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El día del juicio

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) -

Todos tenemos miedo al juicio. Tememos ser vistos con todo lo que hay dentro de nosotros, algo de lo cual no queremos que sea expuesto a la luz. Por otra parte, tememos ser malentendidos, no ser vistos a plena luz, no ser vistos como el que somos. Y lo que más tememos es quizás el juicio final, la suma revelación de nosotros mismos. Tanto si somos religiosos como si no, la mayoría de nosotros tememos tener que comparecer un día ante nuestro Hacedor, el día del juicio. Tememos presentarnos desnudos a plena luz donde nada se esconde y todo lo que está en tinieblas dentro de nosotros es traído a la luz.

Lo curioso de estos temores es que tememos ser conocidos como el que somos, aun cuando tememos no ser conocidos como el que en realidad somos. Tenemos miedo al juicio, incluso cuando lo anhelamos. Quizás eso sea porque ya intuimos lo que será nuestro juicio final y cómo tendrá lugar. Quizás ya intuimos que, cuando al fin nos expongamos desnudos a la luz de Dios, también seremos finalmente entendidos, y esa reveladora luz no sólo expondrá nuestras negligencias sino también hará visibles nuestras virtudes.

Esa intuición tiene un sentido divino en nosotros y refleja la realidad de nuestro juicio final. Cuando todos nuestros secretos sean conocidos, nuestra secreta bondad también será conocida. La luz pone de manifiesto todas las cosas. Por ejemplo, así es como el renombrado poeta y escritor espiritual Wendell Berry prevé el juicio final: “Podría imaginarme a los muertos despertándose, deslumbrados en una luz sin sombra, en la cual se conocen estando todos juntos por primera vez. Es una luz inmisericorde hasta que aceptan su misericordia; por eso, son al mismo tiempo condenados y redimidos. Es el infierno hasta que sea el cielo. Viéndose en esa luz, si quieren, ven cuánto han faltado a la única justicia de amarse unos a otros. Y aun así, al sufrir la terrible claridad de la luz, al verse dentro de ella, ven su perdón y su belleza, y son consolados”.

De muchas maneras, esto lo capta maravillosamente: Cuando un día nos encontremos a plena luz de Dios, desnudos de alma, moralmente indefensos, expuesto todo lo que hemos hecho en la vida, esa luz -sospecho yo- será verdaderamente un poco de infierno antes de que se torne en cielo. Expondrá todo lo que haya de egoísta e impuro en nosotros y todas las maneras como hemos hecho daño a otros con nuestro egoísmo, aunque también expondrá su contrario, a saber, todo lo que hay de generoso y puro en nosotros. Ese juicio traerá consigo una cierta condenación aun cuando traiga al mismo tiempo una comprensión, perdón y consuelo tales como nunca antes hemos conocido. Ese juicio será, como sugiere Berry, momentáneamente amargo pero al fin consolador.

El único matiz que añadiría al pensamiento de Berry es algo tomado de Karl Rahner. La imagen que tiene Rahner de nuestro juicio que Dios hará después de la muerte es muy similar a la de Berry, excepto que, para Rahner, el agente de ese juicio no será tanto la luz de Dios como el amor de Dios. Para Rahner, la idea no es tanto que nos expondremos ante una implacable luz que marchita y penetra a través de nosotros sino, más bien, que seremos abrazados por un amor tan incondicional, tan comprensivo y tan agraciado que, dentro de eso, conoceremos instantáneamente todo lo que hay de egoísta e impuro dentro de nosotros, pero también conoceremos todo lo que hay de puro y generoso. Teresa de Lisieux solía pedir perdón a Dios con estas palabras: “¡Castígame con un beso!” El día del juicio será exactamente eso. Seremos “castigados” por un beso, al ser amados de una manera que nos hará dolorosamente conscientes del pecado que hay en nosotros, aun cuando eso nos deje conocer que somos buenos y dignos de ser amados.

Para aquellos de nosotros que somos católicos romanos, esta noción del juicio es también -creo yo- lo que queremos decir con nuestro concepto de purgatorio. El purgatorio no es un lugar que esté separado del cielo, a donde uno va por un tiempo a hacer penitencia por los pecados propios y a purificar su corazón. Nuestros corazones son purificados al ser abrazados por Dios, no al ser separados de Dios por un tiempo como para ser hechos dignos de ese abrazo. Igualmente, como Teresa de Lisieux quiere decir, el castigo por nuestro pecado está en el abrazo mismo. El juico final tiene lugar al ser abrazado incondicionalmente por el Amor. Cuando eso suceda en la medida que somos pecadores y egoístas, ese abrazo de pura bondad y amor nos hará dolorosamente conscientes de nuestro propio pecado y eso será el infierno hasta que sea el cielo.

Como un poema lírico de Leonard Cohen dice: Mirad las puertas de la misericordia, en espacio arbitrario, y ninguno de nosotros está mereciendo la crueldad ni la gracia. Está en lo cierto. Ninguno de nosotros merece ni la crueldad ni la gracia que experimentamos en este mundo. Y sólo nuestro juicio final, el abrazo de amor incondicional, el beso de Dios, nos hará conscientes de lo crueles que hemos sido y de lo buenos que en realidad somos.

    
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