En el libro de los Hechos de los Apóstoles, se da cuenta de los discursos de San Pedro y de San Pablo, quienes aseguran con diversos razonamientos, la verdad de la resurrección de Cristo. En algunas circunstancias avalan su enseñanza repitiendo, en el nombre del Señor, los signos que hacía el mismo Jesús de curar a los enfermos y de devolver a la vida a algunos que habían muerto.

Era el primer día de la semana; los discípulos de Emaús volvieron corriendo a Jerusalén, a contar lo que les había pasado por el camino y cómo habían reconocido a Jesús al partir el pan. Entonces, de pronto, se aparece de nuevo el Señor, y para demostrarles que no es un fantasma, les pide de comer. Los discípulos le dieron a su Maestro un trozo de pez asado y Él lo tomó y comió. En este gesto descubro hasta dónde Jesús ha entregado a su Iglesia el poder divino.
En la tarde del Jueves Santo, Jesús tomó el pan y lo dio a los suyos. En el día de Pascua, Él pide a los suyos que le den de comer. Y el Resucitado toma y come: los mismos gestos que hicieron los discípulos en la noche en que su Maestro iba a ser entregado.
En otra escena, Jesús pide a Pedro que traiga de los peces que ha pescado, y los junta con el pez que Él tenía sobre las brasas; después los invita a almorzar. El pez sobre las brasas simboliza a Cristo, y los peces de los Apóstoles se le unen en la misma comida pascual.
La Iglesia ha recibido del Resucitado el poder de perdonar y de ofrecer el banquete eucarístico. «Así está escrito que el Cristo padeciera y resucitara de entre los muertos al tercer día y se predicara en su nombre la conversión para perdón de los pecados a todas las naciones» (Lc 24, 46-47).
Pascua es paso del pecado a la gracia, del rencor al perdón, de la tristeza al gozo. Pascua es paso de la duda a la fe, del resentimiento a la alabanza, del ensimismamiento a la entrega, de la soledad a la pertenencia comunitaria.




