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El calvario de la pobreza: Imposible vivir

Salvador León Belén cmf -
    La pobreza en Honduras es sobresaliente. Pueblos y gentes están endeudados, sobresaltados, infelices. La pobreza es indecente, indigna, indecorosa. Para una mayoría de la población vivir es el calvario de todos los días. Miles y miles de personas no tienen dinero y tampoco pueden disfrutar de los “tres tiempos” de comida. ¡Qué triste y doloroso tiene que ser no tener lo suficiente para alimentarse! Me pregunto ¿cómo se sentirán esos padres  que no pueden dar de comer a su familia? ¡Cuántos desgarros refleja la pobreza! Pienso en la holgura económica de los que vivimos en otra economía, en mejores condiciones de vida y salud. En contadas ocasiones nos fijamos en los que no tienen ni esperan tener nada. Los contrastes entre latinoamericanos y europeos son enormes. Epulones y Lázaros prolongamos con total fidelidad aquella página evangélica que también nos juzgará. ¿Cuántos mundos hemos hecho de un solo mundo? ¿Cuántas marginaciones y separaciones hemos alcanzado ya? Nos vamos llenando de cosas y más cosas y vamos vaciando nuestras vidas de los más ricos y nobles sentimientos. ¡Pobres humanos, siempre necesitados y siempre mendigando lo único importante: el amor! Hemos sido capaces de lo mejor y de lo peor a la vez.

Esta realidad de pobreza la he recogido en síntesis de un numeroso grupo de personas que hemos participado en el taller de espiritualidad de comunidades eclesiales de base celebrado en el Centro de Capacitación de S. Pedro Sula en los primeros días del mes de Junio. Así describían los distintos grupos la realidad que están viviendo:

  • La situación de las familias en las áreas rurales es dramática a causa de la marginación y pobreza.
  • Los niños nacen en hogares inestables, desintegrados.
  • Se llora cada vez más la ausencia de seres queridos por muertes violentas, asesinatos, secuestros, desapariciones.
  • Rostros angustiados de menores abandonados que caminan por nuestras calles y duermen bajo puentes, en las aceras, en cualquier rincón.
  • Mujeres discriminadas, humilladas, a quienes se les niega derechos y dignidades.
  • Indiferencia. Comodidad. Pasividad de muchas personas que no luchan por su tierra, que no se hacen solidarios con el dolor de quienes sufren, que cierran los ojos y el corazón ignorando al pobre y cruzándose de brazos para no ver el mal y combatirlo.

Dicen los periodistas que Honduras tiene unos niveles de pobreza superiores al 32% de la población y que un 18% está bajo la línea de la indigencia. Está aún lejos de reducir el hambre, mejorar la salud materna, garantizar el desarrollo sostenible, universalizar la educación, frenar el desarrollo del Sida y tantas otras metas cuyo logro es hoy por hoy un sueño. La cifra es estremecedora: la ayuda de los países industrializados para el desarrollo pasó del 0,33% de su PIB en 1990 a 0,25 % en 2004. La cifra está lejos del compromiso de transferir a los países en desarrollo el 0,7% del PIB. Es una desgracia escuchar que 8 de cada 10 hondureños viven en pobreza.

Otro dato de este  soberano calvario lo confirma el periódico La Prensa: “en Honduras, 4 de cada 10 casas no tienen energía. 3.500 comunidades esperan la bendición de la luz eléctrica. Estas comunidades entregaron desde hace dos, cinco, diez y hasta quince años sus estudios y las respectivas solicitudes de instalación de energía a la Empresa Nacional de Energía Eléctrica, Enee, pero hasta ahora no se les ha satisfecho sus demandas. En Honduras hay 27.000 comunidades entre ciudades, pueblos, aldeas y caseríos, de las cuales apenas 2.500 están electrificadas. Uno de los problemas que ha imposibilitado el desarrollo eléctrico en Honduras ha sido la politización. Los candidatos a diputados han hecho promesas hasta lo imposible a las Comunidades a cambio del voto y no las han cumplido. La áreas que más se han identificado con los partidos en el poder son las que han recibido la “bendición” de la luz, las demás han sido relegadas” (La Prensa, 1 de Agosto de 2005)

Las pobrezas vienen siempre acompañadas. En esta ocasión el nombre de la pobreza es  la carencia de agua potable en algunas comunidades. Son muchas las colonias a las que se les suministra el agua cada tres días por espacio de treinta minutos. Las familias más afortunadas pueden comprar agua embotellada, otras muchas tienen que conformarse con sus limitaciones y penurias.  

