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El dolor como ejercicio espiritual

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) -

En un interesante libro, La voz interior del amor, escrito mientras estaba en una profunda depresión emocional, Henri Nouwen comparte estas palabras: “El gran desafío es experimentar y sobrevivir a tus heridas en vez de pensarlas. Es mejor llorar que preocuparse, mejor sentir profundamente  tus heridas que tratar de entenderlas, mejor dejarlas entrar en tu silencio que hablar sobre ellas. La opción que afrontas constantemente es si estás llevando tus daños a tu cabeza o a tu corazón. En tu cabeza, los analizas, encuentras sus causas y consecuencias e inventas palabras para hablar y escribir sobre ellas. Pero ninguna curación final es probable que venga de esa fuente. Necesitas dejar que tus heridas bajen a tu corazón. Entonces puedes experimentarlas y descubrir que no te destruirán. Tu corazón es más grande que tus heridas”.

Tiene razón: tu corazón es más grade que tus heridas, aunque necesita cautela al tratar con ellas. Las heridas pueden ablandar tu corazón, pero pueden también endurecer tu corazón y helarlo en la amargura. Así pues, ¿cuál es el camino aquí? ¿Qué es lo que conduce al calor y qué lo que conduce al frío?

En un interesante ensayo, El drama del niño dotado, la psicóloga suiza Alice Miller nos dice lo que endurece el corazón y lo que lo ablanda. Lo hace así reseñando un particular drama que se despliega comúnmente en muchas vidas. Para ella, la dotación no hace referencia a la destreza intelectual sino a la sensibilidad. El niño dotado es el niño sensible. Pero ese don, la sensibilidad, es una bendición mixta. Positivamente, te deja sentir las cosas más profundamente, de modo que los gozos de vivir te significarán más a ti que a alguien que es más insensible. Esa es su ventaja.

A la inversa, sin embargo, si eres sensible temerás habitualmente desanimar a otros y temerás siempre no estar a la altura. Y tu insuficiencia para valorar siempre disparará habitualmente sentimientos de ansiedad y culpa en ti. También, si eres extraordinariamente sensible, tenderás a ser comprensivo con una falta, dejando a los otros salir con la suya mientras tú aguantas firmemente cuando tus propias necesidades no están logradas y entonces asumes las consecuencias. No lo menos, si sientes las cosas profundamente, también sentirás el daño más profundamente. Esta es la desventaja de la sensibilidad y contribuye al drama que Alice Miller llama “drama del niño dotado”, el drama de la persona sensible.

Además, en su visión, para muchos de nosotros ese drama sólo empezará a funcionar de hecho en nuestra media o más tardía edad, constelando en frustración, desánimo, ira y amargura, mientras las heridas de nuestra infancia y primera adultez empiezan a abrirse camino y oprimir los mecanismos interiores que hemos montado para resistirlos. A mitad de la vida y más allá, nuestras heridas se harán oír tan fuertemente que nuestras maneras habituales de negación y superación ya no funcionan más. A mitad de la vida, te das cuenta de que tu madre amó a tu hermana más que a ti, que tu padre de hecho no se cuidó mucho de ti y que esos daños que absorbiste porque tragaste duro y jugaste al estoico están aún carcomiendo amargamente dentro de ti. Así es cómo el drama culmina por fin, en un corazón airado.

Así pues, ¿dónde nos deja eso? Para Alice Miller, la respuesta se halla en el dolor. Nuestras heridas son reales y no hay nada que podamos hacer en relación a ellas, pura y simplemente. El reloj no puede retroceder. No podemos volver a vivir nuestras vidas de modo que nos proveamos de diferentes  padres, diferentes amigos de infancia, diferentes experiencias en el patio de recreo, diferentes opciones y un diferente temperamento.   Sólo podemos movernos hacia adelante de modo que vivamos más allá de nuestras heridas. Y hacemos eso lamentándonos. Alice Miller expone que la total tarea  psicológica y espiritual de la mitad de la vida y más allá es la de llorar, dolernos de nuestras heridas hasta que los mismos cimientos de nuestras vidas se tambaleen lo suficiente como para que pueda haber transformación.

Una profunda cicatriz psicológica es lo mismo que tener alguna parte de tu cuerpo dañada permanentemente en un accidente. Nunca estarás de nuevo completo y nada puede cambiar eso. Pero puedes ser feliz de nuevo; tal vez más feliz de lo que has sido antes. Pero esa falta de integridad debe ser lamentada o se manifestará en ira, amargura y lamentos celosos.

El compositor de música y escritor espiritual jesuita Roc O’Connor hace la misma observación, con el añadido comentario de que el proceso del dolor también exige una gran paciencia en la que necesitamos esperar bastante tiempo para que la curación pueda ocurrir según sus propios ritmos naturales. Necesitamos -dice- abrazar nuestra  humanidad herida, pero no actuar. Lo provechoso -sugiere- es lamentarnos de nuestras limitaciones humanas. Entonces podemos soportar el hambre, la vaciedad, el desánimo y la humillación sin buscar una solución rápida, o una solución de todas maneras. No deberíamos tratar de llenar nuestra vaciedad demasiado rápidamente sin suficiente espera.

Y nunca haremos la paz con nuestras heridas sin suficiente dolor.  

    
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