El celibato y el matrimonio se necesitan mutuamente

13 de octubre de 2025

“¿Por qué el cristianismo primitivo se aferró al ideal de la virginidad, cuando un romano inteligente —o incluso solo un poco suspicaz— podía ver que su adopción socavaría el mismo tejido de la sociedad antigua?”

Ese comentario de la historiadora Kate Cooper plantea preguntas que vale la pena examinar.

¿Acaso el estado de vida célibe o soltero (sea por voto o no) socava de algún modo algo esencial en la estructura de la sociedad? ¿Es, de alguna manera, una declaración contra el matrimonio? ¿Va en contra de algo en la propia naturaleza, donde existe un imperativo innato de “creced y multiplicaos”?

Esta última pregunta es más fácil de responder. La raza humana ya ha superado los ocho mil millones. Ya no es tan necesario asegurar que haya suficientes personas en el mundo para garantizar nuestra supervivencia biológica. En tiempos antiguos —de hecho, en tiempos bíblicos— existía un fuerte imperativo, casi sagrado, de que las personas debían casarse y tener hijos. Permanecer soltero se veía negativamente, como una anormalidad. Se pensaba que la naturaleza no estaba siendo honrada ni cumplida: ¿por qué esta persona no está haciendo su deber de tener hijos? Esa es una de las razones por las que la elección de Jesús de vivir en celibato resultaba tan anómala en su tiempo.

Luego, ¿acaso la vida célibe o soltera constituye una especie de rechazo al matrimonio? ¿Es, simplemente por definición, algo que debilita el tejido de la sociedad? ¿No dijo Dios, al crear al ser humano, que “no es bueno que el hombre esté solo”?

Esa pregunta merece más que una respuesta apresurada. Dios lo dijo, y lo dijo en serio. Estamos hechos para vivir en familia, en comunidad, y no en soledad. Por tanto, la vida célibe tiene sus peligros. En una ocasión, un periodista le preguntó a Thomas Merton cómo era vivir en celibato. Su respuesta fue: “Es un infierno. Vives en una soledad que Dios mismo condenó”. Pero enseguida añadió que se trata de una soledad que puede ser muy fecunda.

Aun así, la pregunta persiste: ¿es la vida célibe, de alguna manera, una declaración contra el matrimonio? Puede serlo. No casarse puede expresar la idea de que el matrimonio no es la mejor forma de vivir, que es un contenedor (una prisión) que restringe de manera poco sana la libertad y la madurez humanas. En ese caso —que a menudo dista mucho de ser verdaderamente célibe—, la vida soltera se convierte en una declaración contra el matrimonio.

El matrimonio sano y la vida célibe sana, en realidad, se sostienen mutuamente. Hay un axioma que dice: “Si estás aquí con fidelidad, nos das salud y apoyo. Si estás aquí sin fidelidad, nos traes inquietud y caos.”

La fidelidad, tanto en el matrimonio como en el celibato, es una carrera de fondo llena de tentaciones de todo tipo. Exige, a veces, tener la capacidad de “sudar sangre” para permanecer fiel a lo que has prometido y a lo mejor que hay en ti. Pero necesita el apoyo y el testimonio de otros. En ninguna de las dos vocaciones estás llamado a hacerlo solo, como un héroe solitario, estoico o ascético. Estás llamado, más bien, a ser sostenido y alentado por el testimonio fiel de los demás.

Así, cuando una persona célibe ve la fidelidad vivida dentro de un matrimonio, le resulta más fácil mantenerse fiel en su propio celibato. A la inversa, cuando un célibe ve infidelidad en un matrimonio, se siente más aislado y solo dentro de su celibato, y carece de cierta gracia —que proviene del testimonio ajeno— para “sudar sangre” en su fidelidad.

Lo mismo sucede en sentido contrario. Cuando una persona casada ve a un célibe vivir fiel y fructíferamente su vocación, recibe a través de ese testimonio la gracia, la luz y la fuerza necesarias para mantenerse fiel a su compromiso. Pero si una persona casada ve a un célibe vivir de manera infiel, le faltará esa gracia especial que brota del testimonio de la fidelidad, la cual puede ayudarle a soportar el esfuerzo —a veces doloroso— de ser fiel en su propia vocación.

Por curioso que suene, el matrimonio y el celibato se necesitan mutuamente. Necesitamos el testimonio del otro. Necesitamos ver, y alimentarnos de, la fidelidad del otro.

Y esto es verdad más allá de la simple observación de la fidelidad ajena. Debajo de todo esto hay una realidad más profunda, mística. Como cristianos, creemos que todos formamos parte de un solo cuerpo, el Cuerpo de Cristo, y que nuestra unidad no es simplemente corporativa (como la de un equipo), sino orgánica: somos miembros de un mismo organismo vivo. Por tanto, lo que hace una parte afecta a todas las demás. Si somos fieles, somos una parte sana del sistema inmunitario del Cuerpo de Cristo. Si somos infieles —en el matrimonio o en el celibato—, somos un virus dañino, una célula cancerosa dentro del cuerpo.

Para los cristianos, no existe tal cosa como un acto puramente privado. Somos, o bien una enzima saludable, o bien un virus dañino dentro de un mismo cuerpo, donde nuestra fidelidad o infidelidad afecta a todos los demás.

Por eso necesitamos la fidelidad del otro: en el matrimonio y en el celibato.

Artículo original en inglés

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