hay una historia en la tradición hindú que hace correr algo así: Dios y un hombre van bajando a pie por un camino. El hombre pregunta a Dios: “¿Cómo es el mundo?” Dios responde: “Me gustaría explicártelo, pero tengo seca la garganta. Necesito una taza de agua fría. Si puedes ir y traérmela, te diré cómo es el mundo”. El hombre se dirige a la casa más cercana para pedir una taza de agua fría. Llama a la puerta, y ésta es abierta por una bella y joven mujer. Él pide una taza de agua fría. Ella responde: “Se la daré con todo gusto, pero es mediodía, la hora de la comida. ¿Por qué no entra primero y come? Él accede.

Han pasado treinta años. Ellos ya han tenido cinco hijos. Él es un respetado comerciante, y ella, una apreciada miembro de la comunidad. Una tarde, están en su casa, cuando llega un huracán y arranca de cuajo su morada. El hombre grita: “Auxilio, Dios mío”. Y una voz sale de dentro del huracán y dice: “¿Dónde está mi taza de agua fría?”

Esta historia no es tanto una crítica espiritual sino una lección fundamental en antropología y espiritualidad: Ser un ser humano es estar perpetuamente distraído. Nosotros no somos personas que vivan en habitual consciencia espiritual y que ocasionalmente se distraigan; somos personas que  viven en habitual distracción y que ocasionalmente se vuelven espiritualmente  conscientes. Tendemos a estar tan preocupados con las tareas ordinarias de vida que de alguna manera hay que emplear un huracán para que Dios irrumpa.

C. S. Lewis, comentando por qué  volvemos a Dios sólo durante un huracán, se expresó así una vez: Dios está siempre hablándonos; pero, normalmente, nosotros no nos enteramos, no escuchamos. En consecuencia, el dolor es el micrófono de Dios para un mundo sordo.

Sin embargo, ninguno de nosotros quiere esta clase de dolor; nadie quiere una desgracia, ni la pérdida de la salud, ni un huracán que nos agite. Preferimos un eficaz acontecimiento positivo, un milagro o mini-milagro, que nos suceda para despertarnos la presencia de Dios en nosotros, porque alimentamos la falsa ilusión de que, si Dios irrumpiera en nuestras vidas de alguna manera milagrosa, entonces nos moveríamos de nuestro distraído estado espiritual y tomaríamos más en serio nuestra vida espiritual. Pero esa es la exacta desilusión que incluye el carácter bíblico de la parábola de Lázaro y el rico, donde éste pide a Abrahán que envíe de entre los muertos a Lázaro a avisar a sus hermanos que deben cambiar de modo de vivir; o, si no, se arriesgan a acabar en aquellas ardientes llamas. Su ruego expresa con exactitud esa falsa suposición: “Si alguien vuelve de entre los muertos, le escucharán”. Abrahán no se deja sobornar. Responde: “Tienen a Moisés y los profetas. Si no escuchan a ellos, no se convencerán ni aunque vaya un muerto”. Lo que aquí subyace -sin ser dicho, pero críticamente importante en esa respuesta, algo que fácilmente se nos escapa a nosotros, los lectores- es que Jesús ya ha vuelto de entre los muertos, y nosotros no lo escuchamos. ¿Por qué deberíamos suponer que escucharíamos a algún otro que vuelve de entre los muertos? Nuestra obsesión por las tareas ordinarias de nuestras vidas es tan fuerte que no atendemos a aquel que ya ha vuelto de entre los muertos.

Dada esta verdad, la historia hindú recién relatada es, en cierta manera, más consoladora que correctiva. Ser humano es estar habitualmente distraído de las cosas espirituales. Así es la condición humana. Así es nuestra naturaleza. Pero conocer que nuestra constante proclividad a las distracciones es normal no nos permite estar cómodos con ese hecho. Grandes guías espirituales -Jesús no el que menos- nos urgen fuertemente a despertarnos, a movernos más allá de nuestra excesiva preocupación por los afanes de la vida diaria. Jesús nos desafía a no estar ansiosos por cómo nos vamos a proveer de lo necesario. También nos desafía a leer los signos de los tiempos, esto es, a ver el dedo de Dios -la dimensión espiritual de las cosas- en los diarios acontecimientos de nuestras vidas. Toda la gran literatura espiritual hace lo mismo. Hoy día, hay una rica literatura en la mayoría de las tradiciones espirituales desafiándonos a que vigilemos para no ser negligentemente absorbidos por las diarias tareas de nuestras vidas.

Pero la gran literatura espiritual también nos asegura que Dios nos comprende, que la gracia respeta la naturaleza, que Dios no hizo un disparate al diseñar la naturaleza humana, y que Dios no nos hizo de tal manera que nos encontremos congénitamente distraídos y luego estemos afrontando la ira de Dios porque seguimos el hilo de nuestra naturaleza. La naturaleza humana se encuentra absorbida naturalmente en los afanes de la vida diaria, y Dios diseñó la naturaleza humana de este preciso modo.

Y así -pienso yo- Dios debe de ser semejante a nuestros queridos padres o abuelos, que miran a sus hijos, en la reunión de familia, felices de que tengan vidas interesantes que les absorban tanto, contentos de no ser siempre ellos el centro de su atención.

    
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