La pobreza tiene también el rostro de la violencia del hambre. Se confirma que un 70% de la población alcanza altos niveles de desnutrición. Estamos en el tercer país más pobre de América Latina. En el año 2004, el 45% de la población vivía en extrema pobreza y el 24% de la población en el 2003 vivía con menos de un dólar por día. Leo en los periódicos que de cada tres niños, entre 5 y 9 años de edad, uno sufre desnutrición crónica. La niñez desnutrida es de un 42% en le área rural y en la urbana es de un 25% entre niños/as. Son insuficientes las maneras de paliar la falta de alimentación. Pero también hay proyectos y personas que luchan para que esta realidad vaya siendo progresivamente vencida. A ellos nos acercaremos en posteriores páginas.

Con dolor he tenido que ver la pobreza y el hambre en las calles, en las noches donde tantas personas duermen en el puro suelo. Son muchas las personas de diferentes edades que piden un trozo de pan, unas “lempiras” (moneda oficial) para sobrevivir un día más. Para muchos adolescentes y jóvenes la inhalación de resistol les ayuda a combatir el hambre, engañar el estómago, paliar las muchas carencias alimenticias y, desgraciadamente, ir dañando imparablemente sus vidas. Los caminos por los que desembocan estas edades son las debilidades físicas y mentales, las radicales soledades, el deambular y mendigar por las calles - convirtiéndolas en su escuela y universidad- el robo, la desorientación espectacular, los asaltos… En el calvario de la infancia nos detendremos a escuchar el testimonio de un “resistolero”.
Todo avance es casi un espejismo.  Lo único que avanza en las calles del centro, de esta contaminada y ruidosa ciudad de san Pedro Sula, es el crecimiento marginal. Doy fe de mi inseguridad. En más de una ocasión pasé algún susto cuando volvía a casa, caída ya la noche. Veía a todos los pequeños grupos de jóvenes y adolescentes reunidos en las aceras, durmiendo en el suelo, acompañándome algunos hasta la misma puerta pidiendo siempre dinero, comida o cualquier cosa con tal de recibir algo. Son insistentes, molestos, pegajosos, malolientes, no se cansan de extender la mano, se vuelven violentos cuando no consiguen lo que quieren. Para saber estar con ellos se necesita preparación, sabiduría, experiencia. Nada fácil aprender a tratar y convivir con los jóvenes marginados.

Pero estos pobres y tantos otros no se han ganado a pulso sus pobrezas. Un sistema de acumulación de capital, de corrupción, de abusos económicos…les ha ido dejando en la cuneta de la vida. Ellos son los olvidados, los que no interesan, los que están abocados a desaparecer pronto. ¿A quién le importa que mueran los pobres? ¿Qué aportan ellos? Esta película, pensarán muchos, se ve mejor sin su suciedad, sin sus malas presencias y feas vestimentas. No son gratos a la vista, son antiestéticos. Lamentablemente nos vamos olvidando de que son seres humanos que necesitan ayuda, que no hay que ensalzar pero tampoco humillar a nadie. Todos tenemos una dignidad y esa hay que salvarla siempre.

Con frecuencia hago memoria de las palabras de Jesús: “lo que hicisteis por uno de estos mis pequeños” “lo que dejasteis de hacer”. No conozco ningún pobre que viva feliz cuando le falta lo básico para sobrevivir. Si conozco a personas que hablan de ellos y hacen campañas y bellos discursos políticos sobre los modos de erradicar la pobreza. Pero, ¿quiénes están donde ellos están? ¿quiénes les tienden la mano y mirada amiga? ¿quiénes son capaces de secar las pocas lágrimas que les van quedando? ¿quiénes ven en ellos y en ellas el rostro de Dios? ¿Quiénes se  atreven a ser molestados, una y otra vez, por sus múltiples peticiones de auxilio? ¿Quiénes son los que realmente sirven y los que manipulan? Nada fácil dejarse tocar y afectar por este calvario, bien difícil descubrir al mismo Jesús en sus dolencias, quejas, desgracias y soledades.

He conocido más de cerca a hombres y mujeres que viven en pobreza. He compartido con ellos y sus familias la mesa, la plegaria, la fraternidad. Me han mostrado hasta dónde llega su generosidad y su desprendimiento; me han ayudado a creer, a esperar, a seguir trabajando por los demás. Los nombraremos y nos acercaremos a sus vidas en el próximo capítulo. Por ahora, baste con decir que hay pobrezas que no humillan a quienes las padecen porque el corazón de estas personas no es ambicioso ni altanero; es humilde, decente, digno. Ellas luchan por sus alimentos, sus seres queridos, sus derechos. No son envidiosas, ahorran lo poco que consiguen, saben ofrecerse, levantan pacientemente sus casas - siempre por terminar- Están sin defensa, desprotegidas, cansadas. Algunos de sus testimonios me han evangelizado, me han dejado una interpelación, un compromiso de coherencia y austeridad. Dejaré constancia de todo ello.

