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El asombro ha abandonado la construcción

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) -

En un poema titulado “Es/No”, Margaret Atwood sugiere que, cuando un amor crece aturdido, aquí es donde nos encontramos a nosotros mismos:

“Estamos confundidos aquí,
a este lado de la frontera,                                                                                   
en este país de calles emporcadas y construcciones aviejadas,
donde no existe nada llamativo que ver,
y el tiempo es trivial,
donde el amor se da en su forma pura sólo
en el más barato de los recuerdos”.

El amor puede crecer aturdido entre dos personas, exactamente como puede crecer en toda una cultura. Y eso ha ocurrido en nuestra cultura, al menos a una gran parte. El entusiasmo que una vez guió nuestros ojos ha cedido a un cierto aturdimiento y resignación. Ya no nos situamos ante la vida con mucha lozanía. Hemos visto lo que tiene para ofrecer y hemos sucumbido a cierta resignación: ¡Eso es todo lo que hay, y no resulta   atractivo precisamente! Todo lo que podemos plantear por ahora es más de lo mismo, con la perdida esperanza de que, si continuamos incrementando la dosis, el resultado será mejor.

Se habla de almas viejas, pero las almas viejas son de hecho jóvenes de corazón. Nosotros somos lo opuesto: almas jóvenes sin ser ya jóvenes de corazón. El asombro ha abandonado la construcción.

¿Qué hay en la raíz de esto? ¿Qué es lo que nos ha despojado del asombro? La familiaridad y sus hijos: la sofisticación, el orgullo intelectual, la frustración, el hastío, el menosprecio. La familiaridad engendra menosprecio, y el menosprecio es la antítesis de las dos cosas necesarias para situarse ante el mundo con asombro: la veneración y el respeto.

K. Chesterton sugirió una vez que la familiaridad es la mayor de todas ilusiones. Elizabeth Barrett Browning da expresión poética a esto: La tierra está desbordada de cielo. Y toda zarza comunal arde de Dios. Pero sólo quien ve se descalza. Los restantes se sientan alrededor y cogen moras, y se tiznan los rostros naturales inconscientemente. Eso describe acertadamente la ilusión de la familiaridad, coger moras a la vez que pasar con cuidado las manos por nuestros rostros, inconscientes de que estamos en presencia de lo sagrado. La familiaridad vuelve comunes todas cosas.¿Cuál es la respuesta? ¿Cómo recobramos nuestro sentido de asombro? ¿Cómo empezamos de nuevo a ver el fuego divino en la vida ordinaria?  Chesterton sugiere que el secreto para recobrar el asombro y ver el fuego divino en lo ordinario es aprender a mirar las cosas familiares hasta que parezcan desconocidas de nuevo. Bíblicamente, eso es lo que Dios requiere de Moisés cuando este ve una zarza ardiendo en el desierto y se acerca a su llama por curiosidad. Dios le dice: “Descálzate, porque la tierra que estás pisando es terreno sagrado”.

Esa sola frase, esa invitación es el profundo secreto para recobrar nuestro sentido de asombro siempre que nos encontramos, como Atwood describe, confundidos a este lado de la frontera, en calles emporcadas y edificios aviejados, con nada llamativo que ver, tiempo trivial y amor aparentemente abaratado por todas partes.

Uno de mis profesores en graduado escolar nos ofreció ocasionalmente este pequeño consejo: Si preguntáis a un niño ingenuo si cree en Santa Claus y el Conejito de Pascua, dirá que sí. Si preguntáis a un niño brillante la misma cuestión, dirá que no. Pero si preguntáis a un niño superbrillante esa cuestión, sonreirá y dirá que sí.

Nuestro sentido de asombro se funda inicialmente en la ingenuidad de ser niño, de no estar aún malsanamente familiarizado con el mundo. Entonces nuestros ojos están aún abiertos a admirar la novedad de las cosas. Eso cambia, por supuesto, mientras crecemos, experimentamos cosas y aprendemos. Enseguida aprendemos la verdad sobre Santa Claus y el Conejito de Pascua; y con eso, todo demasiado fácilmente, viene la muerte del asombro y la familiaridad que engendra menosprecio. Esta es una desilusión que, aun resultando una normal fase de transición en la vida, no significa que sea un lugar donde nos detengamos. La tarea de la adultez es recuperar nuestro sentido de asombro y empezar nuevamente, por muy diferentes razones, a creer en la realidad de Santa Claus y el Conejito de Pascua. Necesitamos volver el asombro a la construcción.

Una vez oí decir a un sabio esta viñeta: Imaginaos a un niño de dos años que os pregunta “a dónde va el sol por la noche”. Para un niño así de pequeño no saquéis un globo ni un libro, ni tratéis de explicar cómo funciona el sistema solar. Sencillamente, decid al niño que el sol está cansado y se está echando un sueñecito detrás del granero. Pero cuando el niño tenga seis o siete años, no lo intentéis más. Entonces,  es el momento de sacar libros y explicar el sistema solar.  Después de eso, cuando el chico esté en la escuela secundaria o el colegio, es el momento de sacar a Steven Hawking, Brian Swimme y los astrofísicos, y tratar sobre los orígenes y composición del universo. Finalmente, cuando la persona tenga ochenta años, es suficiente decir de nuevo que “el sol está cansado y se está echando un sueñecito detrás del granero”.

¡Hemos crecido demasiado acostumbrados a las puestas de sol! El asombro puede volver a hacer que lo ordinario sea algo por conocer.

    
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