En la película El paciente inglés hay una escena profundamente conmovedora.
Un grupo de personas de distintos países se encuentra reunido por casualidad en una villa abandonada de la Italia de posguerra. Entre ellos están una joven enfermera, que atiende a un piloto inglés gravemente quemado en un accidente aéreo, y un joven asiático cuyo trabajo consiste en encontrar y desactivar minas terrestres. El joven y la enfermera se hacen amigos y, un día, él le anuncia que tiene una sorpresa especial para ella.
La lleva a una iglesia abandonada donde ha preparado un sistema de cuerdas y poleas para elevarla hasta el techo, donde, escondidos en la oscuridad, se hallan bellos mosaicos y maravillosas obras de arte que no pueden verse desde el suelo. Le entrega una linterna y la hace subir poco a poco, de modo que ella se balancea como un ángel con alas, muy por encima del suelo, y con la ayuda de la luz puede contemplar los hermosos tesoros ocultos en la penumbra.
Para ella, la experiencia es de puro gozo: siente la emoción de volar y, al mismo tiempo, de descubrir una belleza maravillosa. Cuando finalmente desciende al suelo, está llena de entusiasmo y gratitud, y cubre el rostro del joven con besos, repitiendo una y otra vez: “¡Gracias, gracias, gracias por mostrarme esto!”.
Y en su expresión se percibe un doble agradecimiento: “Gracias por mostrarme algo a lo que nunca habría llegado por mí misma, y gracias por confiar en mí, por creer que lo comprendería, que sería capaz de captarlo”.
¿Hay aquí una lección?
La Iglesia debe hacer por el mundo exactamente lo que aquel joven hizo por su amiga enfermera: debe mostrar al mundo dónde encontrar una belleza que no descubriría por sí solo, una belleza escondida en la oscuridad. Y debe confiar en que la gente “lo captará”, que sabrá apreciar la riqueza de lo que se le muestra.
¿Dónde puede la Iglesia encontrar esa belleza oculta? En los profundos y ricos manantiales de su propia historia, y también en la naturaleza, en el arte, en la ciencia, en los niños, en la energía de los jóvenes y en la sabiduría de los mayores. Hay tesoros de belleza escondidos por todas partes. La tarea de la Iglesia es señalarlos al mundo. ¿Por qué?
Porque la belleza tiene el poder de tocar y transformar el alma, de despertar la admiración y la gratitud como pocas cosas pueden hacerlo. Confucio lo comprendió bien; por eso decía que la belleza es la más grande de las maestras, y basó su filosofía de la educación en ella. Casi todo puede ser puesto en duda, excepto la belleza.
¿Por qué no puede dudarse de la belleza? Porque la belleza es un atributo de Dios. La filosofía y la teología cristianas clásicas enseñan que Dios posee cuatro propiedades trascendentales: Dios es Uno, Verdadero, Bueno y Bello. Si esto es cierto, entonces ser tocado por la belleza es ser tocado por Dios; admirar la belleza es admirar a Dios; que se nos muestre la belleza en los lugares ocultos es que se nos muestre a Dios en los lugares ocultos; maravillarse ante la belleza es maravillarse ante Dios; y sentir esa maravilla es sentir nostalgia del cielo.
El renombrado teólogo Hans Urs von Balthasar subrayó cómo la belleza es un elemento esencial en la forma en que Dios nos habla, y cómo debería también inspirar nuestra manera de hablar de Dios al mundo.
Sin embargo, no debemos ser ingenuos en nuestra comprensión de esto. La belleza no siempre es “bonita” en el sentido superficial en que la cultura popular la percibe. Es cierto que puede verse en los colores espectaculares de una puesta de sol, en la sonrisa y la inocencia de un niño o en la perfección de una escultura de Miguel Ángel, pero también puede hallarse en las arrugas de una anciana y en la sonrisa desdentada de un anciano.
Dios habla a través de la belleza, y nosotros también debemos hacerlo. Además, debemos confiar lo suficiente en la sensibilidad e inteligencia de las personas como para creer que, al igual que la enfermera de El paciente inglés, sabrán apreciar lo que se les muestra.
En una célebre frase (a menudo citada por Dorothy Day), el novelista ruso Fiódor Dostoievski escribió: “El mundo será salvado por la belleza”. ¿Cuál es la lógica detrás de esto? ¿Cómo podría la belleza curar tantos males que nos aquejan?
He aquí el “álgebra” de Dostoievski: frente a la brutalidad, se necesita ternura; frente a la propaganda y la ideología, se necesita verdad; frente a la amargura y las maldiciones, se necesitan bondad y bendición; frente al odio y al asesinato, se necesitan amor y perdón; frente a la familiaridad que engendra desprecio, se necesitan asombro y admiración; y frente a la fealdad y la vulgaridad que impregnan nuestro mundo y nuestros noticieros, se necesita belleza.