Una joven madre llora desconsolada con su hijo en las puertas de la oficina de catequesis, dentro del recinto del obispado. Recojo sus lágrimas con paciencia. Nos retiramos a la “escuelita” (sala contigua a la oficina) para platicar con calma. Su corazón lastimado comienza a desahogarse. Sollozando me dice que no puede pagar los análisis clínicos y los fármacos que necesita su hijo. Sus recursos son muy escasos. Es madre soltera –como tantas otras mujeres de estas benditas y sufridas tierras-  y, como ellas, tampoco encuentra trabajo. Después de escucharla sin tiempo le pedí que orásemos juntos por su situación, lo hicimos con fe y con pocas palabras. Al terminar el encuentro le entregué lo que necesitaba para comprar los medicamentos y pagar el análisis. Su estrechez se convirtió en anchura. Le pedí que la actitud de rabia que guardaba en su interior por las injusticias sufridas no la aumentara con el fin de no agrandar su herida. La acompañé al hospital y a la farmacia. Nos despedimos con un beso y una sonrisa. Por la tarde comenté la situación vivida con la Delegada de catequesis. Ella me confirmó la verdad de los hechos pues conocía a la persona con la que había estado y lo mal que lo estaba pasando esos días. Su situación indigente era auténtica. La petición de auxilio también. No había engaño en sus palabras. El llanto por la salud de su hijo y por paliar el hambre de los que dejaba en casa era cierto. Me quedé conforme porque ante tantas necesidades uno no sabe a quién ayudar de verdad.

“No os canséis de hacer el bien”, nos escribía S. Pablo y eso es lo que intento hacer en cada encuentro, en cada conversación, en el vivir cotidiano. Tengo la certeza de que cuando damos generosamente recibimos más del “ciento por uno” de bendiciones, amigos, gracias. El Señor sabe de sus favores con todos y nos pone providencialmente en el punto de encuentro con sus pequeños, los más lastimados, a los que les va faltando la vida, la esperanza, la salud, la compañía. Ante él me lamento por tantas fuerzas negativas que están impidiendo superar el mal. Su Palabra me va acompañando sosegadamente cada amanecer y así sigue siendo para mí: luz, vida, intuición, conversión, fuerza y dicha. ¡Cosas de Dios!

Hago también memoria de otra pareja con su bebé que conocí en el hospital, donde los jueves por la tarde, acompañados del equipo de pastoral hospitalaria, celebrábamos la eucaristía, en una sala de la planta de pediatría. Allí nos dábamos cita una veintena de personas aproximadamente. Después recorríamos las plantas visitando a los enfermos que habían solicitado la presencia del sacerdote, el consuelo de la oración, una visita, la confesión, etc. Ver las carencias que tienen que soportar los hospitales y la situación de los pacientes es entrar en otro de esos calvarios interminables. Esta pareja que nombré anteriormente se quedó sin dinero suficiente para seguir el tratamiento que necesitaba su niña. Fueron enviados a su aldea. Pasaron por el obispado pidiendo una noche de cobijo. Allí con unos cartones en el suelo se conformaron para pasar la noche. Les entregué 150 lempiras para que pudieran llegar a San Juan Pueblo, recoger allí algunas ayudas y volver de nuevo al hospital. A los pocos días volví a encontrar a la madre con el bebé en pediatría para continuar la recuperación de la enfermedad. Me sale del alma orar: ¡Señor, ten piedad! ¡Qué difícil resulta ponerme en la piel de los sin dinero, sin techo, sin trabajo, sin salud, sin papeles! ¡Acércame al lugar donde ellos están! ¡Abre mi mano a cualquiera! ¡No permitas que se endurezca mi corazón! ¡Ayúdame para que descubra que ellos son mi bienaventuranza, mi luz, y tú nuestra infinita misericordia!

Se haría interminable continuar enumerando los rostros de este calvario. Quiero acabar con el testimonio de un niño que decía: “me duele la espalda, necesito un pupitre. Me cuesta escribir, la mesa se mueve mucho. Vengo a la escuela con una silla desde mi casa”. En Honduras las pobrezas son tan grandes como los hurtos. Los fondos  no llegan a sus destinatarios. Los más pequeños serán siempre los más perjudicados.

Una voz autorizada y esperanzada resuena dentro de este calvario: “El dinero de la condonación debe ser destinado al alivio de la pobreza. Quien le roba al pobre no tiene perdón de Dios” (Cardenal Oscar Andrés Rodríguez).     
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