El nombre propio

20 de abril de 2010
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    Hay muchos pasajes evangélicos donde los interlocutores son anónimos. De este modo, la personalización es mayor, pues podemos imaginarnos en su lugar y vernos  como destinatarios directos de las palabras de Jesús.

Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos.    Los discípulos de Juan el Bautista, los sirvientes de la boda de Caná, la mujer samaritana, el funcionario real, el paralítico de la piscina probática, el discípulo amado… son personajes emblemáticos, sin nombre, y cada uno de ellos puede iluminar situaciones personales, de tal forma que nos sintamos implicados profundamente en el diálogo que Jesús establece con cada uno de ellos.

    Si en los pasajes citados es posible sentirse aludidos, cuánto más en los relatos en los que la persona es tratada en su individualidad con nombre propio.

    Al contemplar los textos pascuales del Evangelio de San Juan, me ha sorprendido la delicadeza de Jesús con quienes más necesitaban que se les tratara con amor y de forma personal. María Magdalena, que en un principio es llamada mujer, el discípulo que más sintió la muerte del señor, Tomás, y sobre todo Pedro, que no podía olvidar las terribles negaciones. En los tres casos emociona la ternura con la que Jesús se dirige a ellos, llamándolos por su nombre.

    Se podría afirmar que la fe entra más por los oídos que por los ojos. Cuando Jesús pronunció el nombre de María, la Magdalena cayó en la cuenta y exclamó: “Rabboní”. Pero fue sobre todo en el diálogo con el apóstol Pedro donde el Maestro se esmeró, y se dirigió a él de la forma más íntima y particular: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas?

    Pero ¿cómo experimentar nuestro nombre pronunciado por los labios del Señor? Hay experiencias interiores que se quedan grabadas con más fuerza que si hubieran sucedido materialmente. Santa Teresa denomina “hablas” lo que escucha por dentro que le dice Jesús.

    Las mociones íntimas se perciben con realismo, en algunos casos sobrecogedor. Cada uno de los seres humanos hemos sido pronunciados por Dios. De lo contrario, no existiríamos. Desde antes de nacer, Dios nos ha llamado a la vida, los dones que nos acompañan revelan el nombre con el que nuestro Hacedor nos conoce.

    Jesús llamó a los suyos por sus nombres. Sólo hace falta prestar el oído del corazón. El salmista le dice a la novia: “Escucha, hija, presta el oído, el Señor está prendado de tu belleza, póstrate ante Él, que Él es tu Señor”.

    Elí, cuando el niño Samuel acudía a él porque oía que alguien decía su nombre, después de tres veces, le aconsejó al pequeño: “Si oyes que te llaman, responde: “Habla, Señor, que tu siervo escucha”. Esta actitud es una posible reacción pascual.

    